viernes, octubre 14, 2005

Quijote

Este es el “trabajo” que expuse en la Biblioteca Nacional, al comenzar la quinta primavera del milenio, en el marco del congreso “El Quijote en Buenos Aires”.


La escritura del Quijote: voces, intervenciones y puntos de vista

La escena del Quijote que motivó este trabajo es aquella en la que el ventero, en el capítulo XXXII, páginas 323-324
[1], hace un elogio de las novelas de caballerías y dice “¡Tomáos con mi padre! ¡Mirad de qué se espanta, de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había de leer vuestra merced lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos, como si fueran manadas de ovejas (…)”. Este pasaje fue el primero que llamó mi atención acerca del modo que el texto tiene de iluminarse a sí mismo. Es decir que el libro, en ciertos momentos, en ciertos pliegues, habla de sí mismo, se ve a sí mismo.
Quisiera, para que la base del trabajo quede clara, señalar que no me ocuparé de las instancias narradoras de las que trata Mauricio Molho en su trabajo, incluido en la bibliografía de la cátedra. Mi seguimiento textual será a través de los momentos, las escenas y los enunciados en los que los personajes de la fábula (Cide Hamete Benengeli no es, en este sentido, un personaje ordinario, como tampoco lo es el primer narrador) dicen algo sobre el libro.
Ya en este plano, se hace evidente que hay distintos tipos de iluminaciones o aclaraciones o predicaciones que los distintos personajes pueden hacer sobre la trama o el carácter más general del texto. Yo las dividiría en dos grandes grupos: aquellas que los personajes están naturalmente en condiciones de hacer, dada su trayectoria (explícita o postulada) dentro de las fábulas que convergen en la novela; aquellas que misteriosa e inexplicablemente dan cuenta de una especie de metafísica textual, en la medida en que los personajes que las enuncian no pueden “saber tanto”. Ambos momentos (el de la aclaración natural y el de la iluminación metafísico-artificial) son momentos plenos de la lectura, pues siempre enriquecen y matizan las historias y tienden a reafirmar lo que los lectores ya intuimos: que el Quijote es un mundo en sí mismo, un cosmos acabado y cerrado.
Es decir que hay una luz principal, central, que es la del narrador, y luego hay discursos que aleatoriamente enfocan los márgenes, completan el sentido, recogen los restos de lo narrado. Las historias parecen completas para después completarse realmente a través de nuevos discursos, de una nueva enunciación cuya esencia es la novedad y la marginalidad respecto de lo que anteriormente, en el texto, se ha marcado como entrada y clave de aproximación a la realidad (de la fábula).
Hay momentos en los que el texto se pliega y otros en los que se extiende. Es decir que por un lado está la función auto-referencial, aquella que insiste o enfatiza sobre lo que ya se dijo, y por otro la capacidad del texto de extenderse, de incorporar información que permanecía en la sombra, y que obviamente es compatible con lo que se viene contando. Esta compatibilidad es lo que, en esta lectura, hace del Quijote una novela realista. Siempre que un discurso contradice a otro (y subrayo que sólo me centro en las palabras de los personajes, no de los narradores) es porque la realidad tolera esa tensión y esa ambivalencia.
En los momentos más superficiales, la discusión es poco más que humorística: hay que decidir si el objeto es una bacía o el yelmo de Mambrino. En cambio, cuando no se habla de objetos sino de procesos, y de intangibles procesos individuales (el de Cardenio, el de Dorotea), la complejidad se hace necesaria porque ya no se trata de desestabilizar dicotomías. De lo que se trata es de ver cómo reacciona un carácter ante otro y ante sí mismo, y cómo ese ámbito de infinitas posibles interacciones acaba produciendo no una sino varias realidades. La venta (una vez conocidas, en Sierra Morena, las otras voces) será el espacio privilegiado de la hibridación.

