Aranguren no me quiere
Podía ser excelente. Empezar a ver a Flor, salir con ella, olvidarme de todo un poco, ir con ella a las clases, besarla mucho, besarla en el patio, verla a Trinidad y besarla más. En la primera clase del año, a la primera oportunidad, Flor, menos linda y menos naif.
Ni yo recuerdo cómo era, pero Trinidad había sido conquistada por mí hacia septiembre del año anterior. En esa época todos nos quedábamos medio flotando como insectos tontos alrededor de un líquido viscoso a la salida de las clases. Ella era sensacional. Siempre parecía abierta e incierta. Y se me había ido poniendo a tiro, dejando afuera el limbo de mujeres demasiado buenas e imposibles, limbo habitado en algunos casos y frecuentado en otros, pero siempre por mujeres del tono de Trinidad.
Trinidad era una hoja en el viento, me di cuenta pronto. Pero no tenía por qué pensar que me había caído a mí: ahora y para siempre era mía, mi primera mujer (la primera que había abierto mi nombre). Algún día quizás, si yo tenía ganas, la dejaría. Y aunque por momentos hubiese estado bien dejarla, en realidad siempre era lo más estúpido. Pero por eso podía llegar de la mano con Flor, mostrarme en el patio, y eso equivaldría, muy cercanamente, a un corte mío. Ahora te dejo yo. Ahora yo. Maravilloso. Porque, sea dicho, las escenas tristes se repetían durante ya varios meses, volviendo a los lugares, repitiendo palabras anacrónicas ya violentas. Nadie me rechazó tanto en el mundo como Trinidad. Verla un día ya sin ningún hechizo. Después no poder imaginarla en todos esos lugares míos en los que se estremecía, tensa como una almendra y guapa, y líquida como una gota de perfume. Verla con otro, verla vestida con una ropa que yo no conocía. Eso era una locura de muy mal gusto. Perderla podían ser doscientas, quinientas, mil páginas. Podía estar escribiendo el primero de varios tomos. Pero conseguirla habían sido unas tres páginas, tenerla diez, quizás veinte. Si las palabras son valijas, ahora mi vida era una valija de lo que había sido mi vida con Trinidad. ¿Dónde iba a conseguir otra Trinidad? Creo que ya no me animaba a cruzar la avenida Santa Fe y dar una vuelta por el botánico, parque que había rotado como todo, incluso lo que no había tenido nada que ver con ella. Pero sí, ahí, en el mismo rincón, dos veces, casi el principio y casi al final, nos habíamos echado hora, hora y media. Por la entrada de Santa Fe, a la derecha. Casi nunca teníamos a nadie cerca. Ahora era yo el que no se acercaba, ironía. Antipolos por todos lados, horribles negocios y colectivos en los que ella había estado. Yo ya no lo soportaba, tenía que entrar o mirar esos asientos u horriblemente sentirla en su nuevo barrio, en el que Andrés la visitaba. Pero un día, en el verano, una fecha como decir cuatro de febrero, antes de que se fuese por segunda vez en tres meses a Río Negro, a su casa, y pensase que lo mejor era, realmente, dejarme (estar sin mí), habíamos compartido, me había abierto, su barrio, su casa de los próximos dos años. Yo pagaba para volver a esos días, no para estar con ella, sino para saber cómo era yo (infeliz, pero cómo) cuando ella quería a ese yo mío. En su living lleno de polvo y vacío nos desnudamos mal, y quizás haya estado bien que esa fuese la última vez. Después, en abril, una vez, yo había llorado por ella quizás lo suficiente para confundirnos por unas horas en las que volví a ese barrio (que estaba bien convertido en el antipolo mater, es decir, heroica vuelta) y a ese pubis frondoso y celestial. Lloró ella entonces, y me fui sabiendo que había sido ésa la última.
La primera vez también había dormido sola. Yo me bajé después de ese colectivo que nos devolvió del cine, me acuerdo, yo vivo más lejos. La besé y el chofer casi la parte al medio cuando le cerró la puerta sobre el cuerpo. Se bajó mientras yo la recordaba y lo disfrutaba, viéndola diseminarse en la calle. El trayecto a casa fue de lo mejor. Despegarme de ella, ver algo más: era lo más fácil.
