jueves, julio 14, 2005

El comienzo de Diciembre

El comienzo de diciembre marcaba siempre para Lalo el comienzo de una gran ficción. El término final de los años, el espacio vacío donde todo se confunde, significaba en él una lenta pero decidida vuelta a un imaginario que con la vida se le había asentado en algún lugar de la visión. Cada nuevo año lo que le sucedía mezclaba el sabor endulzado de su vida pasada, decía él, con la vida que, cambiando, aún era pasible de ser traducida a tales viejas formas. Ese angustioso tiempo fijo le parecía de una belleza indescriptible. Era la puesta escenográfica, hecha de trazos y colores justos y perfectos, de el comienzo de su vida. Lalo situaba este comienzo más o menos en sus diecinueve o veinte años, en el cuadrado recortado de las calles Dorrego, Santa Fe, Canning, y Córdoba.
Cómo contar, cómo estructurar ese caleidoscopio, complejo como el de una población, apenas le importaba. Cuando era el momento se dejaba abrazar por ese bosque móvil en el tiempo e inmóvil en el espacio. La calle Gorriti, cruzar Juan B. Justo tratando de mirar lo más posible los terraplenes y doblar en Serrano, hablar de las mujeres que empezaba a conocer. ¿Cómo contar eso? Sin motivos concretos, ya hacía años que a los cuatro vientos gritaba:
- En Buenos Aires los veranos son perfectos: bicicletas, porros y amigos.
Y eso que él llamaba “veranos” eran dos o tres recuerdos indelebles, únicos, quistes de angustia alegre que en su momento le habían dado la impresión de salir a un mundo nuevo. Cierta tarde en que, imprevistamente en lo de Nico, se encontró con un nuevo plano de la tarde posible. En la casa del pasaje (que hoy ya no alquila) el anfitrión y Ernesto quemaban velas marihuaneras, escuchaban reggae. Esa noche había un recital inmenso en Vélez de un grupo californiano. Se estaban entonando para el debut de la pepa en sus vidas. Entré y, creo, nunca había estado en esa casa habiendo luz natural. El techo de chapa verde nos dejaba nadando en una claridad opaca, en una idea de ciudad naciente y atemporal. Ernesto y Nico flotaban en la realidad, y formaban parte de ella. Era la época de lo que tiempo después se calcula como inocencia. Lalo comenzaba a mirar la realidad con cierta alegría, cierta atmósfera femenina que se plegaba una y otra vez sobre el sustrato gris. Todos los cruces de las vías que dan a Juan B. Justo eran fuentes de felicidad, pepitas de oro.
- Si se pudiese ser invisible, yo caminaría por acá.
Eso decía mirando el fondo de las torres más exquisitas de la ciudad, sobre el turbio escenario de las casas tomadas y la vagancia perdida entre taxis y las casas tomadas. Caminar absorto en el silencio desierto de los oasis ferroviarios, chupando el cáliz solar.
Realmente no había acción, sólo el falso momento presente del aire con lluvia a un día, el extremo sabor a pared de casa. Una noche se pegó como idiota al parlante, era Mick susurrándole a las generaciones, y se desesperaba de no poder ser eso. Los chabones se enorgullecían (u orgulloseaban) de cuánto porro fumaban, patético. Era una esfera a veces patética. Se compró dos camisas. Llamó a Mariela, que vivía en lo desconocido, atrás de Warnes, y por primera vez sintió una tarde dándole vueltas por el cuerpo: una tarde gris, de nubes que no importaban, o que importaban para bien (como en Londres). Llegó y los co-madrijim se despidieron haciendo bromas. Era esa una nave sentimental, aunque con ella no le pasara nada. Miraban videos y franeleaban hasta que el padre de ella llegaba y bajaban a cenar, él distendidísimo y juguetón, ella tensa. Se tomaba el 15 de vuelta a su casa. Preparando un viaje, en busca de artículos de montaña, viviendo en el cemento veteado de Canning. Pasó Nico en un auto y no le vio las rastas. Todos en el Uruguay, en la terminal empedrada de Buquebus, lamiendo el oro secreto de la ciudad. Él tomaba Corrientes en Chacarita, Shoyjoy se sumaba en Juan B. Justo, El Náufrago en Angel Gallardo, Slatcha en Lavalleja, Dami en Callao, y bajaban hasta el fondo, los diques, la noche casi siempre vacía, y tomaban helado, llegando sobre la angustiante hora de cierre, para volver por Córdoba juntitos y enloquecidos, toreando colectivos. Luego la escisión. Córdoba se abría en Angel Gallardo como el mundo en dos mitades, y algunos, o todos, se iban para la izquierda, para las tierras del centro, y él a la derecha, estoicamente. Paraban en la gasolinera que divide, se bajaban unos minutos.
