martes, marzo 27, 2007

La imperfección

Cuando volví a Argentina casi de incógnito, después de más de dos años de ausencia, salí a caminar, como en una profecía, por Caballito. Solo, por la avenida Rivadavia al 4500 (eso no lo voy a olvidar nunca), veía un país en el que había pensado muchísimo, que me pertenecía y que no, en el cual creía que no iba a vivir. Me compré un cuaderno en la calle, sorprendido por la cantidad de vendedores ambulantes que había. De repente apareció un patio gigante, un jardín o un parque, y leyendo entendí que era un colegio. Estaba prohibida la entrada a cualquiera que no tuviese nada que hacer ahí, pero a mí me pareció que mi situación era lo suficientemente importante como para desobedecer. Entré y alejándome del ruido de Rivadavia empecé a ver los pinos, el césped, la “descolorida república” (esta expresión de Borges es exacta) sudamericana en la que había vivido toda mi vida y que tan extraña me parecía. El sol: tanto tiempo había dicho, para mis adentros, “el sol catalán”, “el sol español”, “el sol alemán”, “el sol asiático”, “el sol marroquí”, que tuve que decir, esa vez, “el sol argentino”. El sol argentino, que yo (esto quizás retrate la locura de esa época) creía que iba a curar mi astigmatismo, brillaba (“reverberaba”) sobre el utópico patio de una escuela argentina, y me hacía notar que el césped argentino es menos verde que el europeo, y que la historia que tenemos es muy poca, en fin.
Al tiempo, ya en la carrera de Letras, me enteré de que Aira había escrito un libro cuyo título era La luz argentina (en realidad, antes tuve que enterarme de que había un escritor que se llamaba Aira). “Qué buen título”, pensé. Claro: ese título cifraba el resultado de mis investigaciones a lo ancho del globo. Yo había viajado, y lo primero en lo que me había detenido había sido la luz. Esto no es una metáfora ni una licencia. Lo primero que vi en Europa fue el aeropuerto de Madrid, lo segundo fue el metro de Madrid, y lo tercero fue la luz de Madrid, que se me reveló con toda su fuerza poética apenas salí a la superficie después del viaje subterráneo. Tenía que encontrar un lugar para dormir (que finalmente no encontré, y terminé con una amiga de mi abuela) y la mochila me pesaba, pero esas responsabilidades no amainaron el hecho de la primera mirada y la primera caminata. Yo estoy en Europa, pensé, y esto va para largo. La luz era otoñal y Madrid era un lugar muy viejo, como una especie de parábola. Una señora venía caminando por una calle arbolada y en su vestido las pelusitas se veían a contraluz. Y yo me dije, definitivamente, “¡Estoy en Europa!”.
Bueno, después de dos años de luces extrañas esa caminata por Caballito me pareció una vuelta a las fuentes. La luz de la avenida Rivadavia, la luz de ese patio de ese colegio, el sol argentino, el sol descolorido de la descolorida república, la clarísima convicción emocional de estar en las orillas de occidente, encontraron su forma verbal en la frase nominal que titula el libro de Aira: La luz argentina. Descubrí ese título hace dos años, más o menos, y desde entonces pensé: “seguro que Aira flasheó algo parecido”. “Seguro que Aira se refería a eso”.
Mauro me cuenta la trama del libro, hace unos días: hay un matrimonio, y cuando la luz se corta ella se pone muy nerviosa, demasiado nerviosa, y eso explica el título. Nada que ver con su explicación perfecta.

