lunes, noviembre 28, 2005

Tocar

El principio fue apoteótico y silencioso. Era lunes, tocábamos el viernes, y mi itinerario vespertino incluía una chocolatada, una tuca, una pasada de El regreso, y un trayecto. El ensayo empezaba a las seis. A las cinco y media tenía que estar en Malabia. Y antes tenía que llevarle a Diego el último trabajo de la Facultad, con lo que, encima, empezaban mis vacaciones. Agarré la bicicleta, hice Soler, doblé en una de las diagonales empedradas que empiezan a llevar para Almagro, y me dejé llevar por las calles porteñas. El primer destino, la casa de Diego, era en Pringles entre Guardia Vieja y Rocamora. No sé muy bien por dónde fui, pero sé que iba eligiendo en base a las visiones horizontales de las ochavas y a los nombres de las calles. Así fue que empecé a subir y doblé en Guardia Vieja, y seguí derecho mientras Buenos Aires se me ofrecía en toda su naturalidad y todo su borgeanismo, hasta llegar Pringles. Es siempre sorprendente la practicidad de la bicicleta en distancias razonables. Toqué el timbre, salió Diego, le entregué el trabajo y enfilé casi hacia donde había venido, pero con un destino diferente: Malabia, la casa de Ari y Marto.
No sé muy bien por qué calle bajé, pero crucé Córdoba y empecé a funcionar como una brújula: hacia abajo y hacia la izquierda, y punto. Llegué a Malabia, dudé con el timbre, me equivoqué, acerté, subí, estaba Ari (nuestro Brian Epstein), la tarde empezó por segunda vez, llegó Guili (nuestro Ravi Shankar), estuvimos un rato, agarré el bajo y bajamos. Caminamos los tres hasta Oro y Nicaragua (creo) donde nos esperaba Marto. Por suerte no me crucé con nadie del trabajo, pues estaba a sólo dos cuadras. Llegamos a esa zona profunda de Palermo donde quedaba la sala de ensayo y ahí estaba, eterno y simbólico, atemporal, sustantivo, Marto. Esquina desierta, tarde tranquila, nadie cerca, abrazos, y el sueño empezaba a cumplirse. Marto hacía rato que quería tocar, y para nosotros era un gusto acompañarlo.
El de las salas de ensayo es un mundo novelesco. No sólo porque adentro estaban esperándonos Mauro Libertella y Tommy Roitman, sino también por el alto grado de codificación que guardan allí los movimientos y las interacciones humanas, especialmente, como siempre, el habla. Uno automáticamente se siente un extranjero. Pero lo que las hace definitivamente novelescas es, justamente, el corte que sugieren con la superficialidad de la vida cotidiana. Al entrar se abandona esa primera dimensión y surge la segunda, la novelesca propiamente dicha, que es la de la experiencia intensa y secreta, en conflicto con la primera. En esa segunda dimensión nos juntamos los cinco: Marto, Mauro, Tommy, Guili, y yo. En otras palabras, “Marto & Co.”.
Como esto no es una novela, no voy a narrar lo sucedido en esas dos horas.
Salimos, estacionamos en un kiosco, caminamos extenuados rumbo a nuestras casas, y planeamos un ensayo técnico en Malabia para el miércoles, y un ensayo completo en la misma sala, el jueves, desde las 23.30 hasta las 01.00 del viernes mismo.
El martes estuve bastante en Caballito. En Jonathan Martín Kohan nos deleitó un rato; luego fui a lo de Maayan a cenar con ella, Nora, Guido, Javiera, Carlos y Huilén, y a empezar a vivir el verdadero verano porteño, el de las noches y el desapego posible de la rutina.
El miércoles llegué a Malabia y estaban Marto, Mau, Epstein y Cindy. Practicamos más o menos las vueltas, los cortes, las intros, y volví a mi casa. Aspiré la alfombra (es impresionante lo diferente que me siento cuando está todo bien aspirado y ordenado) y seguí con la lectura de Un episodio en la vida del pintor viajero. Esta nouvelle tiene el sabor de la creatividad aireana sazonada con el aire montañoso de los relatos de Gottfried Keller. Lo cual basta para ser una recomendación, ¿no?
El jueves salí del trabajo a las cuatro. Decidí ir caminando hasta Colegiales. Agarré Charcas, doblé, luego Paraguay derecho, y me topé con la estación (de tren) Ministro Carranza. Decidí tomarlo. Me bajé rapidísimo, en Colegiales, mi barrio de la infancia y de buena parte de la adolescencia, y caminé por Lacroze. (Los que no son del barrio dirían Federico Lacroze). Elegí un bar, el más típico de la zona, que queda en Lacroze y Conde. Luego ayudé a mi vieja con un trabajo, luego tuve una reunión pre-viaje israelí en Belgrano, luego el ensayo.
Esto no es una novela, pero en el corte entre las dos dimensiones, en el espacio fronterizo mismo, a las 23.31, cuando nos estábamos colgando los instrumentos y reconfirmando que no sabemos afinar, se abre la puerta de telgopores y fibras y entran violentamente Ica y Satur. Es llamativo cómo en la COMTE se dan, cada tanto, estos momentos de plenitud grupal, de encuentros y soberanía y violencia emocional. (Más tarde llegó Martus para completar la banda trasnochante).
Salimos a la una de la mañana del viernes sin haber podido congeniar un solo corte o cambio de ritmo, pero contentos por la inminencia del hecho.
El viernes mismo llegamos al lugar del recital, Corrientes 4129, para la prueba de sonido, alrededor de las 20. Estaba probando Ñarf cuando llegué. Nos saludamos, comentamos nuestras sensaciones, probamos un solo tema por cuestiones de organización, y salimos a la calle. Algunos comimos una porción de muzzarella con fainá, otros un helado, pero nadie comió mucho. Volvimos para el lado de la sala, empezaron a llegar los amigos, el público, subimos, nos relajamos en los sillones, nos apuraron para empezar a tocar, subimos y tocamos. Salió, dentro de nuestras posibilidades, inmejorablemente.

