Racing de París
Somos la primera generación en la historia de la raza humana que se ve, de alguna manera, obligada a interponer un milímetro (¡qué digo un milímetro: un nanómetro!) de látex en los campos del placer. Pero no me voy a poner a pensar, ahora, en esas cosas. Simplemente se me cruzó por la cabeza que mientras esta perra aúlla y ríe como si estuviese en otro lado estamos, también, separados por el Prime Extrafino que estoy descubriendo en este mismo y ambicioso momento. La primera generación en la cual el hombre no puede sentir libremente la rugosidad femenina y la perra no puede algo, que no sé qué es. Pero el Extrafino es todo un avance, es decir un retroceso, en este caso. Suerte que decidí no ahorrar más en forros: fue como una puerta que se abrió. Iba a trabajar más y a gastar más. Lo segundo ocurrió. Tomá, puta. Cómo pego el fino. Fino y Extrafino. Batman y Robin. Extra extra.
En fin. El Racing de París era un club de fútbol que existía en la década del ochenta. Equipo utópico, a pesar del nombre. Nunca nadie vio realmente un partido de ese Racing. Y hace añares que no se lo nombra. Pero tiene que haber existido, porque, según recuerdo, ahí jugó Enzo Francescoli, el uruguayo, el “ídolo triste” (así lo definió un periodista oriental), símbolo y estrella del club porteño River Plate hace también ya un tiempo. Racing de París. ¿Cómo era la camiseta? Uy, sí. Blanca, creo. Sí, sí. Pero pensándolo un poco más: si nunca vi al equipo, ¿qué imagen puedo tener de su camiseta? Lo único que recuerdo claramente, lo que en verdad sostiene este pasatiempo, es una foto de Enzo, cerca de 1986, sonriendo con una camiseta que recuerdo blanca y pisando una pelota con el fondo de tribunas de lo que pudo haber sido el estadio del Racing de París. El pasto era de un verde descolorido, como el de los pocos potreros verdaderos (ahora recuerdo el de Combate de los Pozos y Brasil) que quedan en Buenos Aires. Y las tribunas, y el cielo, todo tenía, para ser exactos, ¿te gusta?, un color desgastado. Lo desgastado (qué loca lucidez) puede que fuese la foto. Yo llegué al fútbol, como otros llegan a la literatura, en 1990. Ahí empecé a pedirle a mi familia que me compre El Gráfico. Y la foto de Enzo tiene que haber sido por esos años.
Sí.
Empecé siendo de Independiente, pero un día, a medianoche y habiéndolo previsto, me hice de Boca. Y aquí sigo, dándole duro. Gallina puta. Llora y llora. “Mirá, mirá, mirá, sacale una foto, se va del gallinero con el culo roto”. Fui a la Bombonera recién tres años después, un domingo de tormenta, bajo el agua (el revendedor le dijo a mi viejo “andate al Mádison Escuáre Gárden”). Vimos al Boca de Menotti contra el Lanús de Russo. Tres a cero. Glorioso el tercero.
En realidad no sé cuándo fue sacada la foto de Enzo (aunque tiene que haber sido por la fecha que dije antes, porque después siguió su carrera en otras ciudades europeas) ni cuándo la vi yo (aunque tiene que haber sido, inevitablemente, posterior a 1990) ni si la volví a ver en estos dieciséis años. Tengo que vender la colección de El Gráfico. Pero, si el pasto y el cielo y las tribunas estaban descoloridas, es muy tonto pensar que la conjetural camiseta del Racing de París no lo estuviese.
Pero qué loco, y más que eso, qué útil, pensar esta noche, después de tanto tiempo, en el Racing de París. Mi vida de ahora es, puede decirse, antagónica a la de aquel purrete. A los doce años (por poner una fecha en la que ya había entrado en el fútbol pero aún no había ido a la cancha) la felicidad estaba puesto, indudablemente, en la adultez. Desde la niñez lo había estado, pero pasada la decena etárea empecé a tener una medida real de las posibilidades de los mayores de dieciocho: ir a la cancha sin depender de nadie y comprar todas las revistas porno que pareciesen interesantes, básicamente.
¿Sigo?
El tiempo me demostró que la pornografía es totalmente aburrida y que las canchas son un perturbador escenario de la violencia. Es increíble que la vida sea eso: un querer hacer y un abrupto cambio que viene en el hacer mismo. Recuerdo que en las últimas épocas de la primaria nos movíamos en grupo por entre los kioscos de revistas, convenciéndonos unos a otros de ser el voluntario que iría y preguntaría por la revista en cuya tapa desfallecía Matilde Urbach, y recuerdo también que, en ese mismo tiempo, yo le insistía a mi familia para que me llevasen a las soñadas tribunas en las que mi felicidad se realizaría unívocamