martes, agosto 02, 2005

La medialuna perfecta

Torpe ejercicio literario sería comenzar o hacer pasar el escrito entramado simbólico por la tediosa o acaso imposible descripción de una medialuna perfecta. Campo de interpretación apasionante, las bandejas de la panadería matizan las posibilidades del desayuno y la merienda, y con esto las de la mañana y tarde, y así las de los días.
Torpemente, como prometí, y en forma fragmentaria y más o menos vaga, iré ubicando los rasgos de la utópica medialuna, la que habita el arquetipo y luego en fechas especiales, lo que comprobarán construye una tautología, hace su rutilante aparición.
En primer lugar, siempre y en todo, el color. Aparte de los fluctuantes factores externos (iluminaciones específicas, iluminaciones generales, grados y posicionamiento de las estructuras subalternas circundantes, visibilidad) toda medialuna tiene un color. (Sé que esto no es cierto, pero nada lo es). O mejor un haz de colores, de texturas.
A cada palabra se hace presente la inevitable miseria de la traducción del pensamiento, o hasta del pensamiento. Sigo.
Hasta tal punto es indivisible el color de la textura que se hace claro que son todo uno, así como los sonidos y las notas musicales se diferencian apenas en la vibración, y ni siquiera en eso, sino en la cantidad de vibraciones (amigos músicos: pueden corregirme).
Como el signo lingüístico, la medialuna perfecta constituye un corte en las masas amorfas del pensamiento y del material histórico-biológico (allá sonido, acá textura-color). Ese corte sólo existe como negación, como oposición a todos los otros cortes, y en este momento es necesario volver, si es que alguna vez me he ido, a los circuitos de la erótica de clases.
Como buen ignorante, al fijar mi residencia en su sede actual de la calle Paraguay (Barrio Norte, “el sueño bombardeado de García y de Arlt”) busqué y comencé a frecuentar una panadería barata, de unos veinte centavos la factura que, adivinaron, siempre es medialuna. Me digné a que no fuese la Del Abuelo sino una más barrial, más de la resistencia, y me hice conocido de las chicas. Pasó el tiempo.
Una tarde de estrepitoso lujo me le atreví a Suevia, donde compran las mejores gentes del barrio. Sólo en ese liberal contexto de frígido entusiasmo fue posible concentrarme en lo que hoy, ahora, ya es social. Mi primer y auténtico descubrimiento fue que en realidad esta nueva panadería no es más cara, porque el mayor precio arrastra una mayor masa. Y como la masa es mejor que en la Panadería Cuchuflito… Acá no te ponen esos productos estiradores. Suevia es calidad.
Curiosamente o no, escribo esto en una época de desencantamiento, desde que las medialunas no me dan lo que necesito. Incluso el café con leche, salvo en la alta noche, no es lo que era. Esta página, de no ser la expresión un énfasis, podría en el futuro ser leída como en los comienzos del ensayo elegíaco.
Sin embargo, la territorialidad del significante (tengo entendido que es una región de Alemania) no oculta los flujos, reflujos y cortocircuitos de la mercancía. Siempre en nuestro objeto, en nuestro confín de hornos, harina y amaneceres, en nuestro complejo de relaciones limitadas e ideales, las condiciones de existencia son múltiples.
Yo quiero a mi mamá.
Si los otros cortes son los que fijan la experiencia de lo positivo, si comparar es conocer (y éste es el camino más miserable que conozco), iremos a por la “topía” de la palabra “utopía”: la parte superior de la medialuna, sin excepción, será tiernita. Nada de cristalizaciones sacarosas. Segunda y última medida represiva: elegir.