El juego se dejaba mostrar con el tiempo.
Si se pudiese atravesar el calor y volar a diez metros, agarrar un excedente de lo que el día dejaba. Las mujeres abrían sus piernas, creo, y dejaban el perfume austero en el aire. Estuvo girando por San Telmo con Claribel, cuarenta y dos, ciudadana de Miami, argentina. Subieron al delicado loft sobre Chile, chocaron, sin entenderlo, le chupaba la pija y besaba sin lengua. No te vayas, no te vayas, decía y susurraba la pintora del financista. Esperando el 152 en Paseo Colón, loco por contarle a los pibes, comentaba con ella el suceso contravencional sobre la magnífica avenida Independencia. Claribel querida, después pagó un telo en el infinito encierro de Congreso. Buenos Aires se definía, desde ese lugar, porque la cúpula verde del parlamente era visible bajo el agua de todas las duchas de la zona. Tomarse encima una Coca en pelotas, sobre el plástico cortante de los vasos, rentada por las acciones de Jimmy, pasar la tarde suave y rajar a Constitución, a Mar del Plata, a ver navidad desde el tren y contarle a los pibes. Los suburbios pobres y sus cuotas de pólvora, el brindis con las familias de la clase turista, el caño en el baño con el compañero súbito. A veces el tren frena en el medio del campo. Bajaban y apenas el vagón se movía había que subir, enseguida porque a los diez segundos ya iba rápido. Riéndose asustados se empujaban, porque el peligro de quedar abajo existía. En Mar del plata (donde cinco días al año regían estas leyes) todo, para Lalo, era caminar, comer engolosinado, fumar. Salían por separado, dos grupos, y las noches con su ir y venir constante los juntaba y los dividía, y a veces Lalo quedaba milagrosamente solo, y pelaba una tuca y tocaba la guitarra. Hasta que caían todos o algunos y la noche se rearmaba, buscaban comida y todo volvía a empezar. Cinco días y el último día del año volvían a la ciudad. Esa noche la fiesta era larga, se cruzaba gente antigua y el sol del próximo año llegaba con su carga de tiempo. Por eso y por los petardos no se podía usar ojotas, como correspondería a toda época de ficción, sino zapatillas y pantalón largo de una tela que al tiempo estaría rota y podrida o gastada. El 168 lo devolvía a la cama, porque todavía no se estilaba caminar como locos hasta el sol del mediodía. Esa noche reverberaba en barrios multiplicados, y un par de semanas duraba la explosión.