Quizás no se desprendió durante la lectura, así que lo hago explícito. Quería agradecerle a Marto (que no entra a Internet) y a todos sus sesionistas por esta semana que, como dijo Mauro (que no entra a este blog) rumbo al ensayo del jueves mientras nos apurábamos para llegar, se caracterizó por su distancia “con lo real”.


Sábado, 13.22 horas.


martes, noviembre 22, 2005

Realismo borgeano

Venía como muchas otras noches por Serrano (o Paraguay). Si no me equivoco, lloviznaba o había llovido. Mi juventud no fue muy variable: en general las mismas situaciones, los mismos momentos. Volver a casa es algo muy repetido, es quizá el más codificado de nuestros actos. Era viernes.
Una hora más, una hora menos, eran las dos de la mañana. Llovía: era imposible que viniese de una plaza; y como los bares son una excepción en mí, tenía que venir de algún departamento. Por la época y el lugar, calculo que venía del acogedor departamento de mis amigos del pasaje Soria. Se hacían llamar “Los Sorias”, porque alguno había visto el título en una vitrina y le había parecido divertido. Ah, qué tiempos. Pero no estoy aquí para recordar ninguna rutina, sino algo más, digamos, puntual, o crucial. Habría salido del acogedor departamento a eso de las dos menos cuarto. Como cualquier viernes sin sexo que se precie, habíamos incurrido en la glotonería herbívora. Las plantas crecían bajo el sol de Palermo de Buenos Aires y los viernes nos comíamos alguna flor y nos fumábamos un manojo de hojas. Pero he dicho que no contaré rutinas.
Una vez que me habían abierto la puerta, una vez que me había despedido de los chicos y los había dejado felices en su fiesta íntima, salí, tuve que salir, a la intemperie. Me apuré a salir del pasaje por los peligros que allí se encierran y tomé el rumbo de mi casa. Me puse a pensar, pero el pensamiento era sólo uno, y el ambiente que me rodeaba ejemplificaba cualquier rama por la que me fuese. No podía negármelo: era un paranoico, un enamorado, un muerto. Atravesé la plaza del franchute como sólo pueden hacerlo los autos (por el sentido). En algún momento de la noche había guardado la plata en la media, reflexioné. Todavía tenía que pagar esos odiosos pesos de teléfono fruto de la generosidad y el abuso de mis relaciones. El viento movía las copas de los árboles por unas calles que yo no diría que estuviesen tan desiertas. Pero sí estaba solo en ese momento en el que, de repente, vi a lo lejos un hombre. No fue sólo una silueta: yo fui consciente de que era un hombre viniendo. Nos distanciaba una cuadra todavía. Quise adivinar el destino y el pasado de ese hombre. No sólo lo quise: sobresaltado, lo necesité. Era alto: podía ser europeo o descender de europeos. Quizá era bohemio, bohemio no de pose o de Atlanta, sino de Bohemia, o ucraniano, y había venido en los noventa. Quizá había hecho colas tumultuosas en Kiev o Bucarest para conseguir una visa argentina. Una vez yo había visto fotos de la desesperación en esos países liberados por venir, una gresca generalizada en las calles del quizá frío