jueves, noviembre 03, 2005

El viento

Cuando Manu Chao debutó como solista en Buenos Aires, el 17 de noviembre del 2000, yo no fui a su recital. Estaba, en cambio, en una discoteca de Flores. No había hecho ningún esfuerzo por ir, no había considerado realmente pagar lo que costaba la entrada, y no me estaba arrepintiendo. Todos mis amigos dijeron que esa noche fue una fiesta.
No muchos meses después, el biChao me empezó a picar. Estaba en Fez, Marruecos, cuando conseguí Clandestino. Me encerré en la multitudinaria pieza de pensión que ocupaba junto a unos australianos y otros canadienses y lo puse en mi walkman. Me propuse hacer lo que no hay que hacer: saturar la experiencia. A los cinco minutos estaba en el techo de la pensión intentando superponer lo que, en todo caso, debía superponerse solo. Volví al cuarto y seguí escuchando ese disco muchos meses, mientras recorría otros países.
Al llegar a Praga, Clandestino había tenido una hermanita, un clon hembra: Próxima Estación: Esperanza. Justo ese día había conocido a uno de los españoles más zarpados que conocí nunca. A la mañana nos miramos, salimos a caminar juntos, nos sacamos una foto en el puente, nos retiramos a un parque en bajada, quemamos, leímos y recitamos Benedetti, comimos helado, planeamos llegar a Rumania, y recién después de todo eso comentamos que por esas fechas estaba saliendo el nuevo disco de Manu. Nos metimos en una disquería, dijimos algo, e inesperadamente el vendedor asintió y sacó lo que buscábamos. Lo compramos a medias y empezamos a caminar por la ciudad, escuchando una canción cada uno. Él no estaba tan emocionado como yo, así que empezó a cederme turnos. La baqueta nos hizo volver al hostel, y nunca más lo volví a ver. Tengo la foto que nos sacamos, y recuerdo que en esos días, los que siguieron, en los mails que me unían con Buenos Aires el disco fue comentado. Cuando lo escuché largamente fue durante un mes que pasé, acto seguido, en Berlín, en la calle Marienburger, comiendo sándwiches de quesos inolvidables y mirando mi también inolvidable porción de cielo soleado berlinés. Es de notar que la ciudad estaba i-nun-da-da por el disco de Manu, y sonaba dondequiera. (Ese verano, julio y agosto del 2001, lo repartí entre entre dos departamentos, el ya referido en Prenzlauerberg y el segundo en el Eixample barcelonés. En este segundo departamento fue que me fue dado conocer Casa Babylon y entender la pasión de la Mano Negra, Superchango mediante. Ahí también descubrí la fórmula mágica, nuclear, que alucina América y su carácter híbrido, del grupo, y, por qué no, de Manu: “por la selva / por el monte / por la Plaza Mayor”). Al pisar Bangkok, en septiembre, la primera canción que me llegó en la calle fue la de “¿qué hora son / mi corazón?”.
Cuando ya vivía más definitivamente en Barcelona, seis meses después, una reunión de presidentes europeos amenazó con desalojar todas las okupas y deportar a todos los ilegales. Alarmado, interpreté que era un buen momento para visitar a una amiga en Madrid, y abandoné la costa mediterránea por dos semanas. En mi ausencia, Manu tocó en Montjuïc, gratis, en ocasión de la Cumbre. Todo el mundo me dijo que ese recital fue una mierda, que no se escuchaba, que había empezado a las cuatro de la mañana, y que era imposible estar ahí sin papeles dados los constantes (y estructurales: había que pasar por una línea de agentes especializados) pedidos de documentación. Yo, de todas formas, había visto a Manu en Madrid. No gratis, no en ocasión de la Cumbre, pero esa misma semana. Cuando me enteré, excitado, me apuré con razón a comprar la entrada. La compré muy cerca de la Puerta del Sol, y al ver que me la vendía el BBVA sentí rencor y vanidad. ¿Cómo era la cosa? Tanto blabla y al final los bancos (estamos en marzo del 2002, en España, alucinando la destrucción de la Argentina) vendían las entradas de Manu. Manu vendía entradas a través de los bancos. ¿Qué pasa? En fin, también estaba contento por ver a una leyenda, y esperé el día con ansiedad. La noche llegó, y caminé las seis cuadras que me separaban de La Riviera. Entramos y la sala era ostentosa de moderna. Todo muy cuidado, merchandising de Radio Bemba… No fue un buen comienzo. Al rato salió Manu y fue mítico: musculosa verde, gorrito andino… Pronto, la imagen inicial se desinfló, y la banda era una máquina agresiva que deformaba lo que en los discos se escuchaba como música. Poco swing, mucho ska, las melodías se perdían en un mar de energía falsa, o no linda. Sólo la parte acústica, con Manu y su guitarrita de madera, cumplió con lo musical.
