viernes, mayo 20, 2005

Microcuento del fumigador

Un segundo después de despertarme, la puerta volvió a golpearse. Era el fumigador. El portero lo acompañaba. Era lunes por la mañana, yo no trabajaba (había una festividad judía), y contesté rápidamente que sí. Levantado, me puse la ropa y avisé que ya estaba por abrirles.
Mi vida oscilaba entre tantas cosas.
Un mes antes yo estaba en el Uruguay, afrontando el disfrute de la vida con una mujer. Un paisaje sin obligaciones, musts. Cuatro días, hotel, río. Ahora, nueve y media de la mañana, yo afirmaba:
-Mosquitas, chiquitas.
Con énfasis, oh lector, semántico y morfológico.
Hace tan poco que vivo aquí. Lo más sorprendente han sido, en realidad, dos hechos. La velocidad con la que trabaja el calefón, una. Dos: la fumigación casi seca, inodora, inofensiva hacia los alimentos.
-La banana trae esas moscas, la manzana también, en casa yo le pongo algo encima pero, la banana trae esas mosquitas.
Ricardo, el portero, debe ser en el fondo un gran hombre. Tiene algo de chico, de niño, en la cara. Su esposa es gorda y tiene un lunar como un bigote circular. Él, me dijeron unas vecinitas, tiene un trato de libertad con su esposa. Cada uno puede hacer lo que quiera mientras el otro no lo vea. Ricardo les confesó a estas vecinitas que se curtió a una mina del edificio. ¿Cuál? preguntamos todos. Una que ya se fue, dice, pero, obvio, desconfío de eso.
Antes, el fumigador venía solo. ¿Por qué lo acompañará Ricardo ahora? Quizás la inseguridad, la poca lucidez de la mañana. Mucha gente habrá perdido esta fumigación por estar en el laburo, y ellos la pagaron también. Como yo pagué la última y me la perdí, y en dos meses tuve más moscas que nunca.
La fumigación avanza. En el baño hay ciertamente menos moscas. Soñé con ellas, con estas minas tan duras, con esta distancia.