invierno kazajo. Se notaba que era invierno por los árboles pelados grises en la foto, y quizás éste hombre que se acercaba había salido de ahí, había triunfado, había conseguido una visa. Sin embargo, era poco probable. Los ucranianos son apenas una minoría, acá. El hombre debía ser entonces judío o polaco, o quizá las dos cosas. Quizá sus abuelas habían sido violadas en lejanas aldeas heladas, o quizá sus abuelos habían violado mujeres indefensas en esas mismas lejanas, impensadas aldeas. En ese caso el hombre traería en su interior, en esa noche de lluvia, sangre y furor cosacos, seguramente dormidos pero quizá despiertos, quién sabe. ¿Y si armaba un pogrom conmigo a sólo tres cuadras del subte? De todas formas alcancé ya a distinguirle la nariz y me di cuenta de que con esa nariz nadie puede ser nazi. De última, no tenía por qué temer. Era, siendo probabilísticamente sensato, simplemente un vecino mío. Sin embargo no se vestía a la moda, como se visten casi todos los vecinos del barrio. Su ropa, al ya no estar tan lejos, parecía venir de La Salada, una feria de quince mil puestos en una isla del riachuelo. No era fácil llegar hasta ahí. ¿Cómo sería? Decían que se puede comprar jeans a cinco pesos, zapatillas a quince, medias a uno. Me agarró culpa: estaba juzgando la peligrosidad de un hombre, y mis posibilidades de estar tranquilo, por el dinero del que disponía. Le estaba haciendo el juego a la cizaña capitalista… Además, yo también me había vestido especialmente mal, para eso. Mis zapatillas de lona blanca parecían los jardines colgantes de Babilonia y, justamente, yo sabía que eran como Irak antes de la caída: un pequeño reajuste, una leve alteración, y los litros de agua acumulados misteriosamente en los bordes inexistentes caerían con su fuerza. Lo miré: tenía el pelo largo. O sea que era rockero, o algo parecido. Podía adscribirlo ahora al glorioso pasado, a las décadas de rock del país, a las rutinas del nunca bien ponderado rockero argentino. Seguro que tocaba la viola, tenía mil chicas y vivía la ciudad bajo la forma del remolino. De pronto lo quise. Quizá era un ejemplo de lo que yo no vivía o vivía muy a medias. ¿Pero por qué? Si pensándolo bien no hay tal rockero argento; es un efecto marginal de la burguesía, y si así ha sido siempre entonces nunca valió la pena. Seguramente era un rebelde nene de mamá, y lo único que tenía para hacer era llegar y calentarse en su living junto a los libros de pintura. Evité su mirada, si es que la hubo. Algo en su ropa me pareció, contra lo que había pensado, elegante. ¿Era un turista, quizá? Entonces podía cobrarle doscientos dólares por una cama, o describirle mi recuerdo de los puentes cruzando de Buda a Pest como un granizado de video. Entonces estaría haciendo su vuelta al mundo, quién pudiera, y así como había aterrizado proveniente de México, o Sydney, seguiría rumbo de África, o América del Norte. Qué ganas de conocer la UNAM, o de pisar el barrio chino de alguna ciudad del mundo… Paranoico, me di vuelta y él también me estaba mirando.

