sábado, diciembre 24, 2005

Los aviones y las fiestas

Ayer fue el día de los trámites. Estaba sentado con la empleada de Assist-Card, en un noveno piso en Suipacha y Santa Fe, mirando un gigante mapamundi con puntitos rojos que indicaban los lugares en los que la empresa tiene cobertura, cuando empecé a asociar personas queridas y de viaje con los puntitos. No fueron pocas las relaciones: Perú con Javi, Andalucía con Nora, algún lugar de Centroamérica con Pablo... de repente se lució ante mí el puntito de Israel.
Hace un año también era posible ubicar en un mismo campo a mí mismo y a las personas que estaban viajando más o menos cerca. Me acuerdo de Villa Sanagasta, del momento clave del verano pasado (en realidad, uno de los momentos clave), el paroxismo geográfico-poético del interior del país. Me acuerdo de las montañas, las casitas, y el cálculo de otros amigos perdidos en la misma cordillera, aunque fuese a dos países de distancia.
Este verano pintó mas dólar, más aeroportuario, más glamoroso.
Mucha gente se va a Europa, y mucha gente se va a Israel. Los trámites de ayer, además de terminar de cerrar todo el papelerío para irme, fueron una muestra concentrada de nuestra querida city porteña. La zona bancaria es impresionante. Ahí está la guita, la policía, los chorros, las comisiones, las operaciones, los turistas, los dólares, los euros, todo. Estar ahí en vísperas de Navidad ya es sentirse bastante de viaje. Y también es compenetrarse con el misterio del país, con la clase media enriquecida, los ahorros en dólares, los shoppings, con el desorbitado nivel de consumo de una parte del país.
Esta es una época zarpada de Buenos Aires, en la que siempre se enfrentan la felicidad y la amargura con las garras afiladas y las mejores armas. Además, es de una intensidad estética sorprendente: se mezclan el color del dinero con el color hermoso de todo el año, con la temperatura, y con la seducción masiva. Decía Charly: "tengo una ansiedad / como de año nuevo".
Y así es: nunca sabemos donde estamos, nunca sabemos donde vamos. La curva del mundo se pronuncia y hace ver mejor el tiempo y el espacio. El espacio, por ejemplo, combeando la avenida Canning (Scalabrini Ortiz para las chicas estudiantes del interior), y el tiempo en los aviones inminentes que guardan destinos paralelos.
Hoy estuve bicicleteando por la ciudad. Cambié una bazofia (Novelas y cuentos II, de Lamborghini) por una joya (una antología de Las mil y una noches) y estuve por Almagro y por Plaza Las Heras.
El lunes salgo hacia Tel A-Viv, que creo que significa "colina de la luz" o algo así. Atrás queda, por dos meses, la ciudad de siempre. No sé muy bien qué voy a hacer. Quizás vaya a Egipto... Quiero ir a España, y voy a ver cuál es la mejor forma para ir. Admito que me seduce sobremanera el tomarme un barquito a Grecia y luego lanzarme a la Europa Central con muy poca plata y un alto despliegue poético, pero recién lo sabré allá.
Este es también un ejercicio: por primera vez estoy escribiendo directamente en el blog, es decir, publicando algo que no había sido escrito antes y por motivos de otra índole. O sea: es la primera vez que el blog tiene la forma de un email. Es lo que sucederá en este tiempo. Por email sólo nos escribiremos de cosas importantes, personales, únicas, etc.
Me voy yendo, entonces, desde el roñoso cyber de la calle Paraguay. Espero leerlos desde allá, tener mucho para escribir, y verlos a la vuelta. (O allá). (O Alá). Que las buenas ondas nos atrapen...