En vez de Mariela Lalo podía prenderse de otra, e intentar estacionar viendo. Magdalena, la del reciente y tardío debut, confesora de promiscuos veranos. Habían entrado en el cuartito de ella, en Punta Mogotes, y ni la luz se le ocurrió apagar del susto. Luego la rotura del profiláctico. Lalo dormí, se decía, se rogaba mientras ya veía una parrilla de luz sobre la pared. Magdalena era morocha, oscura, cristiana. Una chica dispuesta a proponerle su departamentito alquilado con dos amigas (que se quedaron con los pibes, buscando) en Punta Mogotes, a abrazarlo para dormir y a ubicar su culo en el miembro de Lalo. Después resultó ser algo así como la mejor amiga de una conocida, que viendo fotos se habrá enterado de que Lalo era o había sido virgen. Magdalena, abanderada discursiva, para Lalo, de lo erótico anal. Tenés bastante información, le dijo, con la luz amarilla del techo prendida, al flaco que con alucinada intriga veía una cercana penetración hacia sus pies. En Mar del Plata los pibes se obligaban a no ir sólo al casino, con lo cual la hora fijada para poder empezar lo que de cierta forma era la verdadera noche era las dos de la mañana. Helados, cualquier cosa hacía pasar el tiempo con el fondo de playa. Se balanceaban, Lalo y sus amigos, en una peatonal lunática revuelta con polvo cósmico, de estrellas. Un fast-food cerrado sobre la peatonal había facilitado el debut de Lalo, de hecho. Cartas sobre servilletas resbalosas con estampilla de tuco certificado. Un abordaje lento. Un primer beso frente al amanecer azul de la Bristol. Y a las dos marchaban distraídamente rumbo al mar, al casino, arriba los valientes y abajo los modestos. Una fiebre los embargaba. Salían contándose los saldos y armando un porro, que con escala en el departamento (el departamento de la abuela de Lalo, además) se hacía churros en una ventanilla para servicio nocturno. Lalo y sus amigos amaban a ese hombre, fuese siempre el mismo o cambiase. Sumaban con dificultad la distribución de las variables: chocolate, dulce de leche o crema pastelera. De vuelta en el departamento Slatcha preparaba café (de existir, con una tuca entre los dedos) y medio sumergidos se iban a dormir. Quizás el hecho capital, la parada del 168 de Zapiola y Lacroze: ahí había pasado el liviano tiempo de la adolescencia, a metros de una lujosa rotisería y casa de comidas para llevar. Ahí le había robado el punga, ahí despedía a los amigos que poblaban el sionismo de Villa Crespo, ahí llegaba en el drama de los domingos horribles. Como el infinito, los cambios la mantenían inalterable, y a lo lejos, si se encontraba de paso en otro país, Lalo la recordaba linda, como sus televisores usados y sus cajones de verdura, en la única realidad posible de Colegiales. Realidad que se desplazaba con su eje de calles Matienzo y Jorge Newbery, donde hay plazas y baldíos donde ver el atardecer, hacia Dorrego con el punto límite del Mercado. Ya eso se hacía zona de Juliet. Juliet era muy importante en la ficción y había sido alguna vez importante para la realidad. Rubia, celestes los ojos, dueña de una personalidad nada maternal y de unas tetas inmaculadas. Hablaba con lo lánguido del lenguaje salvo cuando se reía, y uno de los sueños más perfectos era éste: verla desperezarse en un colchón comodísimo, entre sábanas blancas y plumas de ganso. La luz, limpia, entrando en la mañana, en un piso paquete de ventanales amplios. Se le verían la cara, el pelo, los dos brazos y la espalda. Sería una gatita, una cachorra felina. Vivía (como hoy mismo) en una casa en la calle J. A. Cabrera. Allá solía recibir amigas, tomar el helado de frutas más caro de la ciudad y tocar la flauta. Podía ser un barrio en el cielo. La miraría con un café con leche de color perfecto, cuyo vapor se haría ver al pasar cerca del rayo, sentado en una cómoda silla de mimbre y acomodando las patas flexionadas en un mueble. Ella, con lo poco importante que era, tomaría un té liviano en una taza redonda y blanca, aún recostada, mientras afuera en la ciudad todos los hombres vivirían escenas parecidas con mujeres no tan hermosas. Un barrio como el verdadero, en las orillas del ser. Lalo veía crecer proyectos gastronómicos y niños limpiaparabrisas como en un sueño, como en el tiempo. La calle era vertiginosa y pronto llegaba el cruce de vías. La sombra de los sauces muertos que era invisible. Juliet siempre quedaba del otro lado de la puerta, blindada, pero como dato era menor. Ya subir la cuesta del paso a nivel, bajarla, oprimir la luz que tapaba las casas sin enfrente, era Juliet. Por eso, y por cosas más graves, entiendo, se ha dicho que los significantes quedan y los significados pasan. Ella era lo que la rodeaba, los lugares en los que no aparecería de casualidad junto a él, o donde en ese caso hablarían cinco minutos. Luego seguiría, él, en las sendas perdidas de los supermercados, del futuro, de la intriga de las amistades y del propio lugar.