Cierta vez en que no quería verla me interrumpió (me lo dijo ella después, como una nena) la siesta siete veces para invitarme a su casa. Que se recuerda aún llena de primos rionegrinos o chubutenses, como un interesante campo de batalla, antes de que todo se hubiese transformado en un vasto mundo de recuerdos irreconocibles, análogo a su pieza blanca y compartida. Sos hermosa, le dije, y era en serio, antes de entrar al Gaumont, en la primera cita. Pero hermosa es sólo una palabra, entonces y siempre, incluso en abril, y la cuestión era desglosar, ampliar, resumir.
-Hay dos acepciones. Una es total, profunda, digamos.
-Y la otra es chamuyo.
-No, la otra es la inmediata. Yo te conozco poco, pero ahora sos increíblemente hermosa. Del líquido viscoso y multitudinario a la salida de las clases no quedaba nada. Yo tenía derecho sobre su espalda y su cintura. En Cipolletti los cielos son increíbles, de mil colores, ojalá los vieras.
Mi padre me había dado, en recompensa por hacerle unos pagos en el banco, dos entradas para una función especial, un preestreno. Mientras esperábamos a que se hiciera la hora, ahí estábamos. No recuerdo mucho. Nos paramos y yo me quería morir un poco menos que siempre. Trinidad tenía una piel como una flor. La película fue un video-clip de dos horas, estándar. En los avances me preguntó por F., una amiga que yo había mencionado dos veces. F. se había quedado en Madrid y ya estaba todo terminado, pero no sé cuánto le debo. Cuando la película terminó se dejó caer sobre el respaldo de la butaca, flexionó las piernas levantando los pies y me tomó el brazo izquierdo, enredándolo con sus manos, su piel de flor y la remera rojísima que llevaba puesta. Parecía una nena, y camino al colectivo comentó que estaba un poco loca. Volviendo por Callao (rodando, en todo caso, sería unos meses después) me crucé con Martín que se iba a encontrar con Malena por su tercer aniversario. Ahí quizás yo me puse un poco loco. La miré y pensé en que esa fuese la primera de mil y pico de noches, como Martín y Malena. No se lo dije nunca. Nos tomamos el colectivo y al día siguiente teníamos una clase a la que llegué tarde. Estaba sentada entre Luciana y Andrés. La miré, me miró y sonrió. Tenía puesto un jersey como de felpa, azul, con capucha, con pequeños motivos marrones. Después nos besamos delante de todos, en los asientos del patio. Una ronda, estaban Santi, Andy, Malena, Damiana, Luciana. Llegó ella con la remera roja de la noche del cine (resultó que tenía varias). Nos miramos fugazmente y se acercó con una sonrisa tensa y contenta, enmarcando mi maxilar inferior derecho con su palma suave. En esos momentos la boca se le hacía más en forma de rombo, imperceptiblemente porno, con el firulete del labio superior apenas más pronunciado. El sol le deschavaba, en el brazo, finísimos pelitos rubios. Y tenía unas ojeras tan raras que no la afeaban. Unos pocos días después yo ya tenía ganas de llamar a una morena que había conocido en mi último fin de semana antes de. Fuimos a desayunar un miércoles (nunca más fuimos a desayunar) y se lo dije y ella me dijo que hiciera lo que quisiese. Ese día le empecé a gustar más. Tratamos de estudiar, pero no pudimos. A los cuatro días fuimos a lo de Luciana. Todas tenían buenas notas, pero yo estaba al límite de tener que recursar. Habremos estado ahí tres horas, incluso practicando pasos de baile, y nos fuimos y nos sentamos en una plaza asfixiante.
A los pocos días terminamos por una extraña decisión mía que no quería tomar. Fue sin querer. Verla era inútil. Vos me gustás, quiero conocerte, dijo. Antes de bajar en el ascensor ya estaba arrepentido, atontado y preguntándome cómo podía tener de vuelta esos libros que le había prestado de cara a la eternidad, casi. Habían sido exactamente diecisiete días. Cuando la llamé se mostró fría, igual que con mi letanía en bar de Belgrano. Al día siguiente, apenas la besé (me había sacado de la ronda, sobre el fin de clases) sentí que quería besar a otra mujer. Volví a la ronda pero ya no quedaba nadie. No la vi en tres días, en los que besé a otra mujer. Finalmente la vi el domingo y la pasamos bien. Pasarla bien era ir a toda velocidad a quince centímetros del suelo. La estructura era: ir a algún lugar (yo la pasaba a buscar o nos encontrábamos directamente), vagar un rato (nunca el cine, o un concierto), volver juntos a su casa, y luego irme. Ella bajaba a abrirme y yo le decía, según la ocasión, la pasé muy bien o nada. Decirle lo primero era hermoso, porque yo nunca jamás mentía. Nos poníamos contentos (ella contenta es hermosa) y yo me iba: en la parada del colectivo la felicidad era total. En el siguiente encuentro vagamos por una costa de la zona norte, y al siguiente nos fuimos a Chascomús. Era noviembre, y había que ver mi resfrío. Pedimos agua caliente en un almacén. Nos sentamos bajo el casi único árbol en la plaza más desierta del verso único y fumamos el primero de nuestros tres o cuatro porros juntos. (¿Pero sucedió todo esto?). Después de un par de horas nos levantamos para ir a buscar una pensión. La dueña era una vieja que tenía un ojo irritado como un flan, reventado por la presión. Será posible, me dije mirando la frescura de mi chica. Aceptamos la habitación. Era entre oscura y luminosa, un poco húmeda, perfecta. Nos tiramos sobre la frazada entumecida, destrozados por las horas al sol y la intensidad del porro, y al rato empezamos a hacer el amor. Ella quería, así que empezamos. Ya estábamos desnudos. Ella tenía algo de irreconocible, siempre preparada para vivirlo todo. Estaba como toda roja, y la pasó mucho menos mal que yo. Nos duchamos y volvimos a la calle principal. El domingo estuvimos en La Plata y a las siete de la tarde (ya era casi verano) nos despedimos en la esquina de Retiro. Sos muy mujer, le dije, no te preocupes. En el colectivo pensé que estaba con una chica increíble.
Muchas veces, después de vagar, o lo que fuese, y antes (si no nos habíamos ido hasta los telos de Congreso) de ir a su casa, la establecida colonia patagónica en la que la habían aceptado y en la que invariablemente estaba inhibida, pasábamos un rato en la placita. Era aburridísimo. No era raro que yo bostezase. Nos sentábamos en las gradas de empedrado, de espaldas a los bares. Ella no tenía nunca miedo de que le robaran la cartera. La dejaba ahí mientras nos besábamos. Ustedes los porteños están podridos, me decía. Y nunca le robaron nada conmigo (sí más tarde en el sur, pero ahí ya no era “mía”, por lo tanto tenía razón). Una vez en La Boca se quiso meter en un callejón de las vías del tren. Estás loca, le dije. Nosotros deberíamos vivir en La Boca, en esos monoblocks amarillos. Que entre el sol, de mañana, de tarde. Empezar ambos a tomar mate, esa yerba podrida, y hacer bien el amor. Vivir a galletitas de agua y armar la cama muy poco, le dije. Vivir en un piso diez, para ver sólo las pelusitas que se elevan de las sábanas. Seguimos caminando por Almirante Brown hasta el Riachuelo. En La Boca no se robaba, parecía un desierto. Nos sentamos un minuto a ver las fábricas de Avellaneda y fue a buscar cambio a la boletería de un barco-restaurante. Estaba hermosa, parecía una nena. Luego volvió y había bajado el sol así que nos fuimos en un colectivo hasta su casa. El colectivo estaba desierto, nos sentamos atrás. Nos acariciamos debajo de la ropa. Ella tenía un aliento y una voz raros. Eran raros, como si hubiese un exceso de brillo en todo ese lugar, las barandas, los espejos y las vigas. Los asientos estaban muy secos, y el piso sucio, pero no había llovido. El colectivo agarró Güemes, finalmente, y nos bajamos. Esa noche cené con mi vieja y mi hermano, y volví a verla creo que un jueves, o miércoles. Tomamos juntos una clase de baile. Ella fue con un pantalón ajustado, que me pareció nuevo, y una camiseta estrecha que le quedaba muy bien. El cuerpo que estaba adentro podía, me pareció, ser de cualquiera. Pero en verdad para nada se me ocurrió eso, en ese lugar. Conocer su ropa era la consecuencia obvia y necesaria de estar con ella, fui asumiendo, y sentirme desubicado al respecto, una tontería. Aprendía rápido. Se me ocurrió proponerle una rutina, ir a tomar clases todos los viernes. Mientras no viviésemos, o no viviese yo, en La Boca, o cuando viviese. Podía ser interesante.