jueves, diciembre 15, 2005

Crítica Rejtman

Literatura y otros cuentos
Martín Rejtman
128 páginas
Interzona


El cine es algo muy moderno, y es natural que este libro empiece siendo leído como el libro de cuentos de un cineasta. ¿Debería el autor hacer algo, poco o mucho, para que esta supuesta y hasta correspondiente incomodidad nos abandone? El título del libro, que es a la vez el del mejor relato de los cuatro que lo componen, parece una bandera puesta ahí para flamear en el horizonte de la cultura o, si se quiere, de la industria cultural. Los cuatro relatos, sin embargo, postulan un mundo que es algo así como el mundo más típico de cierto cine argentino, o, más que argentino, de cierto cine estrictamente contemporáneo.
El libro de Martín Rejtman es muy moderno. Abundan los divorcios, las pastillas, las parejas de personajes unidos por relaciones difusas fumando en canteros y portales, los personajes que van al cine, los autos, las motos, lo asexuado, los viajes urbanos y suburbanos, los televisores, los personajes que tienen tres televisores (no los personajes que leen), las terapias, la marihuana y los autoservicios abiertos las veinticuatro horas. Las vidas que intentan ser vividas en ese limbo parecen, sin embargo, definidas. Lo representado, si es el vacío, se adivina dramático, y, si es dramático, se sugiere vacío. A esto contribuye también la decisión de fragmentar la narración con las tres omnipresentes estrellitas o asteriscos. No es una cuestión temática: los fragmentos, si bien sostienen una linealidad narrativa, aparecen separados hasta hacernos ver, en muchos pasajes del libro, planos, imágenes, escenas. Hay, a propósito, situaciones memorables que logran en los textos la eficacia que imaginaria y quizá prejuiciosamente podríamos atribuirle a esas eventuales películas: la de Lucio y Andrés entrando a una habitación en la que no hay nadie, y donde se desarrolla un remoto chat en una computadora encendida; la de Andrés y su padre, en la pileta vacía, inundados por la extrañeza del pasado o del presente.
La densidad de los personajes, lo que podría suponerse el fondo del libro, está tratada con su forma opuesta, que es la de una intransigente (y eficaz, además de saludable) falta de énfasis. Literatura y otros cuentos es justamente la cruza de esa búsqueda sórdida por los caminos de un relato aturdido por la intrascendencia y por las elipsis que, aludiendo y eludiendo, sostienen el dudoso y fragmentario universo social en el que los personajes oscilan. Mundos llanos, rutinas inexplicables, relaciones difícilmente explicables, tramas sociales, redes de gente, vagos grupos de conocidos, personajes que llegan y se van, que se acercan y se distancian sin decir nada, personajes que se escapan y siguen siendo tan desconocidos como al principio.
Los cuatro relatos están escritos a partir de una especie de principio tácito: el tiempo presente del verbo. Que en todas las páginas del libro las oraciones giren alrededor del “se despierta”, el “me pide”y el “vuelve” acentúa la sensación cinematográfica, fugaz y perceptiva, de la acción. La imagen del movimiento, en estos cuentos de Rejtman, es privilegiada: motos, autos, paisajes instantáneos y estaciones de servicio. El tiempo se disuelve, pareciera, en ese presente inmenso, por momentos asfixiante, por momentos vacío, y siempre extrañado, de la vida moderna.