En Barcelona se lo veía en la calle, como dice la leyenda. Mi primera visión fue la del chabón surfeando violentamente con su bicicleta las mareas de gente que inundaban la peatonal de Portal del Ángel al mediodía. La segunda fue en la Plaza del Tripi, con tres amigos/as argentinos/as. Pasamos por ahí, la plaza estaba desierta, y de repente, pasa Manu muuuy lentamente, en su bici, por nuestras narices. “Manu Chao”, susurré a los codazos. Esa tarde, mediante un planteo irracional y por lo tanto profundo, esa casualidad me confirmó que yo tenía que volver a Argentina.
Pero el mayor de esta serie de encuentros y desencuentros con Manu fue el que se dio un mediodía, en la Plaza del Tripi. En un negocio de ropa usada sonaba, muy fuerte, el disco en vivo, Radio Bemba Sound System, que había salido hacía poco. En la puerta del negocio, el señor Chao conversaba con el empleado. Yo estaba a cinco metros, como siempre mirando el cielo, pero lo importante ahí era mi materialidad: estaba en Barcelona, tenía una bicicleta medio chota, una campera ecuatoriana y vivía de hacer malabares. Separar a Manu Chao de la cadena de decisiones que me habían llevado a ese estado no es honesto. Por lo tanto, Manu, digamos, habitaba el arquetipo. La cuestión es que mi bici estaba rota, y no sabía de ninguna bicicletería cercana. Las únicas dos personas presentes eran ellos, y me acerqué a preguntar. Traté de mirar al otro. Me indicó algo, medio indefinidamente, cuando Manu se metió y dijo “por ahí hay una… a mi me la arreglan en el día…”. Excitado, tratando de decir algo inteligente, dije algo agresivo: “sí… a vos…”. En fin. Como que un metalero se bardee con Ozzy. Quiero aclarar acá que la cara de Manu Chao no es la de un tipo buenísimo, sino la de un tipo que puede ser bueno pero que con su fuerza también puede ser otras cosas. Tiene la cara ancha, los ojos un poco rasgados, la piel curtida: una serpiente. Yo lo miraba de reojo, mientras el otro me indicaba, y me parecía un torrente de energía impresionante.
El disco en vivo, el que sonaba en el negocio a todo esto, registra los recitales de la banda chaoense alrededor del mundo. Es un disco que no me gustó mucho. Tiene algunos momentos buenos, pero en general suena como sonaba la banda en la noche de La Riviera (de hecho, sospecho que alguna canción fue grabada en ese recital). Lo que sin embargo sí me impactó es cómo el concepto estético se mantiene e, independientemente de lo musical, crece. En el librito del CD aparece la lista con todas las ciudades y pueblos visitados en esa gira, y la verdad es que es impresionante. También por el detalle de que en ningún lado se informa en qué lugar se grabó cada canción, con lo que la idea del mundo recorrido (como la del público diverso y homogéneo del primer track) queda desfigurada y consolidada. Al disco lo empecé a escuchar a principios del 2003, y se lo compré, copiado (eso es lo genial: es un disco para comprarlo trucho a un vendedor ambulante ilegal), a un vendedor ambulante chino que se metió en una heladería sobre Gran de Grácia una noche en la que Gerardo, remoto uruguayo, me regalaba gofres y pensaba en renunciar.

Ahora, sorpresivamente, viene Manu, después de cinco años. Y el trayecto, en cierta forma, no ha sido tanto, de Flores a Floresta. Es, ya, una noche para la galería de las grandes noches. No necesariamente por la calidad musical del show, sino más bien por la potencial abstracción de la que el hecho es pasible. El imaginario chaoense (que se impuso, desde Clandestino, como matriz o por lo menos como rasgo en la existencia de miles de personas del aquí y ahora argentino) visita un territorio que no estaba fronteras adentro pero no por algún tipo de incompatibilidad ontológica (más bien lo contrario) sino de simple distancia material. Ahora, que sabemos que el Radio Bemba Eternal World Tour puede pasar como un huracán también por una callecita perdida de Buenos Aires (enriqueciendo ambos términos) estamos en condiciones de imaginar esa noche. Se viene All Boys.