martes, septiembre 13, 2005

Lo fugitivo

En un cuento que me gusta muchísimo, el excelente Carpe diem de Abelardo Castillo (que fue escrito antes de que los bosques de Hollywood popularizasen la fórmula, vale aclarar) falta sin embargo un detalle. Es notorio, después de todo, que el autor haya olvidado lo que ella dice de un cuento en el día anecdótico en que casi todo transcurre. Están, aclaro, porque el autor no lo especifica, bordeando la “Floralis Genérica”, una inmensa flor metálica que se levanta en los bosques de Buenos Aires, y es ese mismo día –por eso lo aclaro. Lo que el autor omite es que ella menciona un cuento que está leyendo o que va a leer (es entendible, como última opción, que este dato haya sido borrado en pos de la caracterización del personaje, al que no conoce). A él, el personaje masculino, ese título se le graba y es inútil que alguien intente borrarlo, sacarlo de la lista de lecturas futuras, porque sería imposible. Si bien nada de esto está explicitado, es un título que él ha visto en un índice, y sabe en cuál, y sabe que no lo ha leído. Es uno de esos cuentos para el futuro, para cuando algo exterior marque el momento justo y la vida cambie, supersticiones a las que se le suma una referencia definitiva. Y porque ese día, el narrado, es arquetípico, múltiple e inaccesible es por lo que él también lo escribió. Las versiones son variadas y también apócrifas y se corresponden con teorías (históricas) de lecturas únicas.
Los signos auguran que ella menciona el libro y después se refiere (este verbo no podría ser de ella) a alguna otra cosa, y después se sientan. Todo transcurre en el mismo día, el que les es dado vivir en el presente pero pertenece, en la ficción, al pasado. Ella, sin embargo, difiere en su actitud de la que postula Castillo. Está menos feliz.
Esa tarde pasa rápido –en eso coincidimos. Por alguna razón los personajes van persiguiendo el sol a medida que se va y se llenan los parques de mosquitos. Se meten en unas calles ya pobladas (ahí es cuando el pueblo los ve juntos, podría decirse: el narrador) y llegan a una plaza. Ella, dice Castillo, es como la noche en las plazas, en algunas plazas, aclara.
Se hace de noche. Ella no ha cedido en nada durante el día, que confieso es el domingo de Pascuas, pero bien podría llamarse de la relajación femenina o algo así. Es una cuestión de orden: teóricamente ella llega en tren y directamente construye el anacronismo de buscarlo o dejarse buscar. En la realidad no, ella llega seca a la esquina del MALBA y el día se desarrolla en perfecta continuidad con la distancia que viene siendo. Ya es de noche y se despiden.
La historia de Castillo debe leerse al revés: esta interpretación está, explícita, en el afuera del texto. La verdadera imagen es que ella lo llama pocas horas después y allí está, en todo caso, el verdadero anacronismo. Ella lo llama (no él a ella) y él baja del colectivo en donde ella vive, en vez de hacerlo ella del tren. La gente del pueblo no está para ver, pero Castillo puede sentir claramente la mirada del lugar y su propia victoria.
Entonces sí ella “vino”. Sucede lo que sucede en el cuento: ella es libre pero sólo borrando la realidad, por lo menos del presente, o extremándola. Cito a Castillo, que lo explica mejor sin saberlo: “Trate de ver las cosas como las veía ella: ese día era posible a condición de no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a condición de que yo ni siquiera los buscara”. Se transforma en chica, en niña, pero sabe, este personaje, como siempre, lo que quiere.
El cuento termina perfectamente. Ella por supuesto (subrayado mío) encuentra la moneda, que tendremos que colocar y recoger después de la partida, antes de irse. ¿No es sensacional? Realismo puro, por supuesto. La moneda que apoyamos sobre la vía será otra cosa: un título. Uno se queda saludando con la mano mientras ella se va en el tren (digamos) y suponemos que, como nos dijo, nosotros no la vemos pero ella desde adentro sí. En el saludo indefinido vamos al índice y, después de desistir no menos de cinco veces porque aún no se alinearon los astros (de Aldebarán), lo leemos. Es ella. Aparece su nombre una única vez, en un cuento que también es un diálogo y lleva título de puerto ecuatoriano, que ella nombró y que ahora la nombra a ella: “[la chica que se parecía a las plazas o al nougat] nos sirvió café”. Es ella que saluda, ¿no? Y le gustaba el cielo porque está en todos lados.