viernes, diciembre 09, 2005

calle tabaré

si hubiese que necesariamente marcar una oposición entre las ciudades y los desayunos, saltaría a la vista el carácter existente de las unas y el lugar utópico de los otros. es decir, podemos empezar afirmando que el mérito mayor de las ciudades consiste en estar, en que es posible llegar a ellas, en existir. creo que nunca nos percatamos lo suficiente de esta verdad, de que atrás de nuestra vaga intuición individual, y bajo un sol siempre igual y siempre distinto, existe un lugar (que siempre es remoto) que justifica esa palabra ("montevideo", por ejemplo). entonces, las ciudades existen y se llega a ellas mediante esfuerzos, y suelen satisfacernos. en cambio, los desayunos transcurren siempre en el futuro, en bares perfectos que no existen, dando a esquinas que no existen y a través de unos ojos que quisiéramos que existan pero que casi nunca. por eso éste sera un episodio carente de desayunos.
lo anglo. uruguay tiene una extraña relacion con lo anglo. cualquiera recordará la abundancia de washingtones (que suelen ser negros, que suelen tener mucha onda) en aquel país. las chiviterías tienen nombres como "the manchester" y las verdulerías como "new york". en ningún caso estos nombres suenan forzados.
la comida. en uruguay la comida es un factor angustiante. es demasiado cara. uno ve los precios de un pollo en un restaurante, y le da la idea de un país muy quedado, en el que no hay más pobreza pero sí menos movimiento que en argentina, y acto seguido uno se imagina el pollo en un lejano campo, luego el tipo que lo mata, luego el camión que lentamente trae el pollo a la capital, luego el restaurante comprándolo, cocinándolo, y finalmente uno tiene la sensación de que está bien que ese pollo sea tan caro. ese pollo no aparece envuelto en un remolino de producción y movimiento capitalista. es un pollo que ha llegado hasta ahí, de alguna forma, abriéndose camino por las penurias económicas del prado perdido del cono sur. por eso con nora nos dedicamos a las pizzas peligrosamente recubiertas de mayonesa, buenas y baratas.
la música. estábamos en las orillas del teatro de verano, al lado del parque rodó, sobre una loma, tomando mate (dulce) y viendo el atardecer. me acordé del walkman. es siempre una aventura apretar el play, aunque uno sepa lo que venga, porque lo que viene nunca es lo que viene, y siempre es nueva la escucha, máxime si lo que suena es el principio de "durazno y convención" en semejante situación. ahí, en ese mínimo milagro, se hace presente una densidad de sentido incomparable: la ciudad hecha sueño de la palabra, y la palabra como sueño de la ciudad.
la ciudad vieja. si hay un lugar de los vistos en sudamérica como para vivir, ése es la ciudad vieja de montevideo. no puede ser. es como barcelona, pero con conaprole.
la pintura. ya en carmelo, listos para tomarnos la lancha de vuelta, en medio de una alucinación turística (un auto tras otro cruzando el puente, volviendo a la argentina), decidimos que sería bueno convertir nuestros pesos uruguayos en pesos argentinos. nora, además, con ganas de rescatar algún billete de los de cinco, que permiten una pintura muy linda de un pintor uruguayo, un tal torres garcía. con este doble objetivo busco al tipo que cambia plata, le compro los pesos argentinos que puedo, y luego le pido que me cambie unas monedas por ese billete tan especial. "... le gustó la pintura". a lo que el yorugua, el cambista yorugua, con un fajo de billetes que a duras penas le cabía en la mano, me complace y me pregunta "¿qué pintura?".

