jueves, agosto 25, 2005

mayo2003.doc

Pasar una noche limada, con los amigos, ¡gran ocasión!
¿A quién se le olvidan los churros, los servicentros, las obritas y las canciones? En realidad, a todos. Pero cuando vuelven tienen ese sabor propio como de repetido y también, no se por qué, de irrepetible. Como de mitología individual, de cajón de recuerdos.
Mi Amsterdam fue la plaza Almagro, y de a ratos el parque Thays, donde estaba antes el Italpark. Geniales noches de locura porteña. La plaza Francia, el puente de la Facultad de Derecho, las calles de Palermo Viejo... ¡Cuántas noches de sonrisa y paranoia hemos pasado juntos! O esos bares y kioscos maravillosos, cuevas de Aladino, a las que hemos acudido felices, felices de verdad, a realizarnos como limones, a elevarnos colectivamente, a cerrar los ojos y escuchar.
O en pareja, a sentarse en la alfombra o el parque, preguntarse por tanto vacío, tanto espacio sin nada, tanto miedo para llenar. Oler la noche y pensar en el salto al vacío que se viene, jugar con eso, enredarse y salir, volver y deshacer el orden cuadrilátero, rectangular, de las sábanas.
Recuerdo noches en la costa: éramos como siete, y se habían formado dos grupitos. Cenábamos, y después la noche se encendía como esas bombas que se dividen o multiplican, unos por aquí y otros por allá. Íbamos al casino, volvía solo al departamento a tocar la guitarra, fumaba una tuca, llegaban los chicos, salíamos, íbamos a comer a un multicentro, aparecía como por magia el otro subgrupo, volvíamos, ronda de café y caía el telón con las camas de aquel lado.
Cuando tocaba la guitarra sobre una canción, y acertaba alguna nota, era como encontrarme con un momento, el momento único de un artista.
Una vez, de vuelta de Europa, traje un poco de hash para ver qué onda (la escala en, Amsterdam, había durado sólo un par de horas). No teníamos ni puta idea de cómo fumar eso. En el colmo de la desorientación, pero rescatando una sintonía glam, nos pusimos (en el oscuro núcleo de plaza Almagro) ¡a inhalar el humo que salía de la combustión! Finalmente, en un campamento de cuatro días en Paraná de las Palmas, logramos aprovecharlo. Éramos siete, de los cuales dos desertaron por falta de interés, incómodos con la temática de la excursión. La verdad es que los entendí (todos lo hicimos). Estábamos en cualquiera, pescando, boludeando, devorando empanadas y helados. Una noche, a veinte metros de nuestra carpa, apareció un patrullero. ¡Íbamos a ser torturados por la Bonaerense! Escondimos los porros bajo la arena húmeda, era una situación odiosa y teníamos miedo. Nos metimos en la carpa. A la mañana siguiente parecíamos locos haciendo el perrito.
En Praga, un par de años después, un norteamericano dictaminó, o hacés noche de mujeres, o hacés noche de drogas. No se puede hacer ambas. Es tristemente cierto. Si ya tenés mujer, podés hacer drogas. Pero si no tenés nada, hay que saber las reglas del juego. Si voy fumado, con las chicas es un problema. Al momento del acercamiento instintivo animal, por ejemplo, siento adentro un hervidero de deseos, dudas, miedos y turbulencias que, en ese estado, se hacen indisimulables. Si ya tenés a alguien en tu cama, qué bueno es descubrirle la piel una vez más.
Recuerdo una vez, en Barcelona, con una chica argentina. Estábamos penetrándonos cuando de repente nuestros jadeos empezaron a acoplarse. Las bocas estaban a un centímetro de encontrarse, de juntarse. Ambos tiritábamos de placer compartiendo nuestras carnes, nuestros sexos luchando, oliendo el aliento caliente del otro que nos rogaba y nos esclavizaba en un punto de tener que amarnos para poder creer en todo eso.
Recuerdo también aquella pobre colombiana que me daba besitos infantiles en el tórax, patéticamente agradecida por un orgasmo manual. De todo hay en esta tierra.