martes, noviembre 15, 2005

El partido borgeano

Argentina e Inglaterra enfrentándose en Ginebra. Y como debe ser: Argentina con la azul e Inglaterra con la espumosa. Por un lado la dura estirpe de los mayores, de los soldados de la Independencia, matizada, después de un siglo mediocre, por las aventuras de la sangre y el incalculable azar de los tálamos. Por el otro la Biblioteca, Stevenson, la música verbal y la ética.
Jorge Luis Borges murió el catorce de junio de 1986. Los goles de Maradona, el de la mano de Dios y el otro, fueron acometidos en tierra azteca el veintidós de ese mes, sólo ocho días después. Quizás el más universal de los argentinos no hubiera querido ver la confrontación más acabada de sus dos linajes y el traspaso de su merecida cátedra. El apodo de barrilete cósmico (conjetural, sin dudas) fue promovido desde ese día.
En una de las patrias de Borges, en la ciudad que a orillas del lago Leman vio nacer a Rousseau y morir a Calvino, juegan, una vez más, Argentina e Inglaterra. Tomando la parte por el todo, vemos por la pantalla el toque de Riquelme y el pelotazo de Beckham. Lo de Argentina es lento y artesanal, lo del Reino rápido y eficiente. Se mantienen, en esta tarde suiza, los términos que describiera Sarmiento en las primeras páginas de Facundo: las sangres peninsulares, eternas, reniegan del aire como del agua. No nos ha sido dado el don del juego aéreo, que las naciones del Norte dominan en tan alto grado. Aunque, quizá, la forma en que hemos podido pasar del potrero periférico al Universo futbolístico, y solucionar así el problema del futbolista argentino y la tradición, haya sido justamente siguiendo el camino de judíos e irlandeses, haciendo propias las tradiciones centrales y estableciendo en nuestras deficiencias (en este caso, de estatura), justamente, nuestros procedimientos. Las letras de Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, los hispanistas, los europeístas, y el salto desesperado de Peter Shilton se han visto desairados, sucesivamente, ante el desparpajo con el que el color local argentino es abandonado y otras tradiciones son retomadas. No en los procedimientos o las formas, lamentará un moralista o un inglés, pero sí, y no es poco, en los temas.
Jorge Luis Borges, que podría haber sido enterrado sin sobresaltos en Buenos Aires o en Londres, decidió morir en una ciudad en la que había podido usar, setenta años antes, sin que nadie (ningún pequeño matoncito rioplatense) lo molestase, sus corbatas al estilo de Eton. No sabemos qué complejidad le hubiese atribuido a la frialdad del segundo gol argentino, o al caño de Sorín a Beckham con posterior infracción del inglés. Quizá, detrás de la ceguera, hubiese notado que una emoción colectiva puede no ser innoble. Quizá haya oído, en el tiempo de descuento, el rugido de los leones.

viernes, noviembre 11, 2005

2004

Este tejido de situaciones y horizontes, escrito hace un año, nunca hubiese visto la luz de no haber sido por la voluntad, ya un poco lejana, de uno de los que aquí lo protoagonizan.

