Pisar
Verde esmeralda…
La ventana (a la que alguna vez me asomé) da a un pasaje corto, que se ve como una diagonal muy cercana. Nos asomamos y yo vi cómo en la diagonal, a sesenta metros de distancia, los techos se superponían con el pasaje, lo tapaban, se veían, y el pasaje quedaba atrás aunque al final otra calle marcaba que, por la estación de servicio, era imposible que siguiese avanzando. En la estación se juntaba mucha gente a almorzar. Se dejaban los autos afuera, y organizaban todo alrededor de la televisión y las góndolas y del hombre que estaba atrás de lo que sería la barra. El recinto de la comida estaba rodeado por un vidrio que lo aislaba de la calle, y afuera, en la playa, también se solía ver gente circulando, yendo a pagar el tanque de nafta o algo que iban a comer. La ventana fue siempre muy silenciosa. Más acá, directamente abajo, están las tres esquinas (el pasaje dura una cuadra), y si de este lado hubiese dos esquinas como es lo normal, la puerta coincidiría bastante con lo que sería la esquina. En vez de eso, el edificio queda a mitad de cuadra.
En el piso, de madera, hay dos colchones de una plaza. Si hay peso en el medio, el peso suficiente, los colchones se abren y uno cae un poco. Tanto las sábanas como la colcha son de dos plazas, y así es como en poco tiempo se puede repetir el error varias veces. Los libros están contra la pared, en una parte ahuecada, unos contra otros, y los más leídos están sobre todos los demás. Yo no sé muy bien cuáles son los más leídos ahora, pero tengo una vaga idea. Tampoco sé si se relee. Se solían releer ciertos capítulos (de uno de los libros de juventud, especialmente lúdico) en particular. El espacio libre para transitar es angosto, el espacio entre los colchones y la pared. Hay pilas ordenadas de ropa, porque no todo entra en el armario, que funcionan como un adorno más. Siempre, en distintas situaciones femeninas me ha parecido lo mismo, quedan bien. Decía, se forma bajo la ventana un eje horizontal de libros, prendas, espejos, sábanas, todo resbala o parece resbalar en un mismo tono y ángulo, una misma forma de deslizarse.
Para el ascensor hay que bajar un piso por escaleras. Hay un ventiluz por el que, los días despejados, entran los rayos del sol. Podría inventar el resto: los escalones son de una piedra marrón, y la pared es blanca, irregular y puntiaguda, y se va mezclando con los colores y sombras de la escalera. La espalda se ve, zigzagueante, lo cual dura muy poco. Y adentro hay mucha más luz, y pares de zapatillas graciosas. El piso es seco y más tibio. Se reconocen ciertas cosas: un par de sandalias rojas, un almohadón blanco que estaba en la otra casa, un almohadón rojo y amarillo con pétalos elegido con muy buen gusto. Reina el silencio, y todo es muy gracioso, y es, parece, una gracia saturada. Hay un velador apagado, viento que entra de la terraza, dos días, y tres noches… Dos personas bajo una vela, escuchando Mind games y Love sin parar. Él llega sorprendido. Ella tiene un pantalón negro y una camiseta de mangas largas, de algodón. Se sienta en el piso, cruza las piernas y con los brazos arma una especie de cinturón mientras lo mira con cara de juguete perdido. Estaría mal si él no estuviese, el dato dice que él vino respondiendo a su llamado. Ya le dijo a la tarde que ya no siente por él nada de lo que sentía, aunque lo escucha y dice que siente ganas de tener ganas, pero que es algo que no se puede forzar. Él igual se siente bien porque está hablando con ella en un parque, y siente que es y son, por lo menos, el mismo pliegue de algo que desapareció. La acompaña y se despiden. Se va a su casa caminando. A las dos horas suena el teléfono y es ella, y va. En el colectivo pasa por el lugar en el que la despidió esa tarde. Baja a abrir. Vuelve a esas calles, que se le aparecen como el último lugar del mundo, respirando felicidad y venganza, y compra lo mismo en los mismos lugares. Ella está vestida muy simple, suben en silencio y cuando le abre la puerta