Las voces centrales, en lo que a personajes se refiere, son obviamente las de don Quijote y Sancho. Sus intervenciones, en tanto son los caracteres centrales de la novela, y los que la hacen avanzar, apuntan a desarrollar el espacio del texto antes que a plegarlo o iluminarlo bajo una nueva forma. Esta función suele ser encargada a las voces marginales, voces que ingresan lateralmente a la esfera de lo narrado. Sin embargo, cada vez que don Quijote reflexiona sobre su condición (cada vez que describe los pormenores del ejercicio de la caballería andante; cuando pontifica sobre la supremacía de las armas sobre las letras) lo que hace es abrir y desplegar un horizonte que ahonda la fábula y proporciona un fondo sobre el que su figura se explaya. Es decir, lo que hace es escribir, él también, su libro.
Ahora bien, entre las innumerables líneas que son emitidas por don Quijote hay una que se diferencia de las demás por su carácter, como expliqué antes, metafísico y artificial. Se trata de un momento en que la figura de enunciación se desplaza de su lugar y parece tomar otro lugar en el texto. El lugar de una atalaya, podría decirse, y esta metáfora es adecuada para los pliegues irracionales de la trama. Me refiero al poema que escribe durante su penitencia, en Sierra Morena, en el capítulo XXVI: allí, ciertas palabras pueden o no ser tomadas inocentemente. Siendo poco suspicaces, es posible afirmar que estos versos adelantan lo que vendrá con las historias de Cardenio y compañía, hasta llegar a Leandra. Es decir, cuando aún el libro no se ha poblado de fábulas que se montan unas sobre otras, que dialogan y se alteran, que se dicen entre sí, ya tenemos una versión condensada de lo que será el tono de la vivencia amorosa en la novela. Sus líneas definitorias ya están presentes en estos versos, que prefiguran los sonetos que leeremos después de manos de, por ejemplo, Cardenio y Lotario. Las relaciones entre amor, sufrimiento y muerte se irán tensando y aflojando con el correr de las páginas. (En el caso de Cardenio y la carta que encuentran don Quijote y Sancho -capítulo XXIII, página 215-, el planteo es el mismo, que luego se desarrollará bajo diversas formas).
Pero si buscamos en el poema no sólo una relación textual, sino también una clave que roza lo ultra-textual, como una especie de guiño al lector, podemos encontrarla en ciertas palabras como cogote y azote. La primera se relaciona directamente con la “trágica” historia de Cardenio (si el libro no se nutriese de nuevas voces, es decir de aquello que me dedico a buscar, el adjetivo no merecería las comillas). Cardenio ve su propio derrumbe a través de una ventana, estirando el cuello, y este dato ha sido leído (a partir de la profesora Parodi) como puerta para una interpretación (la del libro como una reelaboración de lo religioso) y para un posible inter-texto entre las historias. El cogote, en esta doble entrada, es sinónimo de religión, pues en ambos casos se trata de religar (la cabeza con el cuerpo, Cristo con la humanidad, el entendimiento y la voluntad) y es también símbolo de la dificultad e imposibilidad de don Quijote (y de Cardenio, a quien él todavía no conoce pero parece poder escribir) para el amor.
La palabra azote también puede leerse como la anunciación de una aventura para la que aún falta mucho: la de los disciplinantes. El texto se pliega hacia adelante poniendo en entredicho el supuesto lugar de enunciación.
Otro ejemplo de esta misteriosa forma de intervención es la que encontramos en el capítulo IV (página 50), cuando, defendiendo a Andrés, don Quijote dice: “(…) si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo”. Sorpresa: don Quijote refiriéndose al rompimiento de cueros como falta ya compensada (es decir: como falta a compensar), antes de interponer entre él y otros cueros de vino la leyenda de un gigante.
Siempre que se habla del texto mismo, estamos frente a un desplazamiento: o de las condiciones de tal enunciación (¿cómo ese personaje puede haber dicho eso?) o de algún otro enunciado (que es aquel sobre el que se ha dicho algo) que ahora nos vemos obligados a complementar, a matizar; a, en términos de perspectivismo, completar.