Con Ica y Mauro teníamos una misión, claramente. Una misión por demás sutil, aunque no por eso implícita. Un camino a vivir que se componía, en el presente y en el futuro, de muchas tardes y muchas noches juntos, en la construcción de un algo que no se sabía muy bien qué era. Podía ser una chantada, una trampa, una felicidad lejana. El caso es que estábamos ahí, hablando siempre de música y de chicas, esperando una especie de revelación. No por eso, por esperar, lo nuestro era pasivo. Ica hablaba de la Creación: que haya algo que antes no había. Donde no había nada. Esos y otros conceptos igual de importantes nos guiaban en el patio de la Facultad (edificio vetusto que mucha gente abandona porque cumplió un ciclo, nunca se sabe si ellos o el edificio) o en nuestras casas. Para colmo yo me había mudado y gracias a un querido tío podía respirar la existencia en un pequeño departamento paquetón de la calle Paraguay, y ellos vivían a distancias caminables. En fin, los llamados arreciaban, de hecho creo que llegó octubre y desde el ventanal en el trabajo yo veía que el día estaba más o menos lindo, y ya tenía algunos mensajes avisando que a las cinco había encuentro en “La Virgen”, punto disputado (¿quién lo había inventado?) en la Plaza Campaña del Desierto. En la plaza hay muy poca policía y al no haber edificios alrededor permite una contemplación desmesurada del cielo. Los días de semana, hay una especie de fuente vacía con asientos alrededor, se ven grupitos de a dos o de a tres tomando cerveza o fumando caño. Quizás eso, sentíamos que era nuestra oportunidad de bohemia, aunque no quiero ser injusto: yo soy mayor que ellos. Dos años más, casi todo en Europa, que alimentaban mi silencio contemplativo de cielos. Hablar es cada vez más difícil, y mirar el sol y el cielo, cada vez más íntimo. Eso dice Jorge Luis Borges, escritor absoluto que maravilla a cualquiera que esté en el momento de su vida en el que leer es bueno (y nosotros estábamos en ese momento). Otro escritor, Aira (después de un examen que terminó un sábado a las tres de la tarde Ica nos trajo a Mauro y a mí la famosa entrevista) tiene un pequeño fragmento: una terraza a la noche, hombre y mujer. Se ven intercalados edificios altos y bajos, y en el claro que dejan los bajos se ven alternando otros altos y bajos, y así sucesivamente. En fin, Aira, eso es lo bueno, ahora las terrazas son Aira y su lógica del sucesivamente, así como caminar por Villa Crespo es Arlt y por Paternal es Borges en El hombre en el umbral. Ica ya había hablado del adelanto de esa entrevista una semana antes, en el diario ya había salido una frase rompeportones que luego dio título a la nota. Y cuando después del examen llegó y despertamos a Mauro que estaba tirado (como yo me había mudado solo la imagen era bastante pinkfloydeana, de hecho sonaba Shine On You Crazy Diamond) en mi cama, sacó la revista y abrió en la fucking página central, viviendo lo que había sido sólo futuro, y ahí estaba, gigante, la foto de Aira mirando para abajo, sonriendo con sorna, puteando a varios. Con Mauro nos quedamos duros, leyendo. Ica, que estudia Artes y no Letras, observó: “se parecen a Calamaro cuando cuenta cómo miraba las guitarras”. Tal cual. Eso es la amistad. Una observación así. Fue tan lindo. Después de años de estudiar cualquier cosa y dormir en cualquier lado, que alguien te ubique en algo, que alguien te adjudique una pasión… Empezamos a leer mientras Ica, que se había puesto de novio con Leti y estaba más feliz y más iluminado que siempre, cortaba cebollas. A mi querido Piglia, quien editó un maravilloso libro de teoría literaria para leer en el baño por lo menos dos veces por día, lo mata. Muy sutil, el desconocido César transforma en insultos palabras como ´profesor´ o ´intelectual´. En fin, concluye. Esa tarde había festejo porque se había terminado la época de exámenes, nos