Realismo borgeano
Venía como muchas otras noches por Serrano (o Paraguay). Si no me equivoco, lloviznaba o había llovido. Mi juventud no fue muy variable: en general las mismas situaciones, los mismos momentos. Volver a casa es algo muy repetido, es quizá el más codificado de nuestros actos. Era viernes.
Una hora más, una hora menos, eran las dos de la mañana. Llovía: era imposible que viniese de una plaza; y como los bares son una excepción en mí, tenía que venir de algún departamento. Por la época y el lugar, calculo que venía del acogedor departamento de mis amigos del pasaje Soria. Se hacían llamar “Los Sorias”, porque alguno había visto el título en una vitrina y le había parecido divertido. Ah, qué tiempos. Pero no estoy aquí para recordar ninguna rutina, sino algo más, digamos, puntual, o crucial. Habría salido del acogedor departamento a eso de las dos menos cuarto. Como cualquier viernes sin sexo que se precie, habíamos incurrido en la glotonería herbívora. Las plantas crecían bajo el sol de Palermo de Buenos Aires y los viernes nos comíamos alguna flor y nos fumábamos un manojo de hojas. Pero he dicho que no contaré rutinas.
Una vez que me habían abierto la puerta, una vez que me había despedido de los chicos y los había dejado felices en su fiesta íntima, salí, tuve que salir, a la intemperie. Me apuré a salir del pasaje por los peligros que allí se encierran y tomé el rumbo de mi casa. Me puse a pensar, pero el pensamiento era sólo uno, y el ambiente que me rodeaba ejemplificaba cualquier rama por la que me fuese. No podía negármelo: era un paranoico, un enamorado, un muerto. Atravesé la plaza del franchute como sólo pueden hacerlo los autos (por el sentido). En algún momento de la noche había guardado la plata en la media, reflexioné. Todavía tenía que pagar esos odiosos pesos de teléfono fruto de la generosidad y el abuso de mis relaciones. El viento movía las copas de los árboles por unas calles que yo no diría que estuviesen tan desiertas. Pero sí estaba solo en ese momento en el que, de repente, vi a lo lejos un hombre. No fue sólo una silueta: yo fui consciente de que era un hombre viniendo. Nos distanciaba una cuadra todavía. Quise adivinar el destino y el pasado de ese hombre. No sólo lo quise: sobresaltado, lo necesité. Era alto: podía ser europeo o descender de europeos. Quizá era bohemio, bohemio no de pose o de Atlanta, sino de Bohemia, o ucraniano, y había venido en los noventa. Quizá había hecho colas tumultuosas en Kiev o Bucarest para conseguir una visa argentina. Una vez yo había visto fotos de la desesperación en esos países liberados por venir, una gresca generalizada en las calles del quizá frío invierno kazajo. Se notaba que era invierno por los árboles pelados grises en la foto, y quizás éste hombre que se acercaba había salido de ahí, había triunfado, había conseguido una visa. Sin embargo, era poco probable. Los ucranianos son apenas una minoría, acá. El hombre debía ser entonces judío o polaco, o quizá las dos cosas. Quizá sus abuelas habían sido violadas en lejanas aldeas heladas, o quizá sus abuelos habían violado mujeres indefensas en esas mismas lejanas, impensadas aldeas. En ese caso el hombre traería en su interior, en esa noche de lluvia, sangre y furor cosacos, seguramente dormidos