lunes, noviembre 28, 2005

Tocar

El principio fue apoteótico y silencioso. Era lunes, tocábamos el viernes, y mi itinerario vespertino incluía una chocolatada, una tuca, una pasada de El regreso, y un trayecto. El ensayo empezaba a las seis. A las cinco y media tenía que estar en Malabia. Y antes tenía que llevarle a Diego el último trabajo de la Facultad, con lo que, encima, empezaban mis vacaciones. Agarré la bicicleta, hice Soler, doblé en una de las diagonales empedradas que empiezan a llevar para Almagro, y me dejé llevar por las calles porteñas. El primer destino, la casa de Diego, era en Pringles entre Guardia Vieja y Rocamora. No sé muy bien por dónde fui, pero sé que iba eligiendo en base a las visiones horizontales de las ochavas y a los nombres de las calles. Así fue que empecé a subir y doblé en Guardia Vieja, y seguí derecho mientras Buenos Aires se me ofrecía en toda su naturalidad y todo su borgeanismo, hasta llegar Pringles. Es siempre sorprendente la practicidad de la bicicleta en distancias razonables. Toqué el timbre, salió Diego, le entregué el trabajo y enfilé casi hacia donde había venido, pero con un destino diferente: Malabia, la casa de Ari y Marto.
No sé muy bien por qué calle bajé, pero crucé Córdoba y empecé a funcionar como una brújula: hacia abajo y hacia la izquierda, y punto. Llegué a Malabia, dudé con el timbre, me equivoqué, acerté, subí, estaba Ari (nuestro Brian Epstein), la tarde empezó por segunda vez, llegó Guili (nuestro Ravi Shankar), estuvimos un rato, agarré el bajo y bajamos. Caminamos los tres hasta Oro y Nicaragua (creo) donde nos esperaba Marto. Por suerte no me crucé con nadie del trabajo, pues estaba a sólo dos cuadras. Llegamos a esa zona profunda de Palermo donde quedaba la sala de ensayo y ahí estaba, eterno y simbólico, atemporal, sustantivo, Marto. Esquina desierta, tarde tranquila, nadie cerca, abrazos, y el sueño empezaba a cumplirse. Marto hacía rato que quería tocar, y para nosotros era un gusto acompañarlo.
El de las salas de ensayo es un mundo novelesco. No sólo porque adentro estaban esperándonos Mauro Libertella y Tommy Roitman, sino también por el alto grado de codificación que guardan allí los movimientos y las interacciones humanas, especialmente, como siempre, el habla. Uno automáticamente se siente un extranjero. Pero lo que las hace definitivamente novelescas es, justamente, el corte que sugieren con la superficialidad de la vida cotidiana. Al entrar se abandona esa primera dimensión y surge la segunda, la novelesca propiamente dicha, que es la de la experiencia intensa y secreta, en conflicto con la primera. En esa segunda dimensión nos juntamos los cinco: Marto, Mauro, Tommy, Guili, y yo. En otras palabras, “Marto & Co.”.
Como esto no es una novela, no voy a narrar lo sucedido en esas dos horas.
Salimos, estacionamos en un kiosco, caminamos extenuados rumbo a nuestras casas, y planeamos un ensayo técnico en Malabia para el miércoles, y un ensayo completo en la misma sala, el jueves, desde las 23.30 hasta las 01.00 del viernes mismo.
El martes estuve bastante en Caballito. En Jonathan Martín Kohan nos deleitó un rato; luego fui a lo de Maayan a cenar con ella, Nora, Guido, Javiera, Carlos y Huilén, y a empezar a vivir el verdadero verano porteño, el de las noches y el desapego posible de la rutina.
El miércoles llegué a Malabia y estaban Marto, Mau, Epstein y Cindy. Practicamos más o menos las vueltas, los cortes, las intros, y volví a mi casa. Aspiré la alfombra (es impresionante lo diferente que me siento cuando está todo bien aspirado y ordenado) y seguí con la lectura de Un episodio en la vida del pintor viajero. Esta nouvelle tiene el sabor de la creatividad aireana sazonada con el aire montañoso de los relatos de Gottfried Keller. Lo cual basta para ser una recomendación, ¿no?
El jueves salí del trabajo a las cuatro. Decidí ir caminando hasta Colegiales. Agarré Charcas, doblé, luego Paraguay derecho, y me topé con la estación (de tren) Ministro Carranza. Decidí tomarlo. Me bajé rapidísimo, en Colegiales, mi barrio de la infancia y de buena parte de la adolescencia, y caminé por Lacroze. (Los que no son del barrio dirían Federico Lacroze). Elegí un bar, el más típico de la zona, que queda en Lacroze y Conde. Luego ayudé a mi vieja con un trabajo, luego tuve una reunión pre-viaje israelí en Belgrano, luego el ensayo.
Esto no es una novela, pero en el corte entre las dos dimensiones, en el espacio fronterizo mismo, a las 23.31, cuando nos estábamos colgando los instrumentos y reconfirmando que no sabemos afinar, se abre la puerta de telgopores y fibras y entran violentamente Ica y Satur. Es llamativo cómo en la COMTE se dan, cada tanto, estos momentos de plenitud grupal, de encuentros y soberanía y violencia emocional. (Más tarde llegó Martus para completar la banda trasnochante).
Salimos a la una de la mañana del viernes sin haber podido congeniar un solo corte o cambio de ritmo, pero contentos por la inminencia del hecho.
El viernes mismo llegamos al lugar del recital, Corrientes 4129, para la prueba de sonido, alrededor de las 20. Estaba probando Ñarf cuando llegué. Nos saludamos, comentamos nuestras sensaciones, probamos un solo tema por cuestiones de organización, y salimos a la calle. Algunos comimos una porción de muzzarella con fainá, otros un helado, pero nadie comió mucho. Volvimos para el lado de la sala, empezaron a llegar los amigos, el público, subimos, nos relajamos en los sillones, nos apuraron para empezar a tocar, subimos y tocamos. Salió, dentro de nuestras posibilidades, inmejorablemente.

Quizás no se desprendió durante la lectura, así que lo hago explícito. Quería agradecerle a Marto (que no entra a Internet) y a todos sus sesionistas por esta semana que, como dijo Mauro (que no entra a este blog) rumbo al ensayo del jueves mientras nos apurábamos para llegar, se caracterizó por su distancia “con lo real”.


Sábado, 13.22 horas.