tiramos en mi alfombra y a los temas fijos (mujeres, música) se le sumó el del meta-x: meta-pensar, meta-vivir. Pensar que se vive en vez de vivir. Hablar, meta-pensar, vivir. En mí, algo así como enmarcar lo vivido, la experiencia, en un mapa diseñado para justificar toda falencia, toda infelicidad. Recurrir al pasado, a la trama, a los lugares en los que no se está. Meta. Hablar con amigos de la amistad, pensar lo que se vive. Y mientras el año pasaba, el fantasma de esa chica hermosa que me había dejado (cuando en realidad yo era un infeliz y no soportaba estar con ella) se diluía en amistades y algún parque y noches en las que otras chicas desconocidas o lejanas pasaban a ocupar un lugar caliente entre mi colchón y mis sábanas (que luego mi madre lavaba con amor). Entonces empezaron a aparecer, de a poco, figuras nuevas: la que había temblado todo el tiempo al margen de los vaivenes de la situación, la amiga de amigos, la petisita rubia lesbiana o bi.
Todo esto se desarrollaba tanto en la realidad como en la fantasía de las charlas, las preguntas, los comentarios derramados entre tantas tardes de medialunas y café con leche en el bar “El Puente”, uno de los más caros y más agradables de la zona de Puán. Mauro y yo, desaforados, íbamos y volvíamos sobre nuestros encuentros más o menos tambaleantes. Él se había enganchado con una chica que conoció en mi cumpleaños, Lola. La fiesta había sido un derroche de gritos, canciones, cervezas, humo de cigarrillos, y al final los músicos merecían. En fin, el movimiento se veía claro para quienes nos quedábamos, pues íbamos quedando cuatro y la noche avanzaba. Ica se fue a hablar con Leti que descontroladamente se había refugiado en mi pequeñísimo balcón con Fara, y al rato volvió porque en realidad no tenía ganas de irse. Parece que Leti esa noche decidió, o tuvo que decidir. Volvió Ica pero la suerte estaba echada, a los veinte minutos bajé a abrirles a los pocos que quedaban mientras Mau empezaba a enfiestársela a Lola y Lili se quedaba ahí, esperando su micro a Córdoba que salía a las siete de la mañana. El ascensor de vuelta fue la hostia. Me iba a encontrar con Mau y Lola en quién sabe qué movida, mi departamento absolutamente descontrolado y con el aire sucio de toda la gente que había pasado desde medianoche, y Lili. En la cocina, lavando platos. Se apagó la luz, en fin, pasamos al baño y fue un lindo polvo, mientras Mau hacía lo propio en el lugar apropiado. Al cabo de unos días entendí el significado de haber cogido él en mi cama y yo en el baño. Esa distribución de los coitos duplicaba la apuesta del descontrol que de la situación se desprendía. No era sólo coger, y no era sólo dos socios cogiéndose a dos amigas a pocos metros de distancia. Era además que ya no había propiedad, no había nada salvo la inquietud del ser, la intriga de que fuesen las seis de la mañana y estuviésemos ahí, con los fantasmas de todos los que habían pasado y ahora estarían durmiendo o en otras fiestas, dándole forma (y la forma soñada) a nuestra juventud. Después Lili se iba a Córdoba, y yo pensaba dormir, así que ya eran varias las razones que además dejarían tranquilos a Mau y Lola si nosotros nos bañábamos. Fue una ducha del rock, ducha con una conocida y sexo desarrollándose paralelamente en el living. Salimos en toalla, como no podía ser de otra manera. “Oh yeah, esto es una porno”, pensó Mauro, quien no estaba seguro de lo que pasaba o había pasado en el pequeño espacio entre el inodoro, la bañadera, etc. Salimos en toalla y ellos se estaban vistiendo. Los cuatro, escuchando Beck, nos fumamos un porro, una cosa loca, el primer porro de la noche, con la luz gris y triste, a pesar de todo. Salimos a la calle, era de día, caminamos hasta Santa Fe y las chicas se fueron en tacho. Yo acompañé a Mau la mitad del camino a su casa, y después volví y decidí no ir al teórico de los sábados.