pero quizá despiertos, quién sabe. ¿Y si armaba un pogrom conmigo a sólo tres cuadras del subte? De todas formas alcancé ya a distinguirle la nariz y me di cuenta de que con esa nariz nadie puede ser nazi. De última, no tenía por qué temer. Era, siendo probabilísticamente sensato, simplemente un vecino mío. Sin embargo no se vestía a la moda, como se visten casi todos los vecinos del barrio. Su ropa, al ya no estar tan lejos, parecía venir de La Salada, una feria de quince mil puestos en una isla del riachuelo. No era fácil llegar hasta ahí. ¿Cómo sería? Decían que se puede comprar jeans a cinco pesos, zapatillas a quince, medias a uno. Me agarró culpa: estaba juzgando la peligrosidad de un hombre, y mis posibilidades de estar tranquilo, por el dinero del que disponía. Le estaba haciendo el juego a la cizaña capitalista… Además, yo también me había vestido especialmente mal, para eso. Mis zapatillas de lona blanca parecían los jardines colgantes de Babilonia y, justamente, yo sabía que eran como Irak antes de la caída: un pequeño reajuste, una leve alteración, y los litros de agua acumulados misteriosamente en los bordes inexistentes caerían con su fuerza. Lo miré: tenía el pelo largo. O sea que era rockero, o algo parecido. Podía adscribirlo ahora al glorioso pasado, a las décadas de rock del país, a las rutinas del nunca bien ponderado rockero argentino. Seguro que tocaba la viola, tenía mil chicas y vivía la ciudad bajo la forma del remolino. De pronto lo quise. Quizá era un ejemplo de lo que yo no vivía o vivía muy a medias. ¿Pero por qué? Si pensándolo bien no hay tal rockero argento; es un efecto marginal de la burguesía, y si así ha sido siempre entonces nunca valió la pena. Seguramente era un rebelde nene de mamá, y lo único que tenía para hacer era llegar y calentarse en su living junto a los libros de pintura. Evité su mirada, si es que la hubo. Algo en su ropa me pareció, contra lo que había pensado, elegante. ¿Era un turista, quizá? Entonces podía cobrarle doscientos dólares por una cama, o describirle mi recuerdo de los puentes cruzando de Buda a Pest como un granizado de video. Entonces estaría haciendo su vuelta al mundo, quién pudiera, y así como había aterrizado proveniente de México, o Sydney, seguiría rumbo de África, o América del Norte. Qué ganas de conocer la UNAM, o de pisar el barrio chino de alguna ciudad del mundo… Paranoico, me di vuelta y él también me estaba mirando.
Una hora más, una hora menos, eran las dos de la mañana. Llovía: era imposible que viniese de una plaza; y como los bares son una excepción en mí, tenía que venir de algún departamento. Por la época y el lugar, calculo que venía del acogedor departamento de mis amigos del pasaje Soria. Se hacían llamar “Los Sorias”, porque alguno había visto el título en una vitrina y le había parecido divertido. Ah, qué tiempos. Pero no estoy aquí para recordar ninguna rutina, sino algo más, digamos, puntual, o crucial. Habría salido del acogedor departamento a eso de las dos menos cuarto. Como cualquier viernes sin sexo que se precie, habíamos incurrido en la glotonería herbívora. Las plantas crecían bajo el sol de Palermo de Buenos Aires y los viernes nos comíamos alguna flor y nos fumábamos un manojo de hojas. Pero he dicho que no contaré rutinas.