y pasan no puede creer eso de estar solo con ella, sin invitados. Se sientan juntos, apaga las luces, prende una vela y vuelve. Por supuesto, como en los buenos viejos tiempos, cuando la alojaban sus primos en la otra casa y no se relajaba, no lleva corpiño. Él se encuentra con las zonas escritas de su cuerpo como un pulpo que encuentra y disuelve, destruyendo textos. Ella ya está llorando en el baño. Él mira un segundo por la ventana y va a esperarla al pasillo con los brazos cruzados. Va a ser la última. Ella ya había llorado antes de llamarlo, y cuando sale la mira pero no la encuentra… Veintiocho días antes hay gente hasta en la terraza, aún cuando el verano está en sus últimos días y no hace el calor que hacía. Ese lugar en el que se derretía todo ahora es noche, esquelético, frío, se siente después de un rato sentado a la mesa. Es el cumpleaños (no lo dije: alguna vez fuimos todos estudiantes de literatura y festejábamos cumpleaños). Ella y las amigas están en la cocina preparando pastas de colores. Vuela entre los invitados. Además de la terraza, hay una manta gigante en la sala y gente ahí también. Se ve la pieza, vacía. Parece que todo se hubiese suspendido definitivamente. Apenas poniendo un pie en la puerta (porque no habría, que justifique, razón social para entrar) ya se distingue todo lo lejano inminente, el poco espacio, la ventana y un fondo negro, las bolsas con regalos, la ropa más o menos ordenada, el calzado. La orina de los perros y el sentido, el recuerdo del verano sudando… Ella, en la tarde gris y tibia, tres días antes, conjuga el verbo infusionar, irrepetible, en medio de la devolución del libro. Pensando: ya es el último libro, también es último todo lo demás. Estamos sentados, en el piso, enfrentados. La luz que entra por la ventana muestra, tranquila, pesada, la sala. La quietud es total, nuestras caras no son lo que eran. Todo (muecas, palabras, miradas) arrasado por el río del tiempo. Salimos a la terraza, y bajo el cielo blanco infinito intento tocarla pero se arquea como una gata y celebra nuestra amistad. Quiere celebrarla, y quiere que la celebremos (yo, que caminaba sobre sus pechos). Sólo una mujer que sabe lo que quiere puede confundir lo que fue un sigiloso, y eficaz, acercamiento de mes y medio con una amistad. Mujer que cuando notaba otro ritmo en mi respiración, quiero decir, me preguntaba qué. Ahora se tropezaba. Lo entiendo perfectamente. No era nuevo lo de deambular de la sala a la pieza, de la terraza a la sala, sueltos. Mover el barrio había tenido consecuencias nefastas: la magia y la facilidad aliviaban el razonamiento. Todo lo que había que hacer era aprovechar las migas de una mudanza que terminó siendo más que un intencionado desliz estético. El determinismo geográfico aplicado a la ciudad en la pareja. Teoría de los barrios. De repente los trenes, quizás la cercanía de un nuevo hemisferio, a nosotros que más o menos nos habíamos conocido en una cierta posición geosocial, nos incomodaba. Ella, igual, ya jugaba de local, se había adaptado a todo lo nuevo. Vivía cada vez más lejos de mí, en un inexplicable mundo de colegios bilingües y confiterías tradicionales que teóricamente íbamos a descifrar entre los dos, y se arqueaba en la terraza cuando yo iba a tocarla como si eso fuese normal. Como si bajo ese cielo blanco eso fuese lo único posible. Claro que entonces me fui. Y cuando ya me había puesto las zapatillas, cuando fui a buscar el viejo abrazo, se hizo la boluda, primero, y después la apuré (sólo lo logro en mis momentos más dignos). Nos quedamos en silencio varios minutos. Transformada, caminamos hasta la pieza y nos sentamos en los dos colchones. La palabra era mía. Ella era como una pileta, densa y permeable. Sólo sé que hablaba como antes, miraba como antes. Acosté mi cabeza junto a los libros y jugué libre con sus hombros varios minutos. Intenté besarla. Claro que me importó muy poco no hacerlo. Bajamos, caminamos una cuadra y la dejé sola. En la esquina de la heladería.
