jueves, agosto 11, 2005

Las ciudades

Repongo este cuento, levemente retocado, porque me gusta y por una coincidencia literaria o poética: lo escribí el año pasado, durante el invierno, poco después de leer Cicatrices, de Saer. Creo que se nota la influencia de la estética saeriana en el interés, en el cuento, por la percepción y por “lo real”. Por supuesto, la imagen a partir de la cual se construyeron las oraciones es propia, y es del verano. Ese carácter estival es fundamental en lo que intenté desentrañar, y al escribirlo el verano tomó dimensiones cada vez más extremas. La coincidencia, que el lector no habrá encontrado, fue la que descubrí hoy, más de un año después, cuando en un estudio sobre Saer descubro que el querido Juanjo alguna vez (Nadie nada nunca) llamó a febrero “mes irreal”.

Tengo en la mano un libro, y es como si cada tanto levantase la vista. Estoy en enero. Hay pocos autos. Me estoy yendo a mi casa. Cuando voy hacia el libro veo unos signos a veces más, a veces menos borrosos. Por ahora son sólo unas páginas excelentes. Sería un libro de enero, como enero y para enero, y así lo estaría leyendo, y así resuena, como una necesidad más que como una realidad. Hay un par de personajes deambulando y apareciendo en un lugar o en una máquina, que no se entiende bien qué es. Es de un autor argentino (se puede leer, lo sé, pero además, para reafirmar su nacionalidad, nombra muchos lugares, sobre todo europeos y del litoral, del campo “donde son todos drogadictos”) que no me circunda físicamente, es decir que no creo, que no podría concebir que esté en ninguna de estas manzanas aledañas que no puedo borrar de la realidad. El libro es gris, de tapa blanda, y el título está en blanco o en negro. Cuando los signos se hacen visibles puedo avanzar en una historia cerebral que presiento inexistente. Unos ingleses que vienen a la Patagonia, unas mujeres borrachas y un matón, un coreano, de quien se habla en un hotel. Está repleto de sinsentidos y metáforas. Una de estas últimas, que me había encantado (primero la había salteado como a un sinsentido) es una frase entera, entre dos puntos, aislada, separada, independiente. Volví a releerla (como lo hago sobre todo, como estoy haciendo ahora) y me encontré con la frase que recordaría de la noche. Era una imagen sobre un casino, y decía que la gente ahí metida era como insectos a la deriva en ese reflejo artificial (me olvidé un adjetivo) de la vida. La releí dos veces más. Me llamó la atención que estuviese, a su manera, separada del texto y sin ninguna introducción. Era una frase perdida y egoísta (“de la pasión y de la vida”, era) que sin el resto del texto se volvía inentendible y sin sentido, pero que entonces brillaba más, brillaba sola. El reflejo artificial de la pasión y de la vida, era, el mundo leve y presente de los signos del recuerdo, el mundo repetido de quemar el recuerdo. Ahora avanzo pero freno, el aire corre hacia el lado del río, en la misma dirección en que vienen los colectivos. Dejo un dedo marcando la página. Apenas he vuelto de unas vacaciones insufribles, y la ciudad es una vez más hermosa. Es angustiante, pero es hermosa, o sólo por eso. Hoy llovió y se huele fresco. Una línea de luces municipales ilumina las copas de los árboles volviéndolas amarillentas. Los semáforos (miro hacia la izquierda) se repiten dulce, artística, rigurosamente. Vengo de la casa de sus tíos. Conocí a su madre. En el libro, lo que sería el protagonista vive en las pampas y es estrábico. Es un hombre como yo, pero yo fui operado a los cinco años. Es un hombre de mar con los ojos bizcos puestos en algún punto del océano, y la puta es del sur, de Río Negro (de Río Negro en serio). El asfalto se dibuja húmedo, muy negro, sinuoso. Ella también es rionegrina, pero su madre no. El aire corre que es una locura. Nos despedimos bien, pienso. Me insiste en que no usa perfume. Rarísima la cosa: estoy en la parada, habíamos cenado, salimos a caminar, me bajó a abrir, caminé tres cuadras en esta ciudad renovada. Estaba suavecita hoy. Tenía muy suaves las piernas, la piel muy tensa, le tocaba los muslos y sonreía. Hace tiempo que no tenía los muslos tan suaves, tan lindos, blancos, un poco dorados. ¿Quién es ella? ¿De dónde vino? No quiso besarme delante del portero (tengo veintitrés años, ella diecinueve). La ciudad está tan dormida como viva y animada. Ella estará dormida respirando por la boca. Parece que me quiere. En el libro (pensé o viví ese cuento una de las noches que la tenía; yo creo que sabiéndolo, estaba viviendo mi futuro, o esperándolo) el tiempo es como si no pasase, como si cada cuarto de la máquina siguiese sugiriendo una temporalidad distinta, el deseo o el límite del tipo que la escribió. De repente hay un espacio, o nada, una mancha blanca, y los signos son retomados por otra mano, una mano de un tercero que no se sabe de dónde sale, aunque sea el mismo. Ahora, si levantaba la vista, también, una escena desierta propia de ajenos, una escena expropiada. En esta calle nunca nadie esperó nada, nadie estuvo, me parece. Soy el perfecto ausente en presencia, leyendo, veo todas las ventanas ciegas, todos los balcones callados en un silencio prolongado. Es el silencio del libro y de ella, la chica, boca arriba, que se prolonga en los meses que van siguiendo. Es el silencio del verano que me atrapa especialmente porque he vuelto hace poco. Nos reencontramos, la beso, se deja tocar. Veo su pelo más claro y su cara con más color. Estamos en un colectivo, después de más de cuarenta días. Está blandita, linda. Estamos en mi casa vacía, bajo el colchón de mi cama marinera, nos tiramos. Nos duchamos. Nos vamos a la mañana apurados, pasan los precisos días, la veo hoy. La llamo esta tarde. Cuando la encuentro (estoy en la calle) la escucho contenta al final de la línea, y me invita a cenar con su madre. Me da la dirección. No entiendo cómo esas calles se cruzan, quizás en el brillo triste de enero… Se cruzaban pero al final, ya muriendo sobre una plaza y una escuela, me entero a la noche. Llueve mucho, una de esas noches tropicales, llego con los anteojos que no me dejan ver y parece que me han estado esperando, aunque la madre aún es joven y porteña y no hay problemas. Nos deja solos en el cuarto (no es su cuarto, ella no vive ahí, es un cuarto nuevo y arreglado; la disfruto particularmente) hasta que llega la comida. La madre es porteña y joven, nos hacemos cómplices, la pasamos por encima en cuestiones de ubicación y avenidas preferidas. Volvemos al cuarto y parte de la suavidad se evapora. Antes de bajar a caminar, y después de que la madre se acuesta, manchamos el sillón del living (es lujoso) con algo de sexo. La otra rionegrina nunca ha salido (no parece querer) de un hotel en Avenida de Mayo, la otra rionegrina estaba borracha y hambrienta pidiendo por Fuyita. Aquí ya no llueve. Me molestaría no estar en cualquier otro lado, pero ella es ella y vamos caminando para arriba, alejándonos de los lagos. Es verano, cada vez más claramente, cuando elegimos una gaseosa y refrescamos unos pasos de baile frente a la boca del subterráneo. La diferencia es de algunas horas, ahora me fui y he tenido que esforzarme para cambiar dinero y el tiempo se enfría. Pasan algunos taxis con las farolas rojas encendidas. Nadie aparece en el hotel, ni en la ciudad, el autor ha decidido narrar otros cuartos, otros hospitales, desiertos, luces. El sistema de signos se infla hasta explotar, ya no son sólo Fuyita y la rionegrina. Se expande. Los paisanos que se quedan paralíticos de tanto meterse al agua, el Museo, las grabaciones clandestinas de hace años. Era, pienso hoy, el recinto, el tablero negro, blanco, amarillo, rojo, que se repite absorto. Lo difícil fue, es y será el presente, lo prosaico, la verdad directa. ¿Qué hubiera dicho yo ese día? Vacilo y levanto la vista hacia el tablero, hacia el juego comenzado. Miro hacia la izquierda. El asfalto negro y el juego de esquinas, el juego de todos, en la sombra, con las luces encima. Parece que se ha ido. Yo sigo en mi escenario acentuado, el pasado acentuado y enfático. No me importa. Mientras espero, se acentúa. Los semáforos tejen y destejen una manta transparente. El viento se humedece y enciende. Ella duerme boca arriba y ahora, a la distancia, la veo. Ella está como pensando en mí, como pintando de azul y negro las dos noches repartidas nuestras. Ella siempre pintaba: rojo, colorado, rosado. Y después venía yo. Está tapada y destapada, hace ruido con las fosas nasales. La boca mira al techo, quizás un poco abierta. Hay una música tan silenciosa que no se escucha nada, posiblemente sólo las hojas golpeándose. Y a partir de ahí, dejando de escribir, trato de entender pero ya está muy lejos, perdida en el tiempo. Podría escribir (y la lectura es el que lee que parece tan muerto o vivo como el que escribe y lo encuentra) e intentar y ahí adentro postular o inventar otra cosa y evitaría algo de todo esto, pero enseguida, y si llegara a concretarse, sería insuficiente. Millones de razones para embarcarse de nuevo, sin descanso, impostergables. Todas estúpidas y sin embargo necesarias. Porque ella no quería ser detenida. Tampoco quería, aunque yo sé que tembló, la consecuencia: ser escrita. Ella, hace un rato, me baja a abrir, y sube. Salgo, me doy vuelta (no le di la espalda todavía) y la miro que me mira. Sabe, la guacha. Pero si además de recordar pienso, no mucho más, sino sólo un poco más, yo estoy contento de irme, de dejarla atrás. Yo estoy contento de ir leyendo y buscar cambio y sentarme en el borde de un auto. Salgo y descubro una escuela, y el parque. Miro hacia arriba los edificios ricos en la noche iluminada. Es terrible, porque está ansiosa por vivir y lo va a hacer. Lo sé. No lo entiendo ni tiene ninguna consecuencia, pero lo sé. Una vez me dijo que se quería quedar despierta, que no le importaba no dormir. Pero fue otra noche, puede ser.