Otro ejemplo muy importante de discursos que se ven obligados a convivir juntos en una misma realidad es el de Grisóstomo y Marcela. El texto parece ser unívoco en cuanto a la caracterización de Marcela: un hombre muerto y muchos vivos hablan de su maldad. Sin embargo, Marcela aparece y su palabra se enfrenta a la voz que venimos leyendo. Este es el primer momento que en el Quijote (ignorando la disputa entre don Quijote y Sancho por la bacía, cuyo tono es superficial y enfático) sentimos que hay dos realidades (verbales) a nuestra disposición, y sentimos tambalear la primera (la masculina) al irrumpir la segunda.
Las voces pueden relacionarse de distinta manera. No es igual la tensión que hay entre la palabra de Marcela y la de Grisóstomo (o la que se genera entre don Quijote y Sancho, en el capítulo XXXVII, página 385, cuando discuten porque Sancho súbitamente ha adoptado una posición más emparentada con la realidad y sostiene que el líquido es vino, y no sangre de gigante, y que el manteamiento no fue un encantamiento) a la relación de la historia de Cardenio con El curioso impertinente. Por momentos las voces forman un coro, que puede ser más o menos disonante (el caso de Grisóstomo y Marcela; el del baciyelmo; el retrato de Dulcinea que elaboran conjuntamente don Quijote y Sancho); en otras ocasiones la relación es de acompañamiento, de reelaboración (la relación entre Cardenio y Anselmo, y entre Fernando y Lotario, como los que dejan un lugar y los que lo ocupan; la versión que da Andrés sobre la intromisión de don Quijote).
Tomemos la situación que elaboran Andrés por un lado y don Quijote por otro. Esta aventura queda suspendida durante más de veinticinco capítulos (entre el IV y el XXXI), hasta que en la página 316 el joven encuentra a don Quijote en un camino y le cuenta cómo terminó aquel día. Lo interesante es que además de contarle a don Quijote su desdicha, nos la cuenta a nosotros. En el capítulo IV el relato va por cuenta del narrador. Ahora, él toma su voz y cuenta la historia desde su punto de vista: Andrés hace ver lo incompleto que había quedado el libro, y suple esa falta con un nuevo corte, un nuevo ángulo que se proyecta sobre una realidad siempre fragmentada y heterogénea. Este es un movimiento que se repite: en Marcela, en Dorotea (cuya historia enlaza, en un vértice, con la de Cardenio), en don Luis: la necesidad de los personajes de contar su historia en primera persona. E incluso en el cura, cuando (capítulo XLVII, página 491) recuerda y le comenta al canónigo el escrutinio de la biblioteca. Lo sorprendente y gratificante es cómo un acontecimiento que creíamos cerrado, y con la consistencia de un objeto (el escrutinio), imprevistamente es revisado por uno de sus responsables. Y esta narración funciona siempre como una recapitulación de la experiencia, y toda recapitulación trae consigo un matiz, un énfasis, una diferencia, y recién ahora nos enteramos de que para el cura había en los libros de caballería una cosa buena (luego veremos cuál). Esto reformula el escrutinio y, si se quiere, todo el libro; y lo mismo puede plantearse con todas las instancias que retocan lo que parecía cerrado, inamovible. Este es el encanto de las voces.

Pero si no se puede contar en primera persona, se cuenta en tercera. El cura es quien articula relatos y modela la realidad de los otros. Se ve claramente su acción en la comedia de la princesa Micomicona. Aquí es él quien pone la cabeza (y Dorotea pone el cuerpo, en la óptica religioso-apofática) al servicio de alumbrar ciertas zonas de la realidad que cree convenientes. El cura es una de las grandes imágenes de autor. (La otra es el ventero, en quien ahora nos centraremos). Como autor, su voz es sobresaliente y modela la trama. Tiene un estatuto –justamente, una autoridad- que convierte su voluntad y su ingenio en la dirección misma de lo que sucede. Él está por fuera del coro; dirige. (La superposición de la figura del cura con la de Cervantes también es visible en el capítulo XLVII, página 491, en la charla que tiene con el canónigo, al estar de acuerdo con éste en su crítica de las novelas de caballería). Y en el momento de la entrada del hermano del cautivo, el oidor, esto se repite: “Ya os digo –respondió el cura- que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos” (capítulo XLII, página 442). ¿No parece Cervantes quien habla, cuando recordamos la evolución de las historias de Cardenio, Dorotea, Fernando y Luscinda? El arte de las historias intercaladas tiene como fin el contento generalizado. Y estas intervenciones, las que parecen ser emitidas desde el lugar de autor, pueden explicarse naturalmente a partir de la trama, o no (en el caso del ventero).