Una noche, en Laos, me dormí escuchando ‘The dark side of the moon’ en el walkman, después de compartir un porro de maría con un sueco. ¡Qué maravilloso estado de gracia!, prácticamente indescriptible. Todo lo que se va viendo a lo largo del disco (densidad submarina, desesperación, ambición, mundos relativos circulares orbitando, triángulos con fractales, marcianos, la unidad y el caos) me hizo reflexionar: ¿quién puede decir que esto no es bueno para el ciudadano? Se debería despenalizar la marihuana aunque solo fuese para esta tarea de conocimiento.
Entre los libros de mi adolescencia tuvieron mucho lugar aquellos que me estimulaban a romper mi timidez, aquellos que me empujaban a enfrentarme a las habitantes del mundo femenino. Antes de llamar a una chica, me ponía a hojear unos libritos hippies que me habían vendido en plaza Francia. Eran recopilaciones de aforismos que yo intentaba interiorizar para dar el gran salto a aquello que me esperaba en la otra orilla, que según el librito era maravilloso. Spinetta, Páez, Morrison, Byrne, Barrett, Abuelo, mentes iluminadas que parecían gritarme ‘¡hazlo!’, ‘¡llama a esa chica!’, y cosas por el estilo. Dios mío. Recuerdo un sábado por la mañana, yo tenía que llamar a una chica. A pesar de mis 17 años, la cuestión me aterraba. Salí a caminar con mi cassette de Silvio Rodríguez, y una canción me decía ‘los amores cobardes no llegan a historias, ni el recuerdo los puede salvar’. Terrible. ¡No tenía opción! Eran los primeros tiempos, duros, en que el cuerpo de la mujer me era negado sistemáticamente.
Al cumplir dos décadas, afortunadamente, la cosa cambió. Las chicas empezaban a llamar, a mostrarse amistosas y a mostrarme sus casas. El cuarto de Ella olía a Watercolor de Davidoff. Tenía un puff, y un armario contra el que la acorralaba. Solíamos tirarnos a ver películas que ya habíamos visto, ahorrándonos el rigor de tener que seguir el argumento. ¡Qué traviesa era la muchachita! Y sin embargo, qué amenas eran las cenas en la casa de la calle Antezana. Casi como en familia, devorábamos milanesas con buñuelos. La madre se interesaba por mis estudios, y con el padre (que en magistral manejo de autoridad no golpeaba las puertas, ni siquiera la de su hija antes de entrar) conversábamos de fútbol y economía.
La cena era el eslabón final de una rutina que comenzaba a las seis de la tarde más o menos, cuando yo llegaba e íbamos a la cocina en busca de agua fresca. Allí saludaba a la madre. Después, o salíamos a alquilar una película, o subíamos directamente a su habitación, y apenas se cerraba la puerta nos trensábamos en feroz contienda a quién daba los besos más bestiales y las caricias más hipnotizantes. Así, y escuchando discos, pasábamos un par de horas hasta que tocaba bajar a cenar. De todas formas, la diferencia de edad se fue haciendo evidente y no la llamé más.
Florencia vivía con su madre en un departamento de la avenida Rivadavia. La señora (que después, por las casualidades de la vida, me vine a enterar que era como su hija) se la pasaba jugando al backgammon con sus amigas, por lo que Florencia y yo podíamos retirarnos sin mayores explicaciones. La había conocido por su prima, en un veraneo, y no fue más que buscarla hasta encontrarla. ¿Cómo describir a Florencia? A mis mejores amigas no les caía bien. La encontraban muy... A mí, en un principio, llegó a interesarme intensamente. Ella sabía que yo estaba viviendo solo, y una noche cayó de sorpresa a la una de la madrugada, justo cuando yo ponía agua a calentar para un té. Era bajita y le encantaba abrir las piernas. Nos llevamos bien un tiempo, hasta que la duda y la desorientación me abandonaron, y empecé a pensar que lo inentendible era en realidad vacío, que quizás no había nada detrás de sus ojos acrílicos, de sus orgasmos oscuros. Igual, seguimos viéndonos un tiempo más. No se puede esperar otra cosa de un hombre.
El tiempo de los libritos de plaza Francia había quedado atrás, y afortunadamente me encaminaba a una vida relativamente nutrida de pieles que no eran la mía.
Mayo 2003