Y ella lo corrige y lo abraza. Él la vio salir del ascensor, sonreír con una mano de la que se le caían las llaves, acariciarlo con una mirada a través del vidrio. Él no le da el mejor abrazo, caen brevemente contra la pared, se dirigen al ascensor. Hablan, no extrañados aún, en el ascensor y en la escalera, en la pequeña cocina y en la sala. Es la primera vez de noche en la casa. Ella ha vuelto. Asiste frenéticamente a los festivales estivales que se ramifican en incontables actividades céntricas, y a los tres días lo llama. Se trasladan a la pieza. Él se acuesta acomodando las almohadas y doblándolas para quedar hacia ella, que se ha sentado. Tres días. Ella pregunta. Él sabe que todo eso es imposible, porque la muerte es mentira. A lo sumo unas palabras. Le toma la mano y ella se deja. La luz, de la ventana no entra nada de nada, es de un velador que, pegado a la pared blanca, ilumina todo por la mitad. La sombra corta las paredes, la cama deshecha y las caras. Ella empieza a hablar. Él siente un dolor en el cuerpo, una contracción. El dolor es la única forma de lo impensable, o la primera, recuerda. Llega la frase decisiva, toma forma… Creer que se tiene una vida. Él por supuesto suspende la cena, y odia (lo que tendrá sus consecuencias, lector) cada paso, cada cuadra, cada esquina… Un mes antes, vamos volviendo. Dejamos territorio extraño. Ella se va, a esa provincia. En el asiento individual, volviendo, luego ella se va a la estación, empezamos a reconocer nuestra ciudad, nuestra parte acomodadamente distraída de nuestra ciudad, nuestro ex-norte. Vamos en un gran coche rojo número uno cuatro uno, que en este punto del verano aleph lleva veinte vidas encima, volviendo. Lo tomamos allá, cerca de una zanja gigante con paredes de ladrillo por la que, abajo, pasa un tren paralelo a todo (la ventana es la puerta negativa a un mundo único disponible a todos por la noche en Rojas y las vías del F.C.O.). Caminamos hasta ahí desde el departamento. Bajamos ese piso por escalera (hacía mucho calor) y nos besamos más por obligación que por inercia en el ascensor. El departamento va a ponerse lindo. Ahora está vacío, obvio, y con mucho polvo, pero ella va a traer sus cosas, de la provincia y de la casa, y va a quedar muy bien. Cuando vuelva me instalo, nunca más esos hoteles sucios, inseguros y toscos. “Bienvenidos al continuum”, sí, un continuum cotidiano, sereno, implacable, el mes que viene. Se viste y salimos a la terraza en llamas. El cielo, el suelo caliente, la forma pura de la memoria. Volvemos embriagados (ella no me gusta) a entrar, rumbo a la pieza. Abro la persiana. En la pieza un poco chica. Como una T invertida, la calle y el pasaje. Miramos dos minutos. Un minuto. Volvemos a la sala con la persiana a medio abrir. Desnuda, triste, distante, perdida. No le pican, por el polvo y el sol, los ojos. Es fea, ¿no? Ella se da cuenta, pasa caminando, le gustaría no estar desnuda, lloraría. El calor. Me abre la puerta: está bien, hay que limpiarlo. Subimos las escaleras (y bueno…), entramos al ascensor. Dice que esa es su casa y saca las llaves sonriendo.
