Reflexión a partir de un fragmento de "Cartas de mamá"
Leo el siguiente párrafo en la última página del cuento Cartas de mamá, de Julio Cortázar:
“Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.”
Cuando lo releo, descubro un juego, una sutileza temporal: Luis escribe “querida mamá”, después empieza de nuevo y escribe “mamá”. Hasta aquí, pretérito perfecto (empezó, escribió, tiró). Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. Y cuando levantó los ojos, acababa de escribir mamá.
La casa, la sensación de paranoia y encierro, aparecen como posteriores al comienzo y la corrección de la carta. Parece ser que es luego de la corrección que Luis experimenta la angustia.
Sin embargo, las secuencias temporales se superponen desde que prestamos atención a “(acababa de escribir: mamá)”. En realidad, la angustia, tirar el papel y empezar de nuevo son planos de un mismo momento.
Este artificio, esta forma de captar, codificar y representar (acaso siendo lo mismo) buena parte del sinfín de un instante, pero no condensándolo explícitamente sino al contrario, postulando una sucesión que en realidad se revela como una superposición, me presenta la siguiente pregunta: en la primera lectura que hice, en la cual no noté (no fui consciente de) la superposición que subyacía a la extensión aparentemente sucesiva, ¿cuál fue el efecto de estas palabras? ¿Qué impresión causaron? Más precisamente: ¿entendí, a pesar de no descubrirlo, que se trataba de un solo momento (contado dos veces) y no de dos?
La cuestión encierra la intriga sobre la relación que se tiene con el mundo y luego con la expresión específicamente artística, que de todas formas no debe regirse por leyes muy diferentes. La duda está en la relación entre experiencia y conciencia, en el carácter necesario o no de esta relación. Dejando al mundo de lado, y ocupándome sólo de ese pasaje, me pregunto si esa sensación de simultaneidad que el texto construye estuvo presente en mí aún cuando la maniobra pasó (y me estoy refiriendo nada más que a este breve fragmento) desapercibida.
Es mágico y tentador pensar que sí, que todo se reconstruye a partir de las impresiones de la lectura, y que, silenciosamente, nada se pierde. Esto implicaría decir que el arte siempre hace su trabajo, entendiendo su trabajo como la creación de mundos e imágenes, independientemente del grado de atención que pongamos en la lectura (se puede pensar en innumerables obras y maneras de aproximación; prefiero seguir pensando en el párrafo citado).
O se puede concebir la transmisión, la cópula de la palabra escrita con la palabra leída, como una operación caótica y fortuita, en la que para reconstruir la imagen (el sentido del mundo), que no será idéntica, hace falta otra cosa. En este caso, el esfuerzo y el placer de la relectura.
También es posible que el autor de esas líneas no se haya fijado en esto que llamó mi atención (escribir no tiene por qué ser una actividad intensamente intelectual) y que el acercamiento sea inconsciente desde la misma concepción de lo plasmado.
No tengo respuesta, pero la pregunta me sirve para lo siguiente: si la opción tentadora es acertada (si yo me figuré, ya en la primera lectura, la imagen del puño cerrándose y la de tirar el papel como una sola realidad) el gesto artístico es infalible, porque no hay nada que pueda ser controlado o negado. Y en esa infalibilidad, en esa obstinación, se produce y se encuentra un pequeño y modesto, pero incalculable, misterio de los del hombre y la palabra.
“Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.”
Cuando lo releo, descubro un juego, una sutileza temporal: Luis escribe “querida mamá”, después empieza de nuevo y escribe “mamá”. Hasta aquí, pretérito perfecto (empezó, escribió, tiró). Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. Y cuando levantó los ojos, acababa de escribir mamá.
La casa, la sensación de paranoia y encierro, aparecen como posteriores al comienzo y la corrección de la carta. Parece ser que es luego de la corrección que Luis experimenta la angustia.
Sin embargo, las secuencias temporales se superponen desde que prestamos atención a “(acababa de escribir: mamá)”. En realidad, la angustia, tirar el papel y empezar de nuevo son planos de un mismo momento.
Este artificio, esta forma de captar, codificar y representar (acaso siendo lo mismo) buena parte del sinfín de un instante, pero no condensándolo explícitamente sino al contrario, postulando una sucesión que en realidad se revela como una superposición, me presenta la siguiente pregunta: en la primera lectura que hice, en la cual no noté (no fui consciente de) la superposición que subyacía a la extensión aparentemente sucesiva, ¿cuál fue el efecto de estas palabras? ¿Qué impresión causaron? Más precisamente: ¿entendí, a pesar de no descubrirlo, que se trataba de un solo momento (contado dos veces) y no de dos?
La cuestión encierra la intriga sobre la relación que se tiene con el mundo y luego con la expresión específicamente artística, que de todas formas no debe regirse por leyes muy diferentes. La duda está en la relación entre experiencia y conciencia, en el carácter necesario o no de esta relación. Dejando al mundo de lado, y ocupándome sólo de ese pasaje, me pregunto si esa sensación de simultaneidad que el texto construye estuvo presente en mí aún cuando la maniobra pasó (y me estoy refiriendo nada más que a este breve fragmento) desapercibida.
Es mágico y tentador pensar que sí, que todo se reconstruye a partir de las impresiones de la lectura, y que, silenciosamente, nada se pierde. Esto implicaría decir que el arte siempre hace su trabajo, entendiendo su trabajo como la creación de mundos e imágenes, independientemente del grado de atención que pongamos en la lectura (se puede pensar en innumerables obras y maneras de aproximación; prefiero seguir pensando en el párrafo citado).
O se puede concebir la transmisión, la cópula de la palabra escrita con la palabra leída, como una operación caótica y fortuita, en la que para reconstruir la imagen (el sentido del mundo), que no será idéntica, hace falta otra cosa. En este caso, el esfuerzo y el placer de la relectura.
También es posible que el autor de esas líneas no se haya fijado en esto que llamó mi atención (escribir no tiene por qué ser una actividad intensamente intelectual) y que el acercamiento sea inconsciente desde la misma concepción de lo plasmado.
No tengo respuesta, pero la pregunta me sirve para lo siguiente: si la opción tentadora es acertada (si yo me figuré, ya en la primera lectura, la imagen del puño cerrándose y la de tirar el papel como una sola realidad) el gesto artístico es infalible, porque no hay nada que pueda ser controlado o negado. Y en esa infalibilidad, en esa obstinación, se produce y se encuentra un pequeño y modesto, pero incalculable, misterio de los del hombre y la palabra.