jueves, agosto 11, 2005

Las ciudades

Repongo este cuento, levemente retocado, porque me gusta y por una coincidencia literaria o poética: lo escribí el año pasado, durante el invierno, poco después de leer Cicatrices, de Saer. Creo que se nota la influencia de la estética saeriana en el interés, en el cuento, por la percepción y por “lo real”. Por supuesto, la imagen a partir de la cual se construyeron las oraciones es propia, y es del verano. Ese carácter estival es fundamental en lo que intenté desentrañar, y al escribirlo el verano tomó dimensiones cada vez más extremas. La coincidencia, que el lector no habrá encontrado, fue la que descubrí hoy, más de un año después, cuando en un estudio sobre Saer descubro que el querido Juanjo alguna vez (Nadie nada nunca) llamó a febrero “mes irreal”.

Tengo en la mano un libro, y es como si cada tanto levantase la vista. Estoy en enero. Hay pocos autos. Me estoy yendo a mi casa. Cuando voy hacia el libro veo unos signos a veces más, a veces menos borrosos. Por ahora son sólo unas páginas excelentes. Sería un libro de enero, como enero y para enero, y así lo estaría leyendo, y así resuena, como una necesidad más que como una realidad. Hay un par de personajes deambulando y apareciendo en un lugar o en una máquina, que no se entiende bien qué es. Es de un autor argentino (se puede leer, lo sé, pero además, para reafirmar su nacionalidad, nombra muchos lugares, sobre todo europeos y del litoral, del campo “donde son todos drogadictos”) que no me circunda físicamente, es decir que no creo, que no podría concebir que esté en ninguna de estas manzanas aledañas que no puedo borrar de la realidad. El libro es gris, de tapa blanda, y el título está en blanco o en negro. Cuando los signos se hacen visibles puedo avanzar en una historia cerebral que presiento inexistente. Unos ingleses que vienen a la Patagonia, unas mujeres borrachas y un matón, un coreano, de quien se habla en un hotel. Está repleto de sinsentidos y metáforas. Una de estas últimas, que me había encantado (primero la había salteado como a un sinsentido) es una frase entera, entre dos puntos, aislada, separada, independiente. Volví a releerla (como lo hago sobre todo, como estoy haciendo ahora) y me encontré con la frase que recordaría de la noche. Era una imagen sobre un casino, y decía que la gente ahí metida era como insectos a la deriva en ese reflejo artificial (me olvidé un adjetivo) de la vida. La releí dos veces más. Me llamó la atención que estuviese, a su manera, separada del texto y sin ninguna introducción. Era una frase perdida y egoísta (“de la pasión y de la vida”, era) que sin el resto del texto se volvía inentendible y sin sentido, pero que entonces brillaba más, brillaba sola. El reflejo artificial de la pasión y de la vida, era, el mundo leve y presente de los signos del recuerdo, el mundo repetido de quemar el recuerdo. Ahora avanzo pero freno, el aire corre hacia el lado del río, en la misma dirección en que vienen los colectivos. Dejo un dedo marcando la página. Apenas he vuelto de unas vacaciones insufribles, y la ciudad es una vez más hermosa. Es angustiante, pero es hermosa, o sólo por eso. Hoy llovió y se huele fresco. Una línea de luces municipales ilumina las copas de los árboles volviéndolas amarillentas. Los semáforos (miro hacia la izquierda) se repiten dulce, artística, rigurosamente. Vengo de la casa de sus tíos. Conocí a su madre. En el libro, lo que sería el protagonista vive en las pampas y es estrábico. Es un hombre como yo, pero yo fui operado a los cinco años. Es un hombre de mar con los ojos bizcos puestos en algún punto del océano, y la puta es del sur, de Río Negro (de Río Negro en serio). El asfalto se dibuja húmedo, muy negro, sinuoso. Ella también es rionegrina, pero su madre no. El aire corre que es una locura. Nos despedimos bien, pienso. Me insiste en que no usa perfume. Rarísima la cosa: estoy en la parada, habíamos cenado, salimos a caminar, me bajó a abrir, caminé tres cuadras en esta ciudad renovada. Estaba suavecita hoy. Tenía muy suaves las piernas, la piel muy tensa, le tocaba los muslos y sonreía. Hace tiempo que no tenía los muslos tan suaves, tan lindos, blancos, un poco dorados. ¿Quién es ella? ¿De dónde vino? No quiso besarme delante del portero (tengo veintitrés años, ella diecinueve). La ciudad está tan dormida como viva y animada. Ella estará dormida respirando por la boca. Parece que me quiere. En el libro (pensé o viví ese cuento una de las noches que la tenía; yo creo que sabiéndolo, estaba viviendo mi futuro, o esperándolo) el tiempo es como si no pasase, como si cada cuarto de la máquina siguiese sugiriendo una temporalidad distinta, el deseo o el límite del tipo que la escribió. De repente hay un espacio, o nada, una mancha blanca, y los signos son retomados por otra mano, una mano de un tercero que no se sabe de dónde sale, aunque sea el mismo. Ahora, si levantaba la vista, también, una escena