viernes, mayo 27, 2005

Irak

Llegamos a Irak listos para pasarla bien. Yo había comprado en Buenos Aires dos cajas de forros, porque me habían dicho que en Irak era posible encontrar a las mejores, y más baratas, putas de todos los países circundantes. Una verdadera ganga, me adelanté. Y al aterrizar en Bagdad, al ver ese espectáculo soberbio que puede ser una verdadera y auténtica invasión, pude divisar entre el humo fantasmal tres casas de putas que, en todos los idiomas europeos, convocaban a los joviales soldados invasores.
El hotel era un conjunto de casonas, muy bien custodiado. Yo ya había pedido, un poco por la embajada iraquí en Buenos Aires y otro poco por la misión diplomática argentina en Bagdad, y hasta exigido, que las condiciones fuesen las adecuadas para el uso normal de los lentes de contacto. Esto es, desde el agua dulce corriente, hasta toallas que no desprendan pelusas, todo. No hubo ningún problema, y después de acomodar las cosas en mi habitación me di una ducha y decidí salir a dar una vuelta.
Pregunté, como siempre, si el desayuno se podía a extender hasta las once (sería impensable levantarme antes de las diez y media, fue mi argumento) y me dijeron, como en todo buen hotel que se precie, que si bien eso era tema de la cocina, sin ningún problema podrían, en caso negativo, servirme el desayuno en la habitación.
Bagdad no era como la recordaba. Las sirenas reemplazaban a las llamadas que antaño convocaban a reuniones religiosas. Las baldosas estaban destrozadas, y quizá había llovido últimamente, pues al pisar ciertos bloques de loza un chorrito de agua sucia se disparaba sobre mis tobillos, mojándome las medias. Otro pensamiento recurrente: éste de decir “ah, éstas medias son las que tenía puestas ayer, cuando fui a Callao a comprar los regalos”. Discos de tango, remeras de Boca, esas cosas.

Hay una pregunta que todos nos hacemos… el olor a humo, al que no vengo acostumbrado, me hace sentir mal, me siento un poco incómodo, la verdad. Diviso, entre dos filas de iraquíes salidos de un cuento inglés, una Danish Bakery. Mi gente, que está siempre presente. Entro. Los precios son en dólares (como si los dólares no se comprasen) para soldados, bebedores de Opium Beer, enviados de Dios, proxenetas, belgas aburridos, duques de Brahmaputra y periodistas. Me acomodo en mi sector, mientras tres brasileños comentan algo y se matan de risa excluyéndonos al resto. La última vez que bebí cerveza en Asia había sido en Bangkok, antes de la crisis financiera. Recuerdo que la cerveza tailandesa era, aún con la moneda sin devaluar, de las más baratas del mundo.

(continuará)