miércoles, noviembre 09, 2005

teclados (institucional)

es de lamentar, pero había que elegir sistema. durante dos meses convivieron tensamente los "comments" de blogger y los de haloscan. supuse que esto era confuso y ahuyentaba las voluntades comentatorias. me decidí, entonces, por los de haloscan, pero al borrar los de blogger se borraron todos los comentarios (riquísimos, algunos) que se habían inscripto bajo esa norma, y que constituían para mí un cierto tesoro. así que, bueno, se sigue adelante sin esos viejos comentarios pero con la tranquilidad de que la ventanita de haloscan ("sin voces", "voz", etc.) es mucho más cálida. y se los invita a dejar su huella en esta empresa.

jueves, noviembre 03, 2005

El viento

Cuando Manu Chao debutó como solista en Buenos Aires, el 17 de noviembre del 2000, yo no fui a su recital. Estaba, en cambio, en una discoteca de Flores. No había hecho ningún esfuerzo por ir, no había considerado realmente pagar lo que costaba la entrada, y no me estaba arrepintiendo. Todos mis amigos dijeron que esa noche fue una fiesta.
No muchos meses después, el biChao me empezó a picar. Estaba en Fez, Marruecos, cuando conseguí Clandestino. Me encerré en la multitudinaria pieza de pensión que ocupaba junto a unos australianos y otros canadienses y lo puse en mi walkman. Me propuse hacer lo que no hay que hacer: saturar la experiencia. A los cinco minutos estaba en el techo de la pensión intentando superponer lo que, en todo caso, debía superponerse solo. Volví al cuarto y seguí escuchando ese disco muchos meses, mientras recorría otros países.
Al llegar a Praga, Clandestino había tenido una hermanita, un clon hembra: Próxima Estación: Esperanza. Justo ese día había conocido a uno de los españoles más zarpados que conocí nunca. A la mañana nos miramos, salimos a caminar juntos, nos sacamos una foto en el puente, nos retiramos a un parque en bajada, quemamos, leímos y recitamos Benedetti, comimos helado, planeamos llegar a Rumania, y recién después de todo eso comentamos que por esas fechas estaba saliendo el nuevo disco de Manu. Nos metimos en una disquería, dijimos algo, e inesperadamente el vendedor asintió y sacó lo que buscábamos. Lo compramos a medias y empezamos a caminar por la ciudad, escuchando una canción cada uno. Él no estaba tan emocionado como yo, así que empezó a cederme turnos. La baqueta nos hizo volver al hostel, y nunca más lo volví a ver. Tengo la foto que nos sacamos, y recuerdo que en esos días, los que siguieron, en los mails que me unían con Buenos Aires el disco fue comentado. Cuando lo escuché largamente fue durante un mes que pasé, acto seguido, en Berlín, en la calle Marienburger, comiendo sándwiches de quesos inolvidables y mirando mi también inolvidable porción de cielo soleado berlinés. Es de notar que la ciudad estaba i-nun-da-da por el disco de Manu, y sonaba dondequiera. (Ese verano, julio y agosto del 2001, lo repartí entre entre dos departamentos, el ya referido en Prenzlauerberg y el segundo en el Eixample barcelonés. En este segundo departamento fue que me fue dado conocer Casa Babylon y entender la pasión de la Mano Negra, Superchango mediante. Ahí también descubrí la fórmula mágica, nuclear, que alucina América y su carácter híbrido, del grupo, y, por qué no, de Manu: “por la selva / por el monte / por la Plaza Mayor”). Al pisar Bangkok, en septiembre, la primera canción que me llegó en la calle fue la de “¿qué hora son / mi corazón?”.
Cuando ya vivía más definitivamente en Barcelona, seis meses después, una reunión de presidentes europeos amenazó con desalojar todas las okupas y deportar a todos los ilegales. Alarmado, interpreté que era un buen momento para visitar a una amiga en Madrid, y abandoné la costa mediterránea por dos semanas. En mi ausencia, Manu tocó en Montjuïc, gratis, en ocasión de la Cumbre. Todo el mundo me dijo que ese recital fue una mierda, que no se escuchaba, que había empezado a las cuatro de la mañana, y que era imposible estar ahí sin papeles dados los constantes (y estructurales: había que pasar por una línea de agentes especializados) pedidos de documentación. Yo, de todas formas, había visto a Manu en Madrid. No gratis, no en ocasión de la Cumbre, pero esa misma semana. Cuando me enteré, excitado, me apuré con razón a comprar la entrada. La compré muy cerca de la Puerta del Sol, y al ver que me la vendía el BBVA sentí rencor y vanidad. ¿Cómo era la cosa? Tanto blabla y al final los bancos (estamos en marzo del 2002, en España, alucinando la destrucción de la Argentina) vendían las entradas de Manu. Manu vendía entradas a través de los bancos. ¿Qué pasa? En fin, también estaba contento por ver a una leyenda, y esperé el día con ansiedad. La noche llegó, y caminé las seis cuadras que me separaban de La Riviera. Entramos y la sala era ostentosa de moderna. Todo muy cuidado, merchandising de Radio Bemba… No fue un buen comienzo. Al rato salió Manu y fue mítico: musculosa verde, gorrito andino… Pronto, la imagen inicial se desinfló, y la banda era una máquina agresiva que deformaba lo que en los discos se escuchaba como música. Poco swing, mucho ska, las melodías se perdían en un mar de energía falsa, o no linda. Sólo la parte acústica, con Manu y su guitarrita de madera, cumplió con lo musical.