desierta propia de ajenos, una escena expropiada. En esta calle nunca nadie esperó nada, nadie estuvo, me parece. Soy el perfecto ausente en presencia, leyendo, veo todas las ventanas ciegas, todos los balcones callados en un silencio prolongado. Es el silencio del libro y de ella, la chica, boca arriba, que se prolonga en los meses que van siguiendo. Es el silencio del verano que me atrapa especialmente porque he vuelto hace poco. Nos reencontramos, la beso, se deja tocar. Veo su pelo más claro y su cara con más color. Estamos en un colectivo, después de más de cuarenta días. Está blandita, linda. Estamos en mi casa vacía, bajo el colchón de mi cama marinera, nos tiramos. Nos duchamos. Nos vamos a la mañana apurados, pasan los precisos días, la veo hoy. La llamo esta tarde. Cuando la encuentro (estoy en la calle) la escucho contenta al final de la línea, y me invita a cenar con su madre. Me da la dirección. No entiendo cómo esas calles se cruzan, quizás en el brillo triste de enero… Se cruzaban pero al final, ya muriendo sobre una plaza y una escuela, me entero a la noche. Llueve mucho, una de esas noches tropicales, llego con los anteojos que no me dejan ver y parece que me han estado esperando, aunque la madre aún es joven y porteña y no hay problemas. Nos deja solos en el cuarto (no es su cuarto, ella no vive ahí, es un cuarto nuevo y arreglado; la disfruto particularmente) hasta que llega la comida. La madre es porteña y joven, nos hacemos cómplices, la pasamos por encima en cuestiones de ubicación y avenidas preferidas. Volvemos al cuarto y parte de la suavidad se evapora. Antes de bajar a caminar, y después de que la madre se acuesta, manchamos el sillón del living (es lujoso) con algo de sexo. La otra rionegrina nunca ha salido (no parece querer) de un hotel en Avenida de Mayo, la otra rionegrina estaba borracha y hambrienta pidiendo por Fuyita. Aquí ya no llueve. Me molestaría no estar en cualquier otro lado, pero ella es ella y vamos caminando para arriba, alejándonos de los lagos. Es verano, cada vez más claramente, cuando elegimos una gaseosa y refrescamos unos pasos de baile frente a la boca del subterráneo. La diferencia es de algunas horas, ahora me fui y he tenido que esforzarme para cambiar dinero y el tiempo se enfría. Pasan algunos taxis con las farolas rojas encendidas. Nadie aparece en el hotel, ni en la ciudad, el autor ha decidido narrar otros cuartos, otros hospitales, desiertos, luces. El sistema de signos se infla hasta explotar, ya no son sólo Fuyita y la rionegrina. Se expande. Los paisanos que se quedan paralíticos de tanto meterse al agua, el Museo, las grabaciones clandestinas de hace años. Era, pienso hoy, el recinto, el tablero negro, blanco, amarillo, rojo, que se repite absorto. Lo difícil fue, es y será el presente, lo prosaico, la verdad directa. ¿Qué hubiera dicho yo ese día? Vacilo y levanto la vista hacia el tablero, hacia el juego comenzado. Miro hacia la izquierda. El asfalto negro y el juego de esquinas, el juego de todos, en la sombra, con las luces encima. Parece que se ha ido. Yo sigo en mi escenario acentuado, el pasado acentuado y enfático. No me importa. Mientras espero, se acentúa. Los semáforos tejen y destejen una manta transparente. El viento se humedece y enciende. Ella duerme boca arriba y ahora, a la distancia, la veo. Ella está como pensando en mí, como pintando de azul y negro las dos noches repartidas nuestras. Ella siempre pintaba: rojo, colorado, rosado. Y después venía yo. Está tapada y destapada, hace ruido con las fosas nasales. La boca mira al techo, quizás un poco abierta. Hay una música tan silenciosa que no se escucha nada, posiblemente sólo las hojas golpeándose. Y a partir de ahí, dejando de escribir, trato de entender pero ya está muy lejos, perdida en el tiempo. Podría escribir (y la lectura es el que lee que parece tan muerto o vivo como el que escribe y lo encuentra) e intentar y ahí adentro postular o inventar otra cosa y evitaría algo de todo esto, pero enseguida, y si llegara a concretarse, sería insuficiente. Millones de razones para embarcarse de nuevo, sin descanso, impostergables. Todas estúpidas y sin embargo necesarias. Porque ella no quería ser detenida. Tampoco quería, aunque yo sé que tembló, la consecuencia: ser escrita. Ella, hace un rato, me baja a abrir, y sube. Salgo, me doy vuelta (no le di la espalda todavía) y la miro que me mira. Sabe, la guacha. Pero si además de recordar pienso, no mucho más, sino sólo un poco más, yo estoy contento de irme, de dejarla atrás. Yo estoy contento de ir leyendo y buscar cambio y sentarme en el borde de un auto. Salgo y descubro una escuela, y el parque. Miro hacia arriba los edificios ricos en la noche iluminada. Es terrible, porque está ansiosa por vivir y lo va a hacer. Lo sé. No lo entiendo ni tiene ninguna consecuencia, pero lo sé. Una vez me dijo que se quería quedar despierta, que no le importaba no dormir. Pero fue otra noche, puede ser.