Al tiempito vino la madre, de visita. Cenamos empanadas. Fueron esos días en el medio de sus dos viajes. Cuando paró de llover la llevé a Trini a dar un paseo y a mostrarle lo que iba a ser mi nuevo hogar, no lejos de donde ella estaba viviendo provisoriamente con su madre. Nos quedamos como un minuto viendo el portal. Me di cuenta de que siempre era un poco más baja que lo que yo pensaba. Pero era una noche muy húmeda, y el pelo se le inflaba, parecía una leona o un peluche humano, perdida en el mágico orden de las ciudades. Me preguntó si iba a vivir ahí, y le dije que sí, que cuando consiguiese un poco más de plata sí. Sonrió y me preguntó algo. Ese lugar era algo tan ajeno para ella como para mí (no era en La Boca). Unas barandas que remarcaban un desnivel sobre algunas piedras negras y una puerta de vidrio, iluminada. Repetí su nombre en voz baja pero audible, como si ella no estuviese (sólo porque ella estaba, no como después, dentro de lo aceptable), caminamos un poco y nos sentamos en el borde de una ventana. Le dije de Entre Ríos y ella me contestó que había venido a buscar departamento. Una semana, supongo, y me vuelvo a ir, dijo (y yo no me he ido de Buenos Aires en todo este tiempo). A metros de nuestro diálogo, un gato bajaba y subía de un árbol. Sería la una. Hacía calor pero estaba fresco. El gato tenía miedo; subía y bajaba como buscando algo y maullando. Y por dónde estás buscando, pregunté. A los pocos días, un mediodía, me llevó a conocer el departamento de Aranguren. Ésta es mi casa, dijo alegremente con las llaves en la mano. Habíamos comprado forros y una botella de gaseosa que guardé, vacía y sin razón evidente, poco menos de un mes. Los forros estuvieron intactos hasta abril. Subimos hasta el quinto, y uno más por escalera. Abrió la persiana (tenía una remera de manga corta) y el sol invadió una habitación seca y vacía. Trinidad nunca pudo haber estado conmigo. Le di un beso. Me mostró el baño y la cocina. Hay que arreglar algunas cosas, dijo. Se iba esa tarde con Luciana, Damiana y su madre. Febrero puede ser tan irreal, cuando quiere. Teníamos ambos la piel pegajosa, endurecida por la humedad. Trini parecía un bambi desubicado y triste. Van a ser veintiocho días. Los otros fueron cuarenta, dije. Me contestó que le parecían más los que venían. Que no fuese mejor a la estación. No me pareció importante. Le saqué una sonrisa con alguna anticipada palabra de San Valentín. Lo pasaría con Damiana en algún lago. Yo lo pasaría con ella. Último gesto a propósito de la facultad de ser penetrada, sonrisa tímida engordando los labios y menudeando el cuerpo. Adiós (ella tenía el pelo revuelto, desplegado, lindísimo).
Llegó marzo, y de mis tetas ni noticia. Febrero había estado real, después de todo. Estudiando, no demasiado. Cuando se acercó la fecha, mi análisis sobre su silencio era nulo. Finalmente me llamó el martes a las siete. Ayer pasé por tu casa, dije. En serio, qué lástima, escuché, y evidentemente conservaba sus facultades fundamentales. ¿La habré penetrado, con esa concesión telefónica? ¿O estaba fingiendo? Se podía entrar, sentí, así como sentí que ella decidía todo y hacía lo que quería, extrañamente. Cuando al día siguiente la vi (esto va a ser muy raro, dijo al abrazarme) le conté. Anteayer fui a tu casa. Te extrañé estos tres días. Llamé a Cipolletti el domingo, tu hermana me dijo que ya te habías ido, no me llamabas. Fui a tu casa, tarde, no había nadie. No te dejé ningún mensaje. Por qué no me llamaste, no sé. No sabía si estabas. Ella me miraba sentada desde atrás de sus rodillas. Y como respuesta, como una verdad que se pone sobre la mesa y hace que todas las demás verdades se esfumen, unas palabras muy parecidas a éstas, no tengo ganas de darte un beso. Aranguren de mierda, pensé cuando salí. Me fui a dormir en el mismo barrio, a una casa cercana. Los meses siguientes me desperté, ya fuese de la siesta o a la mañana, por partida doble y hasta séxtuple, cuando la vi bajar en mayo con Andrés de ese bar en el que habíamos estado explicándonos nuestros cumpleaños, vestida con una campera de jean que no recuerdo y llevándose ese nombre aquiescente a otro lugar sin paz.