La ventana (a la que alguna vez me asomé) da a un pasaje corto, que se ve como una diagonal muy cercana. Nos asomamos y yo vi cómo en la diagonal, a sesenta metros de distancia, los techos se superponían con el pasaje, lo tapaban, se veían, y el pasaje quedaba atrás aunque al final otra calle marcaba que, por la estación de servicio, era imposible que siguiese avanzando. En la estación se juntaba mucha gente a almorzar. Se dejaban los autos afuera, y organizaban todo alrededor de la televisión y las góndolas y del hombre que estaba atrás de lo que sería la barra. El recinto de la comida estaba rodeado por un vidrio que lo aislaba de la calle, y afuera, en la playa, también se solía ver gente circulando, yendo a pagar el tanque de nafta o algo que iban a comer. La ventana fue siempre muy silenciosa. Más acá, directamente abajo, están las tres esquinas (el pasaje dura una cuadra), y si de este lado hubiese dos esquinas como es lo normal, la puerta coincidiría bastante con lo que sería la esquina. En vez de eso, el edificio queda a mitad de cuadra.
En el piso, de madera, hay dos colchones de una plaza. Si hay peso en el medio, el peso suficiente, los colchones se abren y uno cae un poco. Tanto las sábanas como la colcha son de dos plazas, y así es como en poco tiempo se puede repetir el error varias veces. Los libros están contra la pared, en una parte ahuecada, unos contra otros, y los más leídos están sobre todos los demás. Yo no sé muy bien cuáles son los más leídos ahora, pero tengo una vaga idea. Tampoco sé si se relee. Se solían releer ciertos capítulos (de uno de los libros de juventud, especialmente lúdico) en particular. El espacio libre para transitar es angosto, el espacio entre los colchones y la pared. Hay pilas ordenadas de ropa, porque no todo entra en el armario, que funcionan como un adorno más. Siempre, en distintas situaciones femeninas me ha parecido lo mismo, quedan bien. Decía, se forma bajo la ventana un eje horizontal de libros, prendas, espejos, sábanas, todo resbala o parece resbalar en un mismo tono y ángulo, una misma forma de deslizarse.
Para el ascensor hay que bajar un piso por escaleras. Hay un ventiluz por el que, los días despejados, entran los rayos del sol. Podría inventar el resto: los escalones son de una piedra marrón, y la pared es blanca, irregular y puntiaguda, y se va mezclando con los colores y sombras de la escalera. La espalda se ve, zigzagueante, lo cual dura muy poco. Y adentro hay mucha más luz, y pares de zapatillas graciosas. El piso es seco y más tibio. Se reconocen ciertas cosas: un par de sandalias rojas, un almohadón blanco que estaba en la otra casa, un almohadón rojo y amarillo con pétalos elegido con muy buen gusto. Reina el silencio, y todo es muy gracioso, y es, parece, una gracia saturada. Hay un velador apagado, viento que entra de la terraza, dos días, y tres noches… Dos personas bajo una vela, escuchando Mind games y Love sin parar. Él llega sorprendido. Ella tiene un pantalón negro y una camiseta de mangas largas, de algodón. Se sienta en el piso, cruza las piernas y con los brazos arma una especie de cinturón mientras lo mira con cara de juguete perdido. Estaría mal si él no estuviese, el dato dice que él vino respondiendo a su llamado. Ya le dijo a la tarde que ya no siente por él nada de lo que sentía, aunque lo escucha y dice que siente ganas de tener ganas, pero que es algo que no se puede forzar. Él igual se siente bien porque está hablando con ella en un parque, y siente que es y son, por lo menos, el mismo pliegue de algo que desapareció. La acompaña y se despiden. Se va a su casa caminando. A las dos horas suena el teléfono y es ella, y va. En el colectivo pasa por el lugar en el que la despidió esa tarde. Baja a abrir. Vuelve a esas calles, que se le aparecen como el último lugar del mundo, respirando felicidad y venganza, y compra lo mismo en los mismos lugares. Ella está vestida muy simple, suben en silencio y cuando le abre la puerta y pasan no