martes, marzo 20, 2007

Diciembre esquizo

El otro día me dormí escuchando a Los Fabulosos Cadillacs. El hecho es significativo porque no suelo escucharlos, porque mi equipo no suele recibir ciertos discos copiados (por ejemplo, La marcha del golazo solitario) y porque hasta hace un tiempo no podía simplemente quedarme dormido: dos lentes de contacto me lo impedían. De algún modo, y en sentido doble, cumplí un sueño. Quedarme dormido era, hace unos meses, una utopía. Antes de quedarme dormido, o sea, cuando decidía que iba a dormir, o sea a no quedarme dormido, tenía que levantarme, ir a sacarme los lentes, ponerlos en su estuche, y, de paso, siempre, lavarme los dientes. Pero el otro día me quedé dormido, muy de a poco, en las contradicciones de la voluntad, y sonaba El golazo. Y me gusta que haya sido justo con LFC que me quedé dormido. Trataré de desarrollar esto.
Las deudas con Los Fabulosos son inmensas. Ellos nos han regalado el plano del verano. A su música le pertenece la imagen de una Buenos Aires nocturna en la que corre una brisa, en la que se ven dos o tres manzanas y se intuyen los árboles agitados de todas las demás, las casas de todas las demás, los pibes en todas las demás, que, como nuestros amigos, que están a centímetros de nuestro cuerpo, chupan y fuman. Ahí, en hits como «Siguiendo la luna» y «Demasiada presión», están las zapatillas de lona sin medias, las historias de amor y de sexo, los Lados B de las amistades, las distancias en colectivo o en bicicleta, el deporte ocasional, la caída en la soledad, la angustia, las caminatas inmensas y el impulso tantas veces no saciado de caminar...
Me parece que con LFC pasa algo similar a lo que pasa con Calamaro (“¿Javier o Andrés?”). Son tan normales, que al final son increíbles. Lo que dicen Los Fabulosos es tan común, tan reconocible, que al final, como se lee en «El arte como artificio» (V. Sklovski), “la piedra vuelve a ser piedra”. El arte hace que la piedra sea piedra otra vez. Las canciones de Los Cadillacs nos muestran lo-que-nos-pasa todo-el-tiempo pero con una intensidad (¿o es sólo insistencia radial? Podría ser...) renovadora. De hecho, “tomaste el vaso aquel / aquel que no debés tomar / saliste a caminar / y decidiste irla a buscar” está tan cerca del suelo que sólo puedo pensar en dos cosas: en un amigo que no sale a caminar porque ya sabe en dónde (en la casa de qué chica) va a terminar haciendo guardia, y en “vamos a fumar un porro ahí”, otra gran frase metida en una canción gracias a la propulsión a chorro de la falta de fronteras de la estética.
Pero hay algo que me parece aún más importante dentro de la Poética Cadillac. Más importante para mí, ahora. Me refiero a ellos como hombres. Me refiero al hombre de “saliste a caminar / y decidiste irla a buscar”, al de “vamos mi cariño que todo está bien / esta noche cambiaré / te juro que cambiaré”, al de “no me importa poner las letras / sólo me importa mi mujer”. Esas son letras que podría cantar uno de los personajes de Mientras tanto, la última película de Diego Lerman. El personaje que se baja del auto y le rompe el vidrio al del otro auto, con su hijita y su ex esposa mirando todo. Ese personaje...
Fui a ver Mientras tanto en condiciones ideales: solo, levemente loco, un jueves a la noche y en el Tita. Y ese personaje, ese personaje que nunca iría al cine solo, ni al Tita, ni nada, me llamó mucho la atención, y a mis pares (hermano, hermanastro) también. Ese personaje soporizado guarda algún secreto. El sopor, el sopor en la vida, guarda algún secreto, pero ¿cuál es el secreto del sopor?
Yo quisiera ser un hombre soporizado. Tener una ex a la que anhelo, una hijita que me teme... ¡Ja! ¡Qué raro! Suena tan mal, y sin embargo...
¿En el sopor no hay culpa, o el sopor es el antídoto para la culpa? Suena más razonable la segunda, y sin embargo yo creo en la primera. En esa forma tan errónea del existir, la que sostiene ese personaje barbudo y musculoso y de remera blanca, la que sostienen Los Cadillacs como hombres-problema, hay algo bueno. No sé lo que es. Supongo que la fuerza de ser un perro. Vicentico era bastante un perro. Llamo “perro” al ser en el que el instinto prima. Llamo “perro” al ser que no se ve desde afuera. Mauro, hace dos años, en un baño en el que todos tomaban cocaína menos nosotros, que estábamos ahí para ver el espectáculo increíble, citaba a Vargas Llosa: “los narradores tienen que estar todo el tiempo en una posición doble. Por un lado, están en las situaciones, pero por otro tienen que ponerse por afuera para ver cómo las contarían”. Llamo “perro” a todo aquel que no es un narrador. Otro amigo perro e inteligente me decía, en otra situación, que era normal para él quedarse dormido con las galletitas de chocolate chorréandole de la boca (sic). Yo, aún con lentes de contacto, trataba de entender. ¿Y el liquidito? ¿Y el estuche? ¿Y cepillarse los dientes? Pero no: él era un perro, y no sabía de moral en los momentos anteriores a dormirse. Por eso me gustó, el otro día, quedarme dormido con LFC. Me desperté con todo prendido, sabiendo que el disco nocturno había sido especial, pero no sabía cuál era...
Tercer texto consecutivo enfáticamente autorreferencial, casi a la forma de diario.
Dos cosas: parece que me voy a Bolivia. Postearé de ser posible. Y “sic” en latín quiere decir “así”.
Así.