Ni yo recuerdo cómo era, pero Trinidad había sido conquistada por mí hacia septiembre del año anterior. En esa época todos nos quedábamos medio flotando como insectos tontos alrededor de un líquido viscoso a la salida de las clases. Ella era sensacional. Siempre parecía abierta e incierta. Y se me había ido poniendo a tiro, dejando afuera el limbo de mujeres demasiado buenas e imposibles, limbo habitado en algunos casos y frecuentado en otros, pero siempre por mujeres del tono de Trinidad.
Trinidad era una hoja en el viento, me di cuenta pronto. Pero no tenía por qué pensar que me había caído a mí: ahora y para siempre era mía, mi primera mujer (la primera que había abierto mi nombre). Algún día quizás, si yo tenía ganas, la dejaría. Y aunque por momentos hubiese estado bien dejarla, en realidad siempre era lo más estúpido. Pero por eso podía llegar de la mano con Flor, mostrarme en el patio, y eso equivaldría, muy cercanamente, a un corte mío. Ahora te dejo yo. Ahora yo. Maravilloso. Porque, sea dicho, las escenas tristes se repetían durante ya varios meses, volviendo a los lugares, repitiendo palabras anacrónicas ya violentas. Nadie me rechazó tanto en el mundo como Trinidad. Verla un día ya sin ningún hechizo. Después no poder imaginarla en todos esos lugares míos en los que se estremecía, tensa como una almendra y guapa, y líquida como una gota de perfume. Verla con otro, verla vestida con una ropa que yo no conocía. Eso era una locura de muy mal gusto. Perderla podían ser doscientas, quinientas, mil páginas. Podía estar escribiendo el primero de varios tomos. Pero conseguirla habían sido unas tres páginas, tenerla diez, quizás veinte. Si las palabras son valijas, ahora mi vida era una valija de lo que había sido mi vida con Trinidad. ¿Dónde iba a conseguir otra Trinidad? Creo que ya no me animaba a cruzar la avenida Santa Fe y dar una vuelta por el botánico, parque que había rotado como todo, incluso lo que no había tenido nada que ver con ella. Pero sí, ahí, en el mismo rincón, dos veces, casi el principio y casi al final, nos habíamos echado hora, hora y media. Por la entrada de Santa Fe, a la derecha. Casi nunca teníamos a nadie cerca. Ahora era yo el que no se acercaba, ironía. Antipolos por todos lados, horribles negocios y colectivos en los que ella había estado. Yo ya no lo soportaba, tenía que entrar o mirar esos asientos u horriblemente sentirla en su nuevo barrio, en el que Andrés la visitaba. Pero un día, en el verano, una fecha como decir cuatro de febrero, antes de que se fuese por segunda vez en tres meses a Río Negro, a su casa, y pensase que lo mejor era, realmente, dejarme (estar sin mí), habíamos compartido, me había abierto, su barrio, su casa de los próximos dos años. Yo pagaba para volver a esos días, no para estar con ella, sino para saber cómo era yo (infeliz, pero cómo) cuando ella quería a ese yo mío. En su living lleno de polvo y vacío nos desnudamos mal, y quizás haya estado bien que esa fuese la última vez. Después, en abril, una vez, yo había llorado por ella quizás lo suficiente para confundirnos por unas horas en las que volví a ese barrio (que estaba bien convertido en el antipolo mater, es decir, heroica vuelta) y a ese pubis frondoso y celestial. Lloró ella entonces, y me fui sabiendo que había sido ésa la última.
La primera vez también había dormido sola. Yo me bajé después de ese colectivo que nos devolvió del cine, me acuerdo, yo vivo más lejos. La besé y el chofer casi la parte al medio cuando le cerró la puerta sobre el cuerpo. Se bajó mientras yo la recordaba y lo disfrutaba, viéndola diseminarse en la calle. El trayecto a casa fue de lo mejor. Despegarme de ella, ver algo más: era lo más fácil.
Cierta vez en que no quería verla me interrumpió (me lo dijo ella después, como una nena) la siesta siete veces para invitarme a su casa. Que se recuerda aún llena de primos rionegrinos o chubutenses, como un interesante campo de batalla, antes de que todo se hubiese transformado en un vasto mundo de recuerdos irreconocibles, análogo a su pieza blanca y compartida. Sos hermosa, le dije, y era en serio, antes de entrar al Gaumont, en la primera cita. Pero hermosa es sólo una palabra, entonces y siempre, incluso en abril, y la cuestión era desglosar, ampliar, resumir.
-Hay dos acepciones. Una es total, profunda, digamos.
-Y la otra es chamuyo.
-No, la otra es la inmediata. Yo te conozco poco, pero ahora sos increíblemente hermosa. Del líquido viscoso y multitudinario a la salida de las clases no quedaba nada. Yo tenía derecho sobre su espalda y su cintura. En Cipolletti los cielos son increíbles, de mil colores, ojalá los vieras.
Mi padre me había dado, en recompensa por hacerle unos pagos en el banco, dos entradas para una función especial, un preestreno. Mientras esperábamos a que se hiciera la hora, ahí estábamos. No recuerdo mucho. Nos paramos y yo me quería morir un poco menos que siempre. Trinidad tenía una piel como una flor. La película fue un video-clip de dos horas, estándar. En los avances me preguntó por F., una amiga que yo había mencionado dos veces. F. se había quedado en Madrid y ya estaba todo terminado, pero no sé cuánto le debo. Cuando la película terminó se dejó caer sobre el respaldo de la butaca, flexionó las piernas levantando los pies y me tomó el brazo izquierdo, enredándolo con sus manos, su piel de flor y la remera rojísima que llevaba puesta. Parecía una nena, y camino al colectivo comentó que estaba un poco loca. Volviendo por Callao (rodando, en todo caso, sería unos meses después) me crucé con Martín que se iba a encontrar con Malena por su tercer aniversario. Ahí quizás yo me puse un poco loco. La miré y pensé en que esa fuese la primera de mil y pico de noches, como Martín y Malena. No se lo dije nunca. Nos tomamos el colectivo y al día siguiente teníamos una clase a la que llegué tarde. Estaba sentada entre Luciana y Andrés. La miré, me miró y sonrió. Tenía puesto un jersey como de felpa, azul, con capucha, con pequeños motivos marrones. Después nos besamos delante de todos, en los asientos del patio. Una ronda, estaban Santi, Andy, Malena, Damiana, Luciana. Llegó ella con la remera roja de la noche del cine (resultó que tenía varias). Nos miramos fugazmente y se acercó con una sonrisa tensa y contenta, enmarcando mi maxilar inferior derecho con su palma suave. En esos momentos la boca se le hacía más en forma de rombo, imperceptiblemente porno, con el firulete del labio superior apenas más pronunciado. El sol le deschavaba, en el brazo, finísimos pelitos rubios. Y tenía unas ojeras tan raras que no la afeaban. Unos pocos días después yo ya tenía ganas de llamar a una morena que había conocido en mi último fin de semana antes de. Fuimos a desayunar un miércoles (nunca más fuimos a desayunar) y se lo dije y ella me dijo que hiciera lo que quisiese. Ese día le empecé a gustar más. Tratamos de estudiar, pero no pudimos. A los cuatro días fuimos a lo de Luciana. Todas tenían buenas notas, pero yo estaba al límite de tener que recursar. Habremos estado ahí tres horas, incluso practicando pasos de baile, y nos fuimos y nos sentamos en una plaza asfixiante.
A los pocos días terminamos por una extraña decisión mía que no quería tomar. Fue sin querer. Verla era inútil. Vos me gustás, quiero conocerte, dijo. Antes de bajar en el ascensor ya estaba arrepentido, atontado y preguntándome cómo podía tener de vuelta esos libros que le había prestado de cara a la eternidad, casi. Habían sido exactamente diecisiete días. Cuando la llamé se mostró fría, igual que con mi letanía en bar de Belgrano. Al día siguiente, apenas la besé (me había sacado de la ronda, sobre el fin de clases) sentí que quería besar a otra mujer. Volví a la ronda pero ya no quedaba nadie. No la vi en tres días, en los que besé a otra mujer. Finalmente la vi el domingo y la pasamos bien. Pasarla bien era ir a toda velocidad a quince centímetros del suelo. La estructura era: ir a algún lugar (yo la pasaba a buscar o nos encontrábamos directamente), vagar un rato (nunca el cine, o un concierto), volver juntos a su casa, y luego irme. Ella bajaba a abrirme y yo le decía, según la ocasión, la pasé muy bien o nada. Decirle lo primero era hermoso, porque yo nunca jamás mentía. Nos poníamos contentos (ella contenta es hermosa) y yo me iba: en la parada del colectivo la felicidad era total. En el siguiente encuentro vagamos por una costa de la zona norte, y al siguiente nos fuimos a Chascomús. Era noviembre, y había que ver mi resfrío. Pedimos agua caliente en un almacén. Nos sentamos bajo el casi único árbol en la plaza más desierta del verso único y fumamos el primero de nuestros tres o cuatro porros juntos. (¿Pero sucedió todo esto?). Después de un par de horas nos levantamos para ir a buscar una pensión. La dueña era una vieja que tenía un ojo irritado como un flan, reventado por la presión. Será posible, me dije mirando la frescura de mi chica. Aceptamos la habitación. Era entre oscura y luminosa, un poco húmeda, perfecta. Nos tiramos sobre la frazada entumecida, destrozados por las horas al sol y la intensidad del porro, y al rato empezamos a hacer el amor. Ella quería, así que empezamos. Ya estábamos desnudos. Ella tenía algo de irreconocible, siempre preparada para vivirlo todo. Estaba como toda roja, y la pasó mucho menos mal que yo. Nos duchamos y volvimos a la calle principal. El domingo estuvimos en La Plata y a las siete de la tarde (ya era casi verano) nos despedimos en la esquina de Retiro. Sos muy mujer, le dije, no te preocupes. En el colectivo pensé que estaba con una chica increíble.
Muchas veces, después de vagar, o lo que fuese, y antes (si no nos habíamos ido hasta los telos de Congreso) de ir a su casa, la establecida colonia patagónica en la que la habían aceptado y en la que invariablemente estaba inhibida, pasábamos un rato en la placita. Era aburridísimo. No era raro que yo bostezase. Nos sentábamos en las gradas de empedrado, de espaldas a los bares. Ella no tenía nunca miedo de que le robaran la cartera. La dejaba ahí mientras nos besábamos. Ustedes los porteños están podridos, me decía. Y nunca le robaron nada conmigo (sí más tarde en el sur, pero ahí ya no era “mía”, por lo tanto tenía razón). Una vez en La Boca se quiso meter en un callejón de las vías del tren. Estás loca, le dije. Nosotros deberíamos vivir en La Boca, en esos monoblocks amarillos. Que entre el sol, de mañana, de tarde. Empezar ambos a tomar mate, esa yerba podrida, y hacer bien el amor. Vivir a galletitas de agua y armar la cama muy poco, le dije. Vivir en un piso diez, para ver sólo las pelusitas que se elevan de las sábanas. Seguimos caminando por Almirante Brown hasta el Riachuelo. En La Boca no se robaba, parecía un desierto. Nos sentamos un minuto a ver las fábricas de Avellaneda y fue a buscar cambio a la boletería de un barco-restaurante. Estaba hermosa, parecía una nena. Luego volvió y había bajado el sol así que nos fuimos en un colectivo hasta su casa. El colectivo estaba desierto, nos sentamos atrás. Nos acariciamos debajo de la ropa. Ella tenía un aliento y una voz raros. Eran raros, como si hubiese un exceso de brillo en todo ese lugar, las barandas, los espejos y las vigas. Los asientos estaban muy secos, y el piso sucio, pero no había llovido. El colectivo agarró Güemes, finalmente, y nos bajamos. Esa noche cené con mi vieja y mi hermano, y volví a verla creo que un jueves, o miércoles. Tomamos juntos una clase de baile. Ella fue con un pantalón ajustado, que me pareció nuevo, y una camiseta estrecha que le quedaba muy bien. El cuerpo que estaba adentro podía, me pareció, ser de cualquiera. Pero en verdad para nada se me ocurrió eso, en ese lugar. Conocer su ropa era la consecuencia obvia y necesaria de estar con ella, fui asumiendo, y sentirme desubicado al respecto, una tontería. Aprendía rápido. Se me ocurrió proponerle una rutina, ir a tomar clases todos los viernes. Mientras no viviésemos, o no viviese yo, en La Boca, o cuando viviese. Podía ser interesante.