martes, agosto 02, 2005

La medialuna perfecta

Torpe ejercicio literario sería comenzar o hacer pasar el escrito entramado simbólico por la tediosa o acaso imposible descripción de una medialuna perfecta. Campo de interpretación apasionante, las bandejas de la panadería matizan las posibilidades del desayuno y la merienda, y con esto las de la mañana y tarde, y así las de los días.
Torpemente, como prometí, y en forma fragmentaria y más o menos vaga, iré ubicando los rasgos de la utópica medialuna, la que habita el arquetipo y luego en fechas especiales, lo que comprobarán construye una tautología, hace su rutilante aparición.
En primer lugar, siempre y en todo, el color. Aparte de los fluctuantes factores externos (iluminaciones específicas, iluminaciones generales, grados y posicionamiento de las estructuras subalternas circundantes, visibilidad) toda medialuna tiene un color. (Sé que esto no es cierto, pero nada lo es). O mejor un haz de colores, de texturas.
A cada palabra se hace presente la inevitable miseria de la traducción del pensamiento, o hasta del pensamiento. Sigo.
Hasta tal punto es indivisible el color de la textura que se hace claro que son todo uno, así como los sonidos y las notas musicales se diferencian apenas en la vibración, y ni siquiera en eso, sino en la cantidad de vibraciones (amigos músicos: pueden corregirme).
Como el signo lingüístico, la medialuna perfecta constituye un corte en las masas amorfas del pensamiento y del material histórico-biológico (allá sonido, acá textura-color). Ese corte sólo existe como negación, como oposición a todos los otros cortes, y en este momento es necesario volver, si es que alguna vez me he ido, a los circuitos de la erótica de clases.
Como buen ignorante, al fijar mi residencia en su sede actual de la calle Paraguay (Barrio Norte, “el sueño bombardeado de García y de Arlt”) busqué y comencé a frecuentar una panadería barata, de unos veinte centavos la factura que, adivinaron, siempre es medialuna. Me digné a que no fuese la Del Abuelo sino una más barrial, más de la resistencia, y me hice conocido de las chicas. Pasó el tiempo.
Una tarde de estrepitoso lujo me le atreví a Suevia, donde compran las mejores gentes del barrio. Sólo en ese liberal contexto de frígido entusiasmo fue posible concentrarme en lo que hoy, ahora, ya es social. Mi primer y auténtico descubrimiento fue que en realidad esta nueva panadería no es más cara, porque el mayor precio arrastra una mayor masa. Y como la masa es mejor que en la Panadería Cuchuflito… Acá no te ponen esos productos estiradores. Suevia es calidad.
Curiosamente o no, escribo esto en una época de desencantamiento, desde que las medialunas no me dan lo que necesito. Incluso el café con leche, salvo en la alta noche, no es lo que era. Esta página, de no ser la expresión un énfasis, podría en el futuro ser leída como en los comienzos del ensayo elegíaco.
Sin embargo, la territorialidad del significante (tengo entendido que es una región de Alemania) no oculta los flujos, reflujos y cortocircuitos de la mercancía. Siempre en nuestro objeto, en nuestro confín de hornos, harina y amaneceres, en nuestro complejo de relaciones limitadas e ideales, las condiciones de existencia son múltiples.
Yo quiero a mi mamá.
Si los otros cortes son los que fijan la experiencia de lo positivo, si comparar es conocer (y éste es el camino más miserable que conozco), iremos a por la “topía” de la palabra “utopía”: la parte superior de la medialuna, sin excepción, será tiernita. Nada de cristalizaciones sacarosas. Segunda y última medida represiva: elegir.