Es evidente que me quedo en casa escuchando el Hola y el Chau, sin salir a la calle: ni ojotas, ni estrellas, ni amigos. Política de “Noche Cero”, con algunos altibajos.


¿Tenés fuego?
No, a mí me sacaron... Y lo peor es que me habían pegado, ¿entendés? Yo estaba ahí re piola y me pegaron, de atrás. A mí no me gusta pegar pero si hay que pegar pego. Y le iba a poner una mano grossa al que me había pegado y ya estaba así listo y vienen los patovas y me agarran y me sacan. Estaba así, ¿entendés? Y me agarraron y me sacaron, a mí, loco, que no había hecho nada. A los chabones los dejaron adentro. Pero, te juro, estaba así, lo iba a poner contra la pared, y lo que me da bronca es no haber podido completar. Eso es lo peor que le puede pasar a uno en la vida. Porque si vos hiciste algo y lo completaste, bueno, lo completaste, pero si te queda incompleto, loco...

[Nicaragua y Scalabrini Ortiz, lunes 25 de diciembre, seis de la mañana]


A las seis y media nos bajamos de un 160 en Medrano y Córdoba. El colectivo referido nos había levantado minutos antes en Paraguay y Scalabrini Ortiz y nos había recibido con la radio en Calamaro, en «Corazón en venta», en la frase “Feliz Navidad Sangrienta”. Nos bajamos y cuatro minas se agarraron a trompadas. “Puta”, “¿De qué barrio sos, puta?” y “Tocá de acá, tocá de acá puta” eran los grandes sintagmas presentes. Casi puede decirse que agotaron la materia verbal del encuentro. La materia física era mucho más variada: trompadas, agarradas, patadas, tackles, tiradas de pelo, lamidos de senos, empujones, etcétera. Mi primo noruego, uno de ellos en realidad, Martín, quería separar y lo rescaté precavida y anticipadamente. Todo terminó y llegamos a Córdoba. El McDonald´s estaba cerrado. Pasan dos de las chicas violentas y rompen una botella a metros nuestro. Por la horizontal cordobesa se ve venir un auto con gente afuera, colgando de las ventanillas con propulsores en las axilas. Son varios autos, y entran en el estacionamiento del McDonald´s cerrado. Rave. Punchi punchi punchi. Las dos chicas violentas se cruzan con las otras dos chicas violentas. Se ve venir el encuentro, en perspectiva. “Puta”, “¿De qué barrio sos, puta?”, “Tocá de acá, tocá de acá puta”. Vienen dos policías. Pasan dos lesbianas. Pasan dos tipos y uno le está diciendo a otro: “Encima, estaba muy buena la mina...”. No hay nada como la narración social. Se termina la rave. Otras chicas se meten en otros autos por las ventanillas, mirando hacia la escisión bíblica (y no por el nombre de la avenida a la izquierda).