En Barcelona se lo veía en la calle, como dice la leyenda. Mi primera visión fue la del chabón surfeando violentamente con su bicicleta las mareas de gente que inundaban la peatonal de Portal del Ángel al mediodía. La segunda fue en la Plaza del Tripi, con tres amigos/as argentinos/as. Pasamos por ahí, la plaza estaba desierta, y de repente, pasa Manu muuuy lentamente, en su bici, por nuestras narices. “Manu Chao”, susurré a los codazos. Esa tarde, mediante un planteo irracional y por lo tanto profundo, esa casualidad me confirmó que yo tenía que volver a Argentina.
Pero el mayor de esta serie de encuentros y desencuentros con Manu fue el que se dio un mediodía, en la Plaza del Tripi. En un negocio de ropa usada sonaba, muy fuerte, el disco en vivo, Radio Bemba Sound System, que había salido hacía poco. En la puerta del negocio, el señor Chao conversaba con el empleado. Yo estaba a cinco metros, como siempre mirando el cielo, pero lo importante ahí era mi materialidad: estaba en Barcelona, tenía una bicicleta medio chota, una campera ecuatoriana y vivía de hacer malabares. Separar a Manu Chao de la cadena de decisiones que me habían llevado a ese estado no es honesto. Por lo tanto, Manu, digamos, habitaba el arquetipo. La cuestión es que mi bici estaba rota, y no sabía de ninguna bicicletería cercana. Las únicas dos personas presentes eran ellos, y me acerqué a preguntar. Traté de mirar al otro. Me indicó algo, medio indefinidamente, cuando Manu se metió y dijo “por ahí hay una… a mi me la arreglan en el día…”. Excitado, tratando de decir algo inteligente, dije algo agresivo: “sí… a vos…”. En fin. Como que un metalero se bardee con Ozzy. Quiero aclarar acá que la cara de Manu Chao no es la de un tipo buenísimo, sino la de un tipo que puede ser bueno pero que con su fuerza también puede ser otras cosas. Tiene la cara ancha, los ojos un poco rasgados, la piel curtida: una serpiente. Yo lo miraba de reojo, mientras el otro me indicaba, y me parecía un torrente de energía impresionante.
El disco en vivo, el que sonaba en el negocio a todo esto, registra los recitales de la banda chaoense alrededor del mundo. Es un disco que no me gustó mucho. Tiene algunos momentos buenos, pero en general suena como sonaba la banda en la noche de La Riviera (de hecho, sospecho que alguna canción fue grabada en ese recital). Lo que sin embargo sí me impactó es cómo el concepto estético se mantiene e, independientemente de lo musical, crece. En el librito del CD aparece la lista con todas las ciudades y pueblos visitados en esa gira, y la verdad es que es impresionante. También por el detalle de que en ningún lado se informa en qué lugar se grabó cada canción, con lo que la idea del mundo recorrido (como la del público diverso y homogéneo del primer track) queda desfigurada y consolidada. Al disco lo empecé a escuchar a principios del 2003, y se lo compré, copiado (eso es lo genial: es un disco para comprarlo trucho a un vendedor ambulante ilegal), a un vendedor ambulante chino que se metió en una heladería sobre Gran de Grácia una noche en la que Gerardo, remoto uruguayo, me regalaba gofres y pensaba en renunciar.

Ahora, sorpresivamente, viene Manu, después de cinco años. Y el trayecto, en cierta forma, no ha sido tanto, de Flores a Floresta. Es, ya, una noche para la galería de las grandes noches. No necesariamente por la calidad musical del show, sino más bien por la potencial abstracción de la que el hecho es pasible. El imaginario chaoense (que se impuso, desde Clandestino, como matriz o por lo menos como rasgo en la existencia de miles de personas del aquí y ahora argentino) visita un territorio que no estaba fronteras adentro pero no por algún tipo de incompatibilidad ontológica (más bien lo contrario) sino de simple distancia material. Ahora, que sabemos que el Radio Bemba Eternal World Tour puede pasar como un huracán también por una callecita perdida de Buenos Aires (enriqueciendo ambos términos) estamos en condiciones de imaginar esa noche. Se viene All Boys.