Una vez que me habían abierto la puerta, una vez que me había despedido de los chicos y los había dejado felices en su fiesta íntima, salí, tuve que salir, a la intemperie. Me apuré a salir del pasaje por los peligros que allí se encierran y tomé el rumbo de mi casa. Me puse a pensar, pero el pensamiento era sólo uno, y el ambiente que me rodeaba ejemplificaba cualquier rama por la que me fuese. No podía negármelo: era un paranoico, un enamorado, un muerto. Atravesé la plaza del franchute como sólo pueden hacerlo los autos (por el sentido). En algún momento de la noche había guardado la plata en la media, reflexioné. Todavía tenía que pagar esos odiosos pesos de teléfono fruto de la generosidad y el abuso de mis relaciones. El viento movía las copas de los árboles por unas calles que yo no diría que estuviesen tan desiertas. Pero sí estaba solo en ese momento en el que, de repente, vi a lo lejos un hombre. No fue sólo una silueta: yo fui consciente de que era un hombre viniendo. Nos distanciaba una cuadra todavía. Quise adivinar el destino y el pasado de ese hombre. No sólo lo quise: sobresaltado, lo necesité. Era alto: podía ser europeo o descender de europeos. Quizá era bohemio, bohemio no de pose o de Atlanta, sino de Bohemia, o ucraniano, y había venido en los noventa. Quizá había hecho colas tumultuosas en Kiev o Bucarest para conseguir una visa argentina. Una vez yo había visto fotos de la desesperación en esos países liberados por venir, una gresca generalizada en las calles del quizá frío invierno kazajo. Se notaba que era invierno por los árboles pelados grises en la foto, y quizás éste hombre que se acercaba había salido de ahí, había triunfado, había conseguido una visa. Sin embargo, era poco probable. Los ucranianos son apenas una minoría, acá. El hombre debía ser entonces judío o polaco, o quizá las dos cosas. Quizá sus abuelas habían sido violadas en lejanas aldeas heladas, o quizá sus abuelos habían violado mujeres indefensas en esas mismas lejanas, impensadas aldeas. En ese caso el hombre traería en su interior, en esa noche de lluvia, sangre y furor cosacos, seguramente dormidos pero quizá despiertos, quién sabe. ¿Y si armaba un pogrom conmigo a sólo tres cuadras del subte? De todas formas alcancé ya a distinguirle la nariz y me di cuenta de que con esa nariz nadie puede ser nazi. De última, no tenía por qué temer. Era, siendo probabilísticamente sensato, simplemente un vecino mío. Sin embargo no se vestía a la moda, como se visten casi todos los vecinos del barrio. Su ropa, al ya no estar tan lejos, parecía venir de La Salada, una feria de quince mil puestos en una isla del riachuelo. No era fácil llegar hasta ahí. ¿Cómo sería? Decían que se puede comprar jeans a cinco pesos, zapatillas a quince, medias a uno. Me agarró culpa: estaba juzgando la peligrosidad de un hombre, y mis posibilidades de estar tranquilo, por el dinero del que disponía. Le estaba haciendo el juego a la cizaña capitalista… Además, yo también me había vestido especialmente mal, para eso. Mis zapatillas de lona blanca parecían los jardines colgantes de Babilonia y, justamente, yo sabía que eran como Irak antes de la caída: un pequeño reajuste, una leve alteración, y los litros de agua acumulados misteriosamente en los bordes inexistentes caerían con su fuerza. Lo miré: tenía el pelo largo. O sea que era rockero, o algo parecido. Podía adscribirlo ahora al glorioso pasado, a las décadas de rock del país, a las rutinas del nunca bien ponderado rockero argentino. Seguro que tocaba la viola, tenía mil chicas y vivía la ciudad bajo la forma del remolino. De pronto lo quise. Quizá era un ejemplo de lo que yo no vivía o vivía muy a medias. ¿Pero por qué? Si pensándolo bien no hay tal rockero argento; es un efecto marginal de la burguesía, y si así ha sido siempre entonces nunca valió la pena. Seguramente era un rebelde nene de mamá, y lo único que tenía para hacer era llegar y calentarse en su living junto a los libros de pintura. Evité su mirada, si es que la hubo. Algo en su ropa me pareció, contra lo que había pensado, elegante. ¿Era un turista, quizá? Entonces podía cobrarle doscientos dólares por una cama, o describirle mi recuerdo de los puentes cruzando de Buda a Pest como un granizado de video. Entonces estaría haciendo su vuelta al mundo, quién pudiera, y así como había aterrizado proveniente de México, o Sydney, seguiría rumbo de África, o América del Norte. Qué ganas de conocer la UNAM, o de pisar el barrio chino de alguna ciudad del mundo… Paranoico, me di vuelta y él también me estaba mirando.