«Miami», gran momento de El palacio de las flores. Descubro la frase “Qué difícil es / atrapar la voz de un recuerdo / pero hay veces que ahí está / como si fuera el día”.


Ahora que estoy escuchando El palacio de las flores y me está gustando más, ahora que arranqué con La velocidad de las cosas, el segundo libro de Fresán que leo y que me parece magistral y maravilloso y estimulante (Fresán es un genio, quisiera expresar la felicidad de descubrir un libro que me lleva para adelante), ahora que vengo escribiendo textos muy autoreferenciales y del tipo “blog / diario íntimo” sin culpa, puedo pensar en las vidas. El palacio de las flores habla de vidas, de otras vidas pasadas y una vida presente y feliz. La velocidad de las cosas habla de muertes y vidas. Y las vidas, ahora que las fechas se fijan menos que antes (ya sé la razón por la que antes las fechas se me fijaban mucho: pasaban pocas cosas corporales) pero todavía hay lugar para la imagen perfectamente empalmada con la agenda, son, una vez más, el objeto (...).


A propósito de los últimos posteos: una vez Tamara me dijo que no sé qué escritor israelí decía que la gente lee novelas porque cuando se cruza con otra persona en la calle y le pregunta qué tal el otro casi siempre responde banalidades, cuestiones de la superficie, y no óleos subjetivos mirando las nubes, y la necesidad de leer literatura es entonces la necesidad de conocer a alguien o por lo menos de recordar que todo el mundo vive y casi nunca cuenta lo que vive. Por eso, lectores con los que me cruzo poco, si mañana nos vemos en la calle, ustedes ya sabrán todo de mí (bueno...) y sabrán ver más allá de mi respuesta de ocasión.


Era una de estas tantas mañanas soleadas en distinguido barrio X de mi ciudad . Yo caminaba rumbo a la famosa librería X´´. Las copas arboladas se agitaban brevemente sobre la velocidad de los autos último modelo. Jóvenes estilizados esperaban el colectivo X´´´. Me subí a ese mismo colectivo y me bajé en la esquina de X´´´´ e Y, justo frente a la plaza. Retrocedí una cuadra (expresión de cuando mi ciudad era una inmensa y única caballeriza) y entré.
Sólo he de comprar libros que pueda, quiera y deba subrayar. Libros de teoría, de filosofía, de ensayo, de crítica, de Liniers. ¿Bataille?
Pero, ¿Se Puede Leer Como Un Enfermo?


Recuerdo barthesiano: el miedo y la escritura no coexisten, no pueden coexistir.