ale / montevideo - buenos aires

viernes, diciembre 02, 2005

Serralona

Cursé mis estudios primarios en una calle seca de Villa Crespo, de 1987 a 1993. En el aula de quinto, una vez, y aunque no sé si estábamos en quinto o pasábamos por ese aula (a partir de un momento las aulas comenzaron a hacerse rotativas) escuché que algún compañero hablaba del idioma catalán. Que Serrat no era muy querido en España porque cantaba en catalán o porque no cantaba en catalán. Que en España no se hablaba sólo castellano, sino también catalán. Esto último, obviamente, era incomprensible. Los países tienen un idioma, y yo hablo el idioma que se habla en Castilla, pensé. Claro que en esa época no sabía lo que era Castilla, ni que el adjetivo del que hablaba mi compañero viene de un sustantivo que designa algo parecido a lo que designa “Castilla”.
Ahora que me acuerdo, ese día o en esos siete años se habló de estos temas. Alguien insistía en que “castellano” venía claramente de “Castilla” y no de “España”. Yo asentí con todos. Entonces surgió que “catalán” venía de “Cataluña”, que era algo así como una provincia. Yo ya conocía, entonces, aún siendo un niño, estas diferencias y estas relaciones.
Mi madre, psicóloga judía clase ´53, también las conocería. Siempre me pregunté cómo sería el sentimiento que le generaba, a ella y a sus compañeras de vida y de generación, Serrat. ¿Qué ternura, qué calentura les daba el Nano? Para eso sería necesario viajar en el tiempo rumbo a 1983, a la vuelta de la democracia, a Alfonsín, a la primavera…
Fito también las conocía. En ese después de la muerte, escribía “Como decía un catalán / voy tratando de crecer”. Es imposible saber ni explicar lo que sienten los catalanes al enterarse de que en Argentina hay una canción popular que los nombra en la cuarta palabra.
Yo pasé de conocerlas a alucinarlas en 1999. Se trató de una película, Todo sobre mi madre, vista en un cine de Belgrano, en una primera función. Salí en la esquina de Mendoza y Vuelta de Obligado, miré la calle y todo había cambiado. Algo parecido a lo que pasa cuando uno vuelve a un lugar que en algún momento fue cotidiano y ahora es lejano, pero con la fundamental diferencia de que yo nunca me había ido de ese lugar. Yo siempre había vivido por Colegiales o Belgrano, y sin embargo estaba viviendo un momento perteneciente a otro tiempo o, por lo menos, a otra vida. Había algo que yo no conocía pero había entrevisto en la película. Ese mediodía fue fundada mi verdadera adolescencia.
La trama: una pareja decide partir a Europa en medio de la dictadura argentina. Él se va unos meses antes, y cuando ella llega él (Esteban) se ha transformado en un monstruo barcelonés. Se puso tetas, es adicta a la heroína, vive la vida baja de los barrios del mar. Ella (Manuela) lo acepta un tiempo y luego se escapa a Madrid con un hijo que habían engendrado en Buenos Aires. La película comienza cuando este chico muere atropellado y Manuela, para cambiar de vida, va a Barcelona. Lola, ex-Esteban, sigue por ahí, destruida, lista para morir. Manuela adopta el hijo de una tercera mujer, que muere infectada de SIDA (por Lola), y vuelve a Madrid. Fin.
¿Fin?
Uno de los enigmas más claros que me planteó esta película es la escena del cementerio: Manuela y Lola se encuentran en unas escaleras de piedra beige. Es mediodía en Cataluña. Lola dice unas palabras inolvidables en su esencia y suena, de fondo un tango. Un tango en un mediodía catalán. Lo extraño es que el tango suena bien, casi perfecto. Su pertinencia es un misterio. ¿Por qué un tango va bien con una escena que ejecutan una argentina judía y un monstruoso travesti heroinómano tras el sol de Barcelona?
Las palabras de Esteban son sinceramente exquisitas: “Me estoy muriendo. Le robé a Amparo para pagarme el pasaje a Argentina. Quiero ver por última vez el pueblo, el río, nuestra calle” y sonríe como una mueca. Esa escena es lo más impresionante que entendí sobre la Argentina de los últimos treinta años. “El pueblo, el río, nuestra calle” en boca de unos ojos teñidos de veinte años de carnaval destructivo y de lo que alguna vez había sido un muchacho, Esteban, porteño, de un barrio. En boca de una heroinómana española con vista al Mediterráneo.
Yo creo que es esta relación oculta, dudosa, pero existente por demostrable, que une a los catalanes con los porteños, lo que llevó, aunque sea en un nivel lexical, la discusión al aula de quinto grado. O que une, debí haber dicho, a los porteños con Barcelona, que es casi lo mismo, porque no me refiero a los últimos críticos años en los que los departamentos del Barrio Gótico fusionaron a los millares de jóvenes europeos con las nubes de jóvenes argentinos, sino a los años en los que Oscar Masotta y Osvaldo Lamborghini iban y morían en Barcelona, rodeados de una población mas tradicional.
¿En que existe esa relación? Eso justamente intentaba desentrañar yo en Berlín, una tarde en la que Cesaria Evora tocó al aire libre (una tela impedía ver, pero se escuchaba bien), frente a Laura. Laura, una catalana de Lérida. Resulta que yo ya tenía que irme de Berlín, y las opciones eran Londres o Barcelona. En ningún lado tenía techo ni trabajo, pero sabía que en Londres era posible conseguir lo segundo. Así, lo que estaba haciendo era postergar la compra del pasaje que se me imponía. Tres días antes habíamos alquilado con unos amigos (madrileños, manchegos, canarios) la película de marras. La vimos en mi departamento y yo no podía creer que la posibilidad de estar un mes en esa ciudad se me iba tan fácilmente. Refrescada la mística del mediodía en Belgrano, al “vivo en Barcelona” de Laura le devolví un discurso libre sobre lo que Barcelona era para mí, sobre todo a través de esa película. Le dije todo lo que estoy escribiendo ahora, más de cuatro años después. Y ella me interrumpió. Yo ya sabía que ella volvía a su casa recién dos meses después, con lo que no podía alojarme. Me dijo: “Oye, si quieres te doy las llaves para que vayas”. La miré.
Llegué por primera vez a Barcelona para quedarme ese agosto del 2001. A los cinco días de llegar fue domingo, y acudí al parque donde estaba Barcelona. Una ronda inmensa, un millón de personas, un río de luz y remotas ciudades, de lenguajes, y en el centro un flaco bailando al ritmo de un millón de tambores. Fue uno de los momentos estéticos más plenos de mi vida. El chico se sacó la ropa, y cuando quedó en calzoncillos (mientras ofrecía sus convulsiones al sol, que se ponía sobre Buenos Aires) vi veinte escuditos de River Plate. Automáticamente pensé: “Esteban”.
Esa tarde le comenté mi descubrimiento a una chica de Misiones (no es una técnica de seducción) que vivía sobre Cabildo y ella me preguntó “¿vos escribís?” “sí, pero mal” “no creo”. A los seis meses hablé con ese pibe y me enteré de que se llamaba Cristian y era de Avellaneda. Y un día antes de volver (yo) a Buenos Aires, casi dos años después de la tarde del calzoncillo, me lo crucé con otros. Preguntó dónde se podía comprar unas telas, y le recomendé mi barrio, la calle Junqueras.
En ese tiempo conocí a algunos argentinos que podían ser Esteban. Gente sin marcas nacionales, o con las marcas nacionales puestas de manera muy particular. Había un chico que era del campo, cerca de La Plata, irreconocible. Había bohemios que caminaban descalzos sobre el cemento, y entre ellos nunca hablaban sobre de dónde venían. Había una chica a la que le pregunté y allá qué hacías, y me mandó al carajo. Luego a la noche me explicó el porqué y tenía razón. A mí acá nunca nadie me preguntó de dónde venía o qué hacía. ¿Por qué no te alcanza con lo que ves? Esta chica tiene, en Flores, donde vive, el futuro puesto en Brasil desde hace algunos años, y las conversaciones se han reproducido en este tiempo con alguna que otra variación.
La plaza del Duc de Medinaceli aparecía en la película. Durante ese agosto me fotografié allí y en el bar en el que Lola conoce al hijo que ha parido la muerta por SIDA, que queda ahí mismo. Tiempo después, en esa plaza me confesé ante una chica australiana a la que le gustó mi confesión. Es una plaza desde la que casi se ve el mar, llena de palmeras y rodeada de edificios viejos, del color de la piedra que allí abunda.
Hoy, a miles de kilómetros, empiezo a sentir que estoy volviendo, que voy a volver a pisar aquella ciudad que perteneció a otra vida y ahora pertenece simplemente al sueño y a otro tiempo. Lo sentí el otro día, mientras hablaba con el biógrafo de Lamborghini, Ricardo Straface, a veinte años de la muerte de Osvaldo, mirando la luz que pegaba en el mundo.