viernes, diciembre 02, 2005

Serralona

Cursé mis estudios primarios en una calle seca de Villa Crespo, de 1987 a 1993. En el aula de quinto, una vez, y aunque no sé si estábamos en quinto o pasábamos por ese aula (a partir de un momento las aulas comenzaron a hacerse rotativas) escuché que algún compañero hablaba del idioma catalán. Que Serrat no era muy querido en España porque cantaba en catalán o porque no cantaba en catalán. Que en España no se hablaba sólo castellano, sino también catalán. Esto último, obviamente, era incomprensible. Los países tienen un idioma, y yo hablo el idioma que se habla en Castilla, pensé. Claro que en esa época no sabía lo que era Castilla, ni que el adjetivo del que hablaba mi compañero viene de un sustantivo que designa algo parecido a lo que designa “Castilla”.
Ahora que me acuerdo, ese día o en esos siete años se habló de estos temas. Alguien insistía en que “castellano” venía claramente de “Castilla” y no de “España”. Yo asentí con todos. Entonces surgió que “catalán” venía de “Cataluña”, que era algo así como una provincia. Yo ya conocía, entonces, aún siendo un niño, estas diferencias y estas relaciones.
Mi madre, psicóloga judía clase ´53, también las conocería. Siempre me pregunté cómo sería el sentimiento que le generaba, a ella y a sus compañeras de vida y de generación, Serrat. ¿Qué ternura, qué calentura les daba el Nano? Para eso sería necesario viajar en el tiempo rumbo a 1983, a la vuelta de la democracia, a Alfonsín, a la primavera…
Fito también las conocía. En ese después de la muerte, escribía “Como decía un catalán / voy tratando de crecer”. Es imposible saber ni explicar lo que sienten los catalanes al enterarse de que en Argentina hay una canción popular que los nombra en la cuarta palabra.
Yo pasé de conocerlas a alucinarlas en 1999. Se trató de una película, Todo sobre mi madre, vista en un cine de Belgrano, en una primera función. Salí en la esquina de Mendoza y Vuelta de Obligado, miré la calle y todo había cambiado. Algo parecido a lo que pasa cuando uno vuelve a un lugar que en algún momento fue cotidiano y ahora es lejano, pero con la fundamental diferencia de que yo nunca me había ido de ese lugar. Yo siempre había vivido por Colegiales o Belgrano, y sin embargo estaba viviendo un momento perteneciente a otro tiempo o, por lo menos, a otra vida. Había algo que yo no conocía pero había entrevisto en la película. Ese mediodía fue fundada mi verdadera adolescencia.
La trama: una pareja decide partir a Europa en medio de la dictadura argentina. Él se va unos meses antes, y cuando ella llega él (Esteban) se ha transformado en un monstruo barcelonés. Se puso tetas, es adicta a la heroína, vive la vida baja de los barrios del mar. Ella (Manuela) lo acepta un tiempo y luego se escapa a Madrid con un hijo que habían engendrado en Buenos Aires. La película comienza cuando este chico muere atropellado y Manuela, para cambiar de vida, va a Barcelona. Lola, ex-Esteban, sigue por ahí, destruida, lista para morir. Manuela adopta el hijo de una tercera mujer, que muere infectada de SIDA (por Lola), y vuelve a Madrid. Fin.
¿Fin?
Uno de los enigmas más claros que me planteó esta película es la escena del cementerio: Manuela y Lola se encuentran en unas escaleras de piedra beige. Es mediodía en Cataluña. Lola dice unas palabras inolvidables en su esencia y suena, de fondo un tango. Un tango en un mediodía catalán. Lo extraño es que el tango suena bien, casi perfecto. Su pertinencia es un misterio. ¿Por qué un tango va bien con una escena que ejecutan una argentina judía y un monstruoso travesti heroinómano tras el sol de Barcelona?
Las palabras de Esteban son sinceramente exquisitas: “Me estoy muriendo. Le robé a Amparo para pagarme el pasaje a Argentina. Quiero ver por última vez el pueblo, el río, nuestra calle” y sonríe como una mueca. Esa escena es lo más impresionante que entendí sobre la Argentina de los últimos treinta años. “El pueblo, el río, nuestra calle” en boca de unos ojos teñidos de veinte años de carnaval destructivo y de lo que alguna vez había sido un muchacho, Esteban, porteño, de un barrio. En boca de una heroinómana española con vista al Mediterráneo.
Yo creo que es esta relación oculta, dudosa, pero existente por demostrable, que une a los catalanes con los porteños, lo que llevó, aunque sea en un nivel lexical, la discusión al aula de quinto grado. O que une, debí haber dicho, a los porteños con Barcelona, que es casi lo mismo, porque no me refiero a los últimos críticos años en los que los departamentos del Barrio Gótico fusionaron a los millares de jóvenes europeos con las nubes de jóvenes argentinos, sino a los años en los que Oscar Masotta y Osvaldo Lamborghini iban y morían en Barcelona, rodeados de una población mas tradicional.
¿En que existe esa relación? Eso justamente intentaba desentrañar yo en Berlín, una tarde en la que Cesaria Evora tocó al aire libre (una tela impedía ver, pero se escuchaba bien), frente a Laura. Laura, una catalana de Lérida. Resulta que yo ya tenía que irme de Berlín, y las opciones eran Londres o Barcelona. En ningún lado tenía techo ni trabajo, pero sabía que en Londres era posible conseguir lo segundo. Así, lo que estaba haciendo era postergar la compra del pasaje que se me imponía. Tres días antes habíamos alquilado con unos amigos (madrileños, manchegos, canarios) la película de marras. La vimos en mi departamento y yo no podía creer que la posibilidad de estar un mes en esa ciudad se me iba tan fácilmente. Refrescada la mística del mediodía en Belgrano, al “vivo en Barcelona” de Laura le devolví un discurso libre sobre lo que Barcelona era para mí, sobre todo a través de esa película. Le dije todo lo que estoy escribiendo ahora, más de cuatro años después. Y ella me interrumpió. Yo ya sabía que ella volvía a su casa recién dos meses después, con lo que no podía alojarme. Me dijo: “Oye, si quieres te doy las llaves para que vayas”. La miré.
Llegué por primera vez a Barcelona para quedarme ese agosto del 2001. A los cinco días de llegar fue domingo, y acudí al parque donde estaba Barcelona. Una ronda inmensa, un millón de personas, un río de luz y remotas ciudades, de lenguajes, y en el centro un flaco bailando al ritmo de un millón de tambores. Fue uno de los momentos estéticos más plenos de mi vida. El chico se sacó la ropa, y cuando quedó en calzoncillos (mientras ofrecía sus convulsiones al sol, que se ponía sobre Buenos Aires) vi veinte escuditos de River Plate. Automáticamente pensé: “Esteban”.
Esa tarde le comenté mi descubrimiento a una chica de Misiones (no es una técnica de seducción) que vivía sobre Cabildo y ella me preguntó “¿vos escribís?” “sí, pero mal” “no creo”. A los seis meses hablé con ese pibe y me enteré de que se llamaba Cristian y era de Avellaneda. Y un día antes de volver (yo) a Buenos Aires, casi dos años después de la tarde del calzoncillo, me lo crucé con otros. Preguntó dónde se podía comprar unas telas, y le recomendé mi barrio, la calle Junqueras.
En ese tiempo conocí a algunos argentinos que podían ser Esteban. Gente sin marcas nacionales, o con las marcas nacionales puestas de manera muy particular. Había un chico que era del campo, cerca de La Plata, irreconocible. Había bohemios que caminaban descalzos sobre el cemento, y entre ellos nunca hablaban sobre de dónde venían. Había una chica a la que le pregunté y allá qué hacías, y me mandó al carajo. Luego a la noche me explicó el porqué y tenía razón. A mí acá nunca nadie me preguntó de dónde venía o qué hacía. ¿Por qué no te alcanza con lo que ves? Esta chica tiene, en Flores, donde vive, el futuro puesto en Brasil desde hace algunos años, y las conversaciones se han reproducido en este tiempo con alguna que otra variación.
La plaza del Duc de Medinaceli aparecía en la película. Durante ese agosto me fotografié allí y en el bar en el que Lola conoce al hijo que ha parido la muerta por SIDA, que queda ahí mismo. Tiempo después, en esa plaza me confesé ante una chica australiana a la que le gustó mi confesión. Es una plaza desde la que casi se ve el mar, llena de palmeras y rodeada de edificios viejos, del color de la piedra que allí abunda.
Hoy, a miles de kilómetros, empiezo a sentir que estoy volviendo, que voy a volver a pisar aquella ciudad que perteneció a otra vida y ahora pertenece simplemente al sueño y a otro tiempo. Lo sentí el otro día, mientras hablaba con el biógrafo de Lamborghini, Ricardo Straface, a veinte años de la muerte de Osvaldo, mirando la luz que pegaba en el mundo.