jueves, septiembre 29, 2005

Irak (II)

(continúa)

Me mudé de mesa, al ventanal. El cristal de vidrios japoneses se ahorraba mucho del reflejo con el que mi bar de costumbre (el de Paraguay y Sánchez de Bustamante, frente al Hospital de Niños) me obstruye (me devuelve) la mirada. El viernes a la tarde en Irak es hermoso. Pelé el libro de Fogwill que ya había planeado leer y traté de distraerme en un segundo grado, ya que el hecho de haber volado era una distracción de por sí. Estaba como en un limbo cuando veo que en la calle un par de iraquíes se ponen a gritar como locos. Estiro mi cuellito para ver la esquina y resulta que había chocado un tanque con un viejo Chevrolet. Me acordé de Roger Rabbit, la película. De chico, cuando alquilaba el video, trataba de traducir el título y siempre me daba “engañar” por “to frame”, porque “framed” era “engañó”. Bueno, no. “To frame someone” es encuadrar, es meter en cuadro, es ligar a alguien con una situación con la que en realidad no tiene nada que ver.
El chofer del taxi movía las manos incesantemente, “american soldier, american soldier” le decía, “pagáme el arreglo”. Yo me reí, y por suerte nadie me escuchó. Me recliné en la silla y seguí dándole a la literatura argentina, ese planisferio universal y apodíctico. Recién empezaba a trabajar el lunes, y tenía pensado pelotudear jodidamente por lo menos hasta entonces. Llegó mi café con leche con medialunas, y como todas las veces en estos países el azúcar parecía ausente, al punto de que las medialunas eran un pan común. En fin, yo sabía a dónde venía, así que intenté relajarme y para no manchar el libro (que además de caros, los libros son pesados para transportar) seguí mirando por la ventana. Un rayito de sol traspasó el cielo nublado de Bagdad, y ahí mismo me felicité por lo que había hecho. De nuevo en la calle, pibe, dije. Me acordé automáticamente de una tarde barcelonesa en la que en un parque le manoteé a un italiano un libro que se titulaba Sulla strada de Kerouac y extrañado le pregunté por el título y el hombre del Véneto (todos los que pululan por Barcelona son del Véneto) me contestó “on the road”, con una sola erre. Mojé las insensibles medialunas en el café con leche y mi dicha no aterrizaba más. Los segundos pasaban, y creo que recién volví a todo lo mío dos minutos después.
Y con el aura, de repente, como dice el protagonista de Alta Fidelidad, ella. Una portuguesa que no podía ser, tomándose un ristretto que ni en la calle San Martín. Nos miramos tímidamente, e instantáneamente ella entendió que yo estaba solo. Yo creo que entendí lo mismo, porque como un toro me paré y haciéndome el boludo la encaré como quien no quiere la cosa. “¿Ginevra, te llamás?”. Ella era todo lo bueno de este mundo. Hincha del Benfica, estaba en Irak por una ONG. Y ahí nomás le empecé a poetizar nuestra visión de la ventana, le pinté un pastel cremoso hecho de los aceites más densos, cité a Fogwill, a Borges, a Poe, y cuando dije “Poe” ella me miró fascinada y me sonrió como si yo fuese su amigo.


A Martus, porque lo pidió, porque me sigue desde un octavo piso sobre Corrientes, y por otras cosas.