puede creer eso de estar solo con ella, sin invitados. Se sientan juntos, apaga las luces, prende una vela y vuelve. Por supuesto, como en los buenos viejos tiempos, cuando la alojaban sus primos en la otra casa y no se relajaba, no lleva corpiño. Él se encuentra con las zonas escritas de su cuerpo como un pulpo que encuentra y disuelve, destruyendo textos. Ella ya está llorando en el baño. Él mira un segundo por la ventana y va a esperarla al pasillo con los brazos cruzados. Va a ser la última. Ella ya había llorado antes de llamarlo, y cuando sale la mira pero no la encuentra… Veintiocho días antes hay gente hasta en la terraza, aún cuando el verano está en sus últimos días y no hace el calor que hacía. Ese lugar en el que se derretía todo ahora es noche, esquelético, frío, se siente después de un rato sentado a la mesa. Es el cumpleaños (no lo dije: alguna vez fuimos todos estudiantes de literatura y festejábamos cumpleaños). Ella y las amigas están en la cocina preparando pastas de colores. Vuela entre los invitados. Además de la terraza, hay una manta gigante en la sala y gente ahí también. Se ve la pieza, vacía. Parece que todo se hubiese suspendido definitivamente. Apenas poniendo un pie en la puerta (porque no habría, que justifique, razón social para entrar) ya se distingue todo lo lejano inminente, el poco espacio, la ventana y un fondo negro, las bolsas con regalos, la ropa más o menos ordenada, el calzado. La orina de los perros y el sentido, el recuerdo del verano sudando… Ella, en la tarde gris y tibia, tres días antes, conjuga el verbo infusionar, irrepetible, en medio de la devolución del libro. Pensando: ya es el último libro, también es último todo lo demás. Estamos sentados, en el piso, enfrentados. La luz que entra por la ventana muestra, tranquila, pesada, la sala. La quietud es total, nuestras caras no son lo que eran. Todo (muecas, palabras, miradas) arrasado por el río del tiempo. Salimos a la terraza, y bajo el cielo blanco infinito intento tocarla pero se arquea como una gata y celebra nuestra amistad. Quiere celebrarla, y quiere que la celebremos (yo, que caminaba sobre sus pechos). Sólo una mujer que sabe lo que quiere puede confundir lo que fue un sigiloso, y eficaz, acercamiento de mes y medio con una amistad. Mujer que cuando notaba otro ritmo en mi respiración, quiero decir, me preguntaba qué. Ahora se tropezaba. Lo entiendo perfectamente. No era nuevo lo de deambular de la sala a la pieza, de la terraza a la sala, sueltos. Mover el barrio había tenido consecuencias nefastas: la magia y la facilidad aliviaban el razonamiento. Todo lo que había que hacer era aprovechar las migas de una mudanza que terminó siendo más que un intencionado desliz estético. El determinismo geográfico aplicado a la ciudad en la pareja. Teoría de los barrios. De repente los trenes, quizás la cercanía de un nuevo hemisferio, a nosotros que más o menos nos habíamos conocido en una cierta posición geosocial, nos incomodaba. Ella, igual, ya jugaba de local, se había adaptado a todo lo nuevo. Vivía cada vez más lejos de mí, en un inexplicable mundo de colegios bilingües y confiterías tradicionales que teóricamente íbamos a descifrar entre los dos, y se arqueaba en la terraza cuando yo iba a tocarla como si eso fuese normal. Como si bajo ese cielo blanco eso fuese lo único posible. Claro que entonces me fui. Y cuando ya me había puesto las zapatillas, cuando fui a buscar el viejo abrazo, se hizo la boluda, primero, y después la apuré (sólo lo logro en mis momentos más dignos). Nos quedamos en silencio varios minutos. Transformada, caminamos hasta la pieza y nos sentamos en los dos colchones. La palabra era mía. Ella era como una pileta, densa y permeable. Sólo sé que hablaba como antes, miraba como antes. Acosté mi cabeza junto a los libros y jugué libre con sus hombros varios minutos. Intenté besarla. Claro que me importó muy poco no hacerlo. Bajamos, caminamos una cuadra y la dejé sola. En la esquina de la heladería.