Si pensamos que buena parte del libro se desarrolla en la venta, la metáfora es obvia: libro-venta, autor-ventero. La venta es el espacio, además, de la interpretación (como el libro), donde las palabras pesan más que la realidad, donde la realidad es más que nunca proyectada por las palabras. La multiplicidad de historias narradas, rememoradas y proyectadas hacia el futuro (el bautismo de Zoraida-María, por ejemplo) hacen del lugar un símil del laboratorio de escritura del Quijote, un núcleo que contiene las distintas fábulas bajo la mano del cura (la comedia de la princesa Micomicona no ha terminado; el encuentro entre hermanos tiene que ser articulado) y del ventero, quien auspicia el espacio donde las historias circulan: “de este modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en la mitad de este caos, máquina y laberinto de cosas (…)” (capítulo XLV, página 470).
Una vez apuntado esto, quisiera subrayar, del parlamento del ventero que reproduje al comienzo, las palabras molino, frailecicos y ovejas. ¿Desde dónde puede un personaje, que no ha salido de su espacio cerrado, mencionar tres aventuras de las de don Quijote? Se podría pensar que, quizá, esta lectura fuerza lo dicho por el personaje. Sin embargo, Dorotea acota (capítulo XXXII, página 324): “Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quijote”. Es decir, el conocimiento del personaje del ventero es de una dimensión que escapa a su estatuto como tal. Y no sólo eso: ¿cómo puede Dorotea hacer una acotación tan pertinente, si ella no ha podido presenciar, ni oír, estas aventuras? A lo que voy es a que ya son dos, en esta escena, los personajes que tambalean en tanto personajes, quiero decir, en tanto ristras de palabras (es la definición de personaje que da Stevenson), pues sus palabras no les pertenecen o les pertenecen de un modo extraño, artificial, ultra-textual. Es una posición de atalaya, de trascendencia con respecto a sí mismos como mera literatura. Esto ya lo hemos visto en el escrutinio de la biblioteca (capítulo VI) cuando el cura y el barbero encuentran La Galatea y automáticamente se postula su ambivalencia, como personajes del texto y como personajes también de la realidad. La diferencia es que ahora, estos personajes, en la venta, se refieren, desde su posición ambivalente, no al mundo (“Miguel de Cervantes, más versado en desdichas que en versos…”) sino a la ficción que los alberga dentro del mundo, en su relación con el mundo (“la segunda parte de don Quijote”: el libro y su afuera).
La venta es también el escenario en el que se resuelven las tensiones que hemos ido oyendo en boca de los distintos personajes. El arribo de Fernando y Luscinda abre la puerta a la solución de los distintos dramas. Es interesante señalar que en este momento (capítulo XXXVI, páginas 376-377) hay un pasaje: se pasa (los personajes pasan) de narrar el pasado, de enunciar una verdad, a ponerse en manos del narrador, del presente y del futuro. Es decir que estos personajes dejarán de contar para empezar a ser contados, para empezar a vivir.