Al tiempito vino la madre, de visita. Cenamos empanadas. Fueron esos días en el medio de sus dos viajes. Cuando paró de llover la llevé a Trini a dar un paseo y a mostrarle lo que iba a ser mi nuevo hogar, no lejos de donde ella estaba viviendo provisoriamente con su madre. Nos quedamos como un minuto viendo el portal. Me di cuenta de que siempre era un poco más baja que lo que yo pensaba. Pero era una noche muy húmeda, y el pelo se le inflaba, parecía una leona o un peluche humano, perdida en el mágico orden de las ciudades. Me preguntó si iba a vivir ahí, y le dije que sí, que cuando consiguiese un poco más de plata sí. Sonrió y me preguntó algo. Ese lugar era algo tan ajeno para ella como para mí (no era en La Boca). Unas barandas que remarcaban un desnivel sobre algunas piedras negras y una puerta de vidrio, iluminada. Repetí su nombre en voz baja pero audible, como si ella no estuviese (sólo porque ella estaba, no como después, dentro de lo aceptable), caminamos un poco y nos sentamos en el borde de una ventana. Le dije de Entre Ríos y ella me contestó que había venido a buscar departamento. Una semana, supongo, y me vuelvo a ir, dijo (y yo no me he ido de Buenos Aires en todo este tiempo). A metros de nuestro diálogo, un gato bajaba y subía de un árbol. Sería la una. Hacía calor pero estaba fresco. El gato tenía miedo; subía y bajaba como buscando algo y maullando. Y por dónde estás buscando, pregunté. A los pocos días, un mediodía, me llevó a conocer el departamento de Aranguren. Ésta es mi casa, dijo alegremente con las llaves en la mano. Habíamos comprado forros y una botella de gaseosa que guardé, vacía y sin razón evidente, poco menos de un mes. Los forros estuvieron intactos hasta abril. Subimos hasta el quinto, y uno más por escalera. Abrió la persiana (tenía una remera de manga corta) y el sol invadió una habitación seca y vacía. Trinidad nunca pudo haber estado conmigo. Le di un beso. Me mostró el baño y la cocina. Hay que arreglar algunas cosas, dijo. Se iba esa tarde con Luciana, Damiana y su madre. Febrero puede ser tan irreal, cuando quiere. Teníamos ambos la piel pegajosa, endurecida por la humedad. Trini parecía un bambi desubicado y triste. Van a ser veintiocho días. Los otros fueron cuarenta, dije. Me contestó que le parecían más los que venían. Que no fuese mejor a la estación. No me pareció importante. Le saqué una sonrisa con alguna anticipada palabra de San Valentín. Lo pasaría con Damiana en algún lago. Yo lo pasaría con ella. Último gesto a propósito de la facultad de ser penetrada, sonrisa tímida engordando los labios y menudeando el cuerpo. Adiós (ella tenía el pelo revuelto, desplegado, lindísimo).
Llegó marzo, y de mis tetas ni noticia. Febrero había estado real, después de todo. Estudiando, no demasiado. Cuando se acercó la fecha, mi análisis sobre su silencio era nulo. Finalmente me llamó el martes a las siete. Ayer pasé por tu casa, dije. En serio, qué lástima, escuché, y evidentemente conservaba sus facultades fundamentales. ¿La habré penetrado, con esa concesión telefónica? ¿O estaba fingiendo? Se podía entrar, sentí, así como sentí que ella decidía todo y hacía lo que quería, extrañamente. Cuando al día siguiente la vi (esto va a ser muy raro, dijo al abrazarme) le conté. Anteayer fui a tu casa. Te extrañé estos tres días. Llamé a Cipolletti el domingo, tu hermana me dijo que ya te habías ido, no me llamabas. Fui a tu casa, tarde, no había nadie. No te dejé ningún mensaje. Por qué no me llamaste, no sé. No sabía si estabas. Ella me miraba sentada desde atrás de sus rodillas. Y como respuesta, como una verdad que se pone sobre la mesa y hace que todas las demás verdades se esfumen, unas palabras muy parecidas a éstas, no tengo ganas de darte un beso. Aranguren de mierda, pensé cuando salí. Me fui a dormir en el mismo barrio, a una casa cercana. Los meses siguientes me desperté, ya fuese de la siesta o a la mañana, por partida doble y hasta séxtuple, cuando la vi bajar en mayo con Andrés de ese bar en el que habíamos estado explicándonos nuestros cumpleaños, vestida con una campera de jean que no recuerdo y llevándose ese nombre aquiescente a otro lugar sin paz.