El partido borgeano
Argentina e Inglaterra enfrentándose en Ginebra. Y como debe ser: Argentina con la azul e Inglaterra con la espumosa. Por un lado la dura estirpe de los mayores, de los soldados de la Independencia, matizada, después de un siglo mediocre, por las aventuras de la sangre y el incalculable azar de los tálamos. Por el otro la Biblioteca, Stevenson, la música verbal y la ética.
Jorge Luis Borges murió el catorce de junio de 1986. Los goles de Maradona, el de la mano de Dios y el otro, fueron acometidos en tierra azteca el veintidós de ese mes, sólo ocho días después. Quizás el más universal de los argentinos no hubiera querido ver la confrontación más acabada de sus dos linajes y el traspaso de su merecida cátedra. El apodo de barrilete cósmico (conjetural, sin dudas) fue promovido desde ese día.
En una de las patrias de Borges, en la ciudad que a orillas del lago Leman vio nacer a Rousseau y morir a Calvino, juegan, una vez más, Argentina e Inglaterra. Tomando la parte por el todo, vemos por la pantalla el toque de Riquelme y el pelotazo de Beckham. Lo de Argentina es lento y artesanal, lo del Reino rápido y eficiente. Se mantienen, en esta tarde suiza, los términos que describiera Sarmiento en las primeras páginas de Facundo: las sangres peninsulares, eternas, reniegan del aire como del agua. No nos ha sido dado el don del juego aéreo, que las naciones del Norte dominan en tan alto grado. Aunque, quizá, la forma en que hemos podido pasar del potrero periférico al Universo futbolístico, y solucionar así el problema del futbolista argentino y la tradición, haya sido justamente siguiendo el camino de judíos e irlandeses, haciendo propias las tradiciones centrales y estableciendo en nuestras deficiencias (en este caso, de estatura), justamente, nuestros procedimientos. Las letras de Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, los hispanistas, los europeístas, y el salto desesperado de Peter Shilton se han visto desairados, sucesivamente, ante el desparpajo con el que el color local argentino es abandonado y otras tradiciones son retomadas. No en los procedimientos o las formas, lamentará un moralista o un inglés, pero sí, y no es poco, en los temas.
Jorge Luis Borges, que podría haber sido enterrado sin sobresaltos en Buenos Aires o en Londres, decidió morir en una ciudad en la que había podido usar, setenta años antes, sin que nadie (ningún pequeño matoncito rioplatense) lo molestase, sus corbatas al estilo de Eton. No sabemos qué complejidad le hubiese atribuido a la frialdad del segundo gol argentino, o al caño de Sorín a Beckham con posterior infracción del inglés. Quizá, detrás de la ceguera, hubiese notado que una emoción colectiva puede no ser innoble. Quizá haya oído, en el tiempo de descuento, el rugido de los leones.
Jorge Luis Borges murió el catorce de junio de 1986. Los goles de Maradona, el de la mano de Dios y el otro, fueron acometidos en tierra azteca el veintidós de ese mes, sólo ocho días después. Quizás el más universal de los argentinos no hubiera querido ver la confrontación más acabada de sus dos linajes y el traspaso de su merecida cátedra. El apodo de barrilete cósmico (conjetural, sin dudas) fue promovido desde ese día.
En una de las patrias de Borges, en la ciudad que a orillas del lago Leman vio nacer a Rousseau y morir a Calvino, juegan, una vez más, Argentina e Inglaterra. Tomando la parte por el todo, vemos por la pantalla el toque de Riquelme y el pelotazo de Beckham. Lo de Argentina es lento y artesanal, lo del Reino rápido y eficiente. Se mantienen, en esta tarde suiza, los términos que describiera Sarmiento en las primeras páginas de Facundo: las sangres peninsulares, eternas, reniegan del aire como del agua. No nos ha sido dado el don del juego aéreo, que las naciones del Norte dominan en tan alto grado. Aunque, quizá, la forma en que hemos podido pasar del potrero periférico al Universo futbolístico, y solucionar así el problema del futbolista argentino y la tradición, haya sido justamente siguiendo el camino de judíos e irlandeses, haciendo propias las tradiciones centrales y estableciendo en nuestras deficiencias (en este caso, de estatura), justamente, nuestros procedimientos. Las letras de Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, los hispanistas, los europeístas, y el salto desesperado de Peter Shilton se han visto desairados, sucesivamente, ante el desparpajo con el que el color local argentino es abandonado y otras tradiciones son retomadas. No en los procedimientos o las formas, lamentará un moralista o un inglés, pero sí, y no es poco, en los temas.
Jorge Luis Borges, que podría haber sido enterrado sin sobresaltos en Buenos Aires o en Londres, decidió morir en una ciudad en la que había podido usar, setenta años antes, sin que nadie (ningún pequeño matoncito rioplatense) lo molestase, sus corbatas al estilo de Eton. No sabemos qué complejidad le hubiese atribuido a la frialdad del segundo gol argentino, o al caño de Sorín a Beckham con posterior infracción del inglés. Quizá, detrás de la ceguera, hubiese notado que una emoción colectiva puede no ser innoble. Quizá haya oído, en el tiempo de descuento, el rugido de los leones.