Otros personajes reaparecen sorpresivamente y se confirman, en esa reaparición, como personajes propios del texto, ausentes durante muchas páginas pero a la vez formando parte del cosmos que plantea el libro. Cuando reaparecen, es para tomar la palabra. Hemos visto el caso de Andrés y el caso del cura (cuando relata lo que fue el escrutinio para él). Hay otro personaje que aparece por segunda vez cuando ya lo creíamos fuera del libro, y cuando aparece es para, por primera vez, hablar: “¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes!” (capítulo XLIV, página 463). El barbero dueño de la bacía recibe de Sancho un golpe y éstas palabras: “mi señor don Quijote ganó estos despojos en buena guerra”. Este personaje toma la palabra y es golpeado por la pareja de protagonistas: lo mismo le había sucedido a Andrés, quién tuvo que salir corriendo antes de que don Quijote lo atacase. Esta repetición permite aventurar la hipótesis de la reticencia con que los protagonistas asisten a una novela polifónica cuando las otras voces no acuerdan con la suya propia. De hecho, en muchos pasajes del libro la gracia consiste en la reacción desaforada de don Quijote ante las disidencias. Cuando don Quijote, en el discurso de la Edad Dorada, rememora ese pasado, también podemos pensar que se está refiriendo a la vieja estructura de las historias, en las que el héroe no tenía que lidiar con otros hombres ni con el narrador (quien oscila entre sus acuerdos y desacuerdos con don Quijote), es decir, no tenía que someterse constantemente a una construcción dialógica. Don Quijote quiere ser un héroe que ya no es posible ser, en una época de hierro en la que el sentido ya no es único.
Según hemos visto, la venta (y, más ampliamente, Sierra Morena) es el espacio heterogéneo, fragmentado, polifónico. Bien: en el capítulo XLVII (página 492) el cura (no olvidemos: figura de autor, figura de Cervantes) rescata lo que considera bueno de las historias de caballerías: que en ellas, por su materia, un buen entendimiento podía mostrarse “épico, lírico, trágico, cómico”. Ya no hay encubrimiento. El cura, un Cervantes alegórico, critica las novelas de caballerías (lo que sabemos que hacía el autor del libro) pero rescata que en ellas un buen entendimiento puede explayarse a su gusto. Este es un nuevo momento en el que un personaje, ya muy claramente, opina con una voz que le da una categoría especial.
Otra voz que podemos llamar extraordinaria es la voz de la traducción. El personaje aquí es el renegado que comparte la prisión con el cautivo, en África. La traducción es una voz especial porque descifra una realidad encriptada. Si nos fijamos en que, en 1605, traducir se decía volver (“en Toledo, roguéle me volviese esos cartapacios”), podemos deducir que la realidad a traducir está, en un principio, más allá. Y la realidad que en este caso está más allá es la de Zoraida. La traducción integra una realidad e integra un personaje. La voz del renegado ensancha la novela a partir de un saber específico. En esto también podemos ver rasgos de autoridad, de creación literaria, como en el caso del ventero y del cura.
Éste, sobre el final (capítulo XLVIII, página 495), en su conversación con el canónigo, parece alejarse del texto y, en perspectiva, trazar un mapa de la novela en la que participa. Enojado con los libros de caballerías se pregunta si hay mayor disparate que el que plantean tales relatos. Y dice: “¿Y qué [disparate] mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona?”. A primera vista, ya podemos identificar al viejo valiente con don Quijote, al mozo cobarde con Sancho, al rey ganapán con el ventero (quien arma, paródicamente, caballero al protagonista) y a la princesa fregona con Dulcinea. En su última conversación acerca de libros de caballería, el cura plantea el Quijote, lo cierra y caracteriza los personajes de la trama.
Todos estos personajes han estado, como hemos visto, hablando, planteando, reformulando y auspiciando (en el capítulo LII, página 529, el ama y la sobrina ya saben que se verán sin su amo y tío apenas tenga una mejoría) la trama misma del libro que les da vida. Sin embargo, el libro no es sólo voces. El libro, si es un mundo (y con el Quijote intuimos que lo es), es también silencio, soledad y misterio. Tenemos esta sensación también en el capítulo LII, página 527, cuando leemos: “En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y el barbero, don Quijote y Panza y el bueno de Rocinante (…)”. Las voces se pierden, reverberan, y su rumor es también el Quijote.

[1] de Cervantes, Miguel, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, 2004.