Diciembre 2006

miércoles, marzo 14, 2007

El artista, la ciudad y el universo

En la parada del 160 yo no estaba solo. Éramos veinte, y a los cinco minutos treinta. Todos lindos, todas lindas, todos bien vestidos para ir a ver a Gustavo Cerati. Cualquier persona mayor de veintiún años de edad podía darse cuenta de que el sistema estaba colapsado y de que ningún colectivo que fuese rumbo a la avenida Alcorta iba a abrir sus puertas. Entonces barajé la opción antes descartada: subte, línea D, y caminar bastante. Rumbo a la estación pasé por otra parada y conté unas sesenta personas. Un 160 pasó y, claro, venía hasta las manos y no paró.
Esa imagen de una ciudad colapsada (en el aire la situación era la misma: la red de celulares estaba sobrecargada) fue para mí el momento más alto del sábado en que Cerati finalmente cantó con Spinetta: una instantánea de las costumbres sociales y de la influencia de la poesía, que obturó las líneas de colectivos y llenó un subte que en la estación José Hernández parecía un desfile de moda.
Es más que evidente que Cerati flashea con Buenos Aires. Días antes del concierto, al recibir un reconocimiento del Gobierno de la Ciudad, había dicho que para él era realmente una alegría recibir una mención proveniente, de alguna manera, del lugar en el que eligió vivir y que lo inspira. Ese reconocimiento seguramente no será tan significativo para los lectores porteños de este texto, pero quizás sí lo sea la imagen antes descripta: ver los ritmos de la ciudad alterados por el artista.
Del concierto quizás no haya mucho para decir: estuvo bueno y lo disfruté. Lamentablemente estaba lejos y hablando por celular cuando empezó «Avenida Alcorta» (Cerati dijo: “este tema no estaba en la lista, pero un amigo me dijo ´¿Cómo nos vas a tocar «Avenida Alcorta»?´”) pero el comentario de Cerati me hace sentir satisfecho. Yo podría ser amigo de Cerati. Cuando subió LAS las cosas llegaron a un nivel interesante. Después de varias ocasiones de no pasarle cabida (se sabe que en 2001, en Mendoza, compartieron una fecha y Gustavo le rogó tocar juntos), Spinetta accedió y cantó, para delicia del millar de personas que ahí estaban, «Té para tres» y «Bajan». Ese momento quedará en la memoria.
Una última cosa que quería decir: una vez, hablando con una persona, comentábamos que la práctica conjunta de la sexualidad y la marihuana era “dar una vuelta por el universo”. La expresión, tan metafórica y tan exacta, era, sin quererlo, una cita a Cerati. Y, aquí va un poco de ideología estética, no solamente una cita: en general, la obra de Cerati (por lo menos del Cerati solista) puede leerse como una inmensa paráfrasis de esa situación. Me parece que un porcentaje importante de sus canciones refieren esa sensibilidad.
La noche del recital, después de todo, comiendo en Barrancas de Belgrano, un amigo me comenta que hay un tema de hace muchos años que se llama «Vuelta por el universo». Yo eso lo sabía, pero lo que no sabía era que la canción se refería a la situación que yo me había imaginado (y vivido) gracias a ese título. Lo mismo podría decir de las siguientes líneas, tan enigmáticas y sin sentido durante años, que cayeron como fichas bajo la luna de Núñez:

Desordené
átomos tuyos
para hacerte

aparecer.

martes, marzo 06, 2007

Gustavo Show

Veo a través, imagino la noche del diez de marzo y cuando digo esto digo gente, césped, autos, estrellas, drogas, ganas de besarse, tiempo presente, tiempo transcurrido, sonidos de Aeroparque, noche clara, viento del río y la guitarra y la voz de Gustavo Cerati. En Amor amarillo, un disco tan increíble como Bocanada, una de las canciones se titula «Avenida Alcorta». ¿Se imaginan a Cerati, al muchachito que escribió todas las letras de Signos en una noche, empuñando esa guitarra atómica y gritando “Avenida Alcorta, cicatriz / Hoy volví cansado de hablar de mí”?
En plena lucha conmigo mismo, me debato: ¿tiene sentido gozar de lo conceptual? ¿Tiene sentido preverlo y, en algún punto, planearlo? ¿Es lo conceptual una máscara, una esterilización? ¿Se puede vivir algo distinto?
A todas las chicas que tendríamos como novias les gusta Cerati. Escuchándolo, se entiende. El pibe Gustavo hace cosas muy buenas con la guitarra y en cada disco que le escucho (Bocanada, Amor amarillo. Stop) se respira un mundo.
Continentes de ese mundo flotarán como icebergs invisibles en los parques boreales de la ciudad, en la noche señalada. Habrá, quizá, que escuchar Ahí vamos para llegar al recital conociendo los temas. Pero no creo que sea muy importante esto. Los elementos importantes ya están dados: Cerati, la noche, Buenos Aires.