Y ella lo corrige y lo abraza. Él la vio salir del ascensor, sonreír con una mano de la que se le caían las llaves, acariciarlo con una mirada a través del vidrio. Él no le da el mejor abrazo, caen brevemente contra la pared, se dirigen al ascensor. Hablan, no extrañados aún, en el ascensor y en la escalera, en la pequeña cocina y en la sala. Es la primera vez de noche en la casa. Ella ha vuelto. Asiste frenéticamente a los festivales estivales que se ramifican en incontables actividades céntricas, y a los tres días lo llama. Se trasladan a la pieza. Él se acuesta acomodando las almohadas y doblándolas para quedar hacia ella, que se ha sentado. Tres días. Ella pregunta. Él sabe que todo eso es imposible, porque la muerte es mentira. A lo sumo unas palabras. Le toma la mano y ella se deja. La luz, de la ventana no entra nada de nada, es de un velador que, pegado a la pared blanca, ilumina todo por la mitad. La sombra corta las paredes, la cama deshecha y las caras. Ella empieza a hablar. Él siente un dolor en el cuerpo, una contracción. El dolor es la única forma de lo impensable, o la primera, recuerda. Llega la frase decisiva, toma forma… Creer que se tiene una vida. Él por supuesto suspende la cena, y odia (lo que tendrá sus consecuencias, lector) cada paso, cada cuadra, cada esquina… Un mes antes, vamos volviendo. Dejamos territorio extraño. Ella se va, a esa provincia. En el asiento individual, volviendo, luego ella se va a la estación, empezamos a reconocer nuestra ciudad, nuestra parte acomodadamente distraída de nuestra ciudad, nuestro ex-norte. Vamos en un gran coche rojo número uno cuatro uno, que en este punto del verano aleph lleva veinte vidas encima, volviendo. Lo tomamos allá, cerca de una zanja gigante con paredes de ladrillo por la que, abajo, pasa un tren paralelo a todo (la ventana es la puerta negativa a un mundo único disponible a todos por la noche en Rojas y las vías del F.C.O.). Caminamos hasta ahí desde el departamento. Bajamos ese piso por escalera (hacía mucho calor) y nos besamos más por obligación que por inercia en el ascensor. El departamento va a ponerse lindo. Ahora está vacío, obvio, y con mucho polvo, pero ella va a traer sus cosas, de la provincia y de la casa, y va a quedar muy bien. Cuando vuelva me instalo, nunca más esos hoteles sucios, inseguros y toscos. “Bienvenidos al continuum”, sí, un continuum cotidiano, sereno, implacable, el mes que viene. Se viste y salimos a la terraza en llamas. El cielo, el suelo caliente, la forma pura de la memoria. Volvemos embriagados (ella no me gusta) a entrar, rumbo a la pieza. Abro la persiana. En la pieza un poco chica. Como una T invertida, la calle y el pasaje. Miramos dos minutos. Un minuto. Volvemos a la sala con la persiana a medio abrir. Desnuda, triste, distante, perdida. No le pican, por el polvo y el sol, los ojos. Es fea, ¿no? Ella se da cuenta, pasa caminando, le gustaría no estar desnuda, lloraría. El calor. Me abre la puerta: está bien, hay que limpiarlo. Subimos las escaleras (y bueno…), entramos al ascensor. Dice que esa es su casa y saca las llaves sonriendo.