martes, agosto 29, 2006

Joanna Roberts

Joanna Roberts vivió su infancia y adolescencia en Larchmont, un pueblito en el estado de Nueva York, a media hora de la Gran Manzana. Larchmont está en una especie de serie de penínsulas y bahías, sobre el Atlántico, y es una idílica combinación norteña de casitas blancas, bosques, mar y chicas como Joanna Roberts. En invierno la nieve puede llevar la temperatura a menos que cero, y en verano las familias unidas salen a navegar en sus veleros por el inmenso azul que, de alguna manera, los liga con la madre Inglaterra.
Joanna creció en una familia bien formada. Papá Ben, mamá Kenny, la hermana Claudia y un gato, Mookie. Así lo hace saber una edición del Larchmont Gazette del año 2003, en el que la familia toda firma una carta titulada «There is always hope». El texto de la carta versa (“we learned an amazing life lesson…”) sobre la casualidad y la alegría de encontrar, después de considerarlo largamente perdido, al gatito Mookie en una especie de pozo. Al verlo atrapado así, los Roberts llamaron al Larchmont Fire Department y al Larchmont Nursery. Con la ayuda de estas dos instituciones, los Roberts finalmente recuperaron a Mookie. En la carta, consideran esto como “the best holiday [se refieren al comienzo del año 2003] present imaginable”. En un primer momento, sin embargo, el gatito estaba extremadamente deshidratado. Por eso fue llevado al Village Animal Hospital, en Larchmont, y luego al Animal Medical Center de Nueva York, donde el doctor Peggy Booth se hizo cargo de él. La carta, finalmente, se revela como un festejo por haber encontrado al gato (“we are so overwhelmed with happiness to have our cat come home tonight”) y, al mismo tiempo y con similar importancia, es una muestra de gratitud a toda la gente de Larchmont “for this community’s support and encouragement”.
Joanna Roberts, actualmente de tan solo diecinueve años, ha firmado también, esta vez ella sola, un artículo titulado «The Butterfly Effect». Allí Joanna reflexiona sobre la profunda y misteriosa interconexión universal, cuya verdadera comprensión debería modelar nuestras conductas. Transcribo: “it’s easy to limit your understanding of yourself to believe that you are insignificant”. El artículo empieza y finaliza con una misma frase: “All the words we say today will come back to us on our doorstep in the newspaper tomorrow”. El texto aparece acompañado de una foto verdaderamente perturbadora: una Joanna de perfil, entusiasta y aniñada.
Al parecer, Joanna Roberts ha apoyado una solicitada para la campaña Ride for Peace, cuyo logo es un ciclista usando casco y sosteniendo una bandera en la que se lee, justamente, la consigna. También ha sido uno de los treinta y dos estudiantes que calificaron para el AP Scholar con Distinction Award, junto con, por ejemplo, Evan Palmer-Young, Daniel Plansky, Marc Raifman, Jacob Shapiro, Lauren Sher, Nicholas Smeets, Michael Vespe y Allison Waks.
Joanna Roberts, sin embargo, fue la única que apareció un lunes lluvioso, en el insólito horario de la una de la tarde, en el aula 234 de Puan.

El profesor Marcelo G. Burello entendió perfectamente, cuando terminó la clase, que entre la conversación que estábamos teniendo y el “what´s your name?” que me fue dirigido desde Joanna Roberts no había comparación posible. Muy sutilmente, aunque también de manera forzada, nos despedimos, detuve mi marcha y contesté.
Al llegar a la puerta de la Facultad, dos pisos más abajo, yo estaba dispuesto a todo. Lo primero fue cambiar su destino: en vez de subte E, subte A. Caminata por Caballito e invitación para ir a ver Martín Fierro, la película, en el Tita Merello. Nos bajamos en Avenida de Mayo y Nueve de Julio. Pasamos por el Hotel Castelar, vimos la placa dedicada a García Lorca y emprendimos la triple avenida. Yo caminaba suficientemente, ubicando mis pies en las zonas secas del suelo. Ella, muy por el contrario, parecía en medio de un rally, y saltaba como esquivando vertiginosos obstáculos móviles. En ese momento empecé a mirar su cuerpo y su vestimenta. Era una chica yanqui, llamativa, hermosa, que sólo por esas cosas del mundo globalizado podía estar superponiendo su vida con la mía.
Era la segunda vez en el año que me pasaba estar caminando con una norteamericana increíble y mirarle la cara y los ojos y sentir que eso no podía ser, pero para enfriar un poco (no por mí ni por ellas, sino por la ética) decirme “tranquilo, que igual no está tan buena, no tiene tetas”, y para comprobarlo bajar la mirada y encontrarme con una fascinante, con una divina franja mamaria.
Llegamos al Tita Merello, zona del sueño. Los horarios no nos daban y empezamos a caminar por Lavalle, por Florida. Los momentos para besarla (pero no “porque daba”, cosa que no hago más, sino porque brotaba del alma, porque realmente quería) fueron varios, pero me pregunté cada vez si mi caudaloso amor instantáneo era compatible con las categorías de una chica de Larchmont, Nueva York, seis años menor, y decidí no violentar la finísima tarde que estábamos teniendo.
Fuimos a Plaza San Martín, fuimos a tomar café con leche y comer tostados a la calle Paraguay (al 700, más o menos). Caminamos infinitamente y la dejé en su casa. La clase había terminado a las tres y eran las siete. Habían sido cuatro horas, suficientes para la locura, con Joanna Robberts, una chica de Larchmont a quien no conozco, la del efecto mariposa, la sonrisa cuando volvía del baño y el inmenso Atlántico. La que me hizo revisar mi escepticismo casi instintivo por la forma estándar del amor, la que supone que el estar bien puede no ser algo personal.

viernes, agosto 18, 2006

Invitación

Lectores, amigos, transeúntes y palestra:

En el marco del Primer encuentro de jóvenes intelectuales (hubiese jurado que el nombre del congreso incluía la palabra “judíos”), a desarrollarse los días 26, 27 y 28 de agosto en la AMIA, me veré pronunciando una exposición titulada
«Estéticas orientalistas ¿desubicadas?».
El trabajo (esta palabra siempre, cuando se refiere a mí, me parece excesiva) toca las obras de Sarmiento, Borges, Fito Páez y Adrián Rodríguez (más conocido como Adrián Dárgelos) para tratar de construir un horizonte cultural en el que una caminata alucinada y mesiánica por el Once no parezca desubicada o desproporcionada.

La cita es el lunes 28 de agosto, a las 14 horas, en la AMIA, Pasteur 633. En mi mesa, titulada «“¡Santos varénikes, Batman!” – Judaísmo y cultura de masas», expondrá también Martín Hadis, a quien pueden ver en cualquier librería porteña y, si van a mi casa, en la biblioteca.

Sé que, siendo un día de semana, vuestros eventuales deseos de asistir pueden verse truncados. Espero que, de todas maneras, los que quieran puedan hacerse un lugarcito en la agenda. Las exposiciones son obligadamente breves (quince minutos) y, quizás por eso, ágiles.

Recuerden, asimismo, que la entrada a la AMIA puede demorarse cinco minutos por cuestiones de seguridad.

¡Espero verlos ahí!

ale

viernes, agosto 11, 2006

Racing de París

Somos la primera generación en la historia de la raza humana que se ve, de alguna manera, obligada a interponer un milímetro (¡qué digo un milímetro: un nanómetro!) de látex en los campos del placer. Pero no me voy a poner a pensar, ahora, en esas cosas. Simplemente se me cruzó por la cabeza que mientras esta perra aúlla y ríe como si estuviese en otro lado estamos, también, separados por el Prime Extrafino que estoy descubriendo en este mismo y ambicioso momento. La primera generación en la cual el hombre no puede sentir libremente la rugosidad femenina y la perra no puede algo, que no sé qué es. Pero el Extrafino es todo un avance, es decir un retroceso, en este caso. Suerte que decidí no ahorrar más en forros: fue como una puerta que se abrió. Iba a trabajar más y a gastar más. Lo segundo ocurrió. Tomá, puta. Cómo pego el fino. Fino y Extrafino. Batman y Robin. Extra extra.
En fin. El Racing de París era un club de fútbol que existía en la década del ochenta. Equipo utópico, a pesar del nombre. Nunca nadie vio realmente un partido de ese Racing. Y hace añares que no se lo nombra. Pero tiene que haber existido, porque, según recuerdo, ahí jugó Enzo Francescoli, el uruguayo, el “ídolo triste” (así lo definió un periodista oriental), símbolo y estrella del club porteño River Plate hace también ya un tiempo. Racing de París. ¿Cómo era la camiseta? Uy, sí. Blanca, creo. Sí, sí. Pero pensándolo un poco más: si nunca vi al equipo, ¿qué imagen puedo tener de su camiseta? Lo único que recuerdo claramente, lo que en verdad sostiene este pasatiempo, es una foto de Enzo, cerca de 1986, sonriendo con una camiseta que recuerdo blanca y pisando una pelota con el fondo de tribunas de lo que pudo haber sido el estadio del Racing de París. El pasto era de un verde descolorido, como el de los pocos potreros verdaderos (ahora recuerdo el de Combate de los Pozos y Brasil) que quedan en Buenos Aires. Y las tribunas, y el cielo, todo tenía, para ser exactos, ¿te gusta?, un color desgastado. Lo desgastado (qué loca lucidez) puede que fuese la foto. Yo llegué al fútbol, como otros llegan a la literatura, en 1990. Ahí empecé a pedirle a mi familia que me compre El Gráfico. Y la foto de Enzo tiene que haber sido por esos años.
Sí.
Empecé siendo de Independiente, pero un día, a medianoche y habiéndolo previsto, me hice de Boca. Y aquí sigo, dándole duro. Gallina puta. Llora y llora. “Mirá, mirá, mirá, sacale una foto, se va del gallinero con el culo roto”. Fui a la Bombonera recién tres años después, un domingo de tormenta, bajo el agua (el revendedor le dijo a mi viejo “andate al Mádison Escuáre Gárden”). Vimos al Boca de Menotti contra el Lanús de Russo. Tres a cero. Glorioso el tercero.
En realidad no sé cuándo fue sacada la foto de Enzo (aunque tiene que haber sido por la fecha que dije antes, porque después siguió su carrera en otras ciudades europeas) ni cuándo la vi yo (aunque tiene que haber sido, inevitablemente, posterior a 1990) ni si la volví a ver en estos dieciséis años. Tengo que vender la colección de El Gráfico. Pero, si el pasto y el cielo y las tribunas estaban descoloridas, es muy tonto pensar que la conjetural camiseta del Racing de París no lo estuviese.
Pero qué loco, y más que eso, qué útil, pensar esta noche, después de tanto tiempo, en el Racing de París. Mi vida de ahora es, puede decirse, antagónica a la de aquel purrete. A los doce años (por poner una fecha en la que ya había entrado en el fútbol pero aún no había ido a la cancha) la felicidad estaba puesto, indudablemente, en la adultez. Desde la niñez lo había estado, pero pasada la decena etárea empecé a tener una medida real de las posibilidades de los mayores de dieciocho: ir a la cancha sin depender de nadie y comprar todas las revistas porno que pareciesen interesantes, básicamente.
¿Sigo?
El tiempo me demostró que la pornografía es totalmente aburrida y que las canchas son un perturbador escenario de la violencia. Es increíble que la vida sea eso: un querer hacer y un abrupto cambio que viene en el hacer mismo. Recuerdo que en las últimas épocas de la primaria nos movíamos en grupo por entre los kioscos de revistas, convenciéndonos unos a otros de ser el voluntario que iría y preguntaría por la revista en cuya tapa desfallecía Matilde Urbach, y recuerdo también que, en ese mismo tiempo, yo le insistía a mi familia para que me llevasen a las soñadas tribunas en las que mi felicidad se realizaría unívocamente.
No como ahora.
¿Qué más, Racing de París? ¿Te gusta, eh? Qué grande, Racing de París. Qué loco. Pensar que pensé en vos, lejano y distante, en este instante provechoso y competente. Como si no nos hubiesen separado los años. Goles son amor y minutos son años. Cómo pega el tándem fino-Extra-fino. No, no te hablo a vos, Racing de París. O sí. En París murió Foucault de SIDA. Esto es muy fuerte. Y yo pensando en el Racing de París. Al carajo. Racing de París, Racing de París.
- ah, ¿qué?, ah.

lunes, agosto 07, 2006

Tan Buenos Aires

Era de noche sobre Retiro, y la ciudad todavía era una esfera dentro de la adolescencia. La Nueve de Julio estaba terminando en esos momentos, derramada sobre Libertador, y nosotros tres, guardianes del secreto del futuro, mirábamos pasar el tiempo desde el Parque Thays. Descartamos el envoltorio plástico en el medio de unas flores, bajo el busto de una estatua, y nos sentamos en un banco de plaza o quizás en el césped. Mirábamos, o al menos miraba yo, las luces rojas de los autos yendo hacia la zona de la estación y la luz nocturna que la ciudad le entregaba a las nubes.
Después de un rato salimos del parque y cruzamos Libertador por cualquier lado. Caminamos por debajo de la recova hasta llegar a la Plaza Francia. En el camino nos detuvimos en el pasaje Schiaffino, donde está el Hotel Plaza Francia, porque yo quería ver la entrada y el lobby. Nos metimos por las escaleras que salen del pasaje y se meten directamente en la plaza, sin pasar por los caminos que algunas horas después, un domingo del año 2000, se llenarían de paseantes y de puestos de artesanía.
Divagamos por la atmósfera de esa ciudad irreconocible, extrañada, sacada del tiempo y puesta en la eternidad o, siquiera, en la amoralidad. Intercambiamos palabras, ideas, decires. Llegamos a las calles atestadas de bares. Esa movida, tan rara para nosotros, estaba hecha de aristócratas y lacayos, de categorías arcaicas y cantidades innecesarias. Nos apoyamos en un auto mientras el paisaje social cambiaba todo el tiempo. Cerca, a metros de nuestros cuerpos, había una fiesta. Mujeres que no cuidarían de nosotros (you do drugs or you do women) pasaban entre nosotros y la puerta del lugar. Seguíamos conversando, verdaderamente convencidos de nuestra existencia, cuando alguien se acercó y saludo a uno de nosotros. Tenía pecas, los ojos negros y algún tipo de disfraz. Hablamos todos. En un momento ella se sacó la boina e, impensablemente, nos mostró sin querer su pelo rojo. “¡Wendy!”. Le dije que era la niña que aparecía en el logo de la cadena de hamburguesas Wendy´s. Se sorprendió. No había espacio para la duda. Volvió a ponerse la boina. Seguimos hablando todos, y ella entró en la fiesta.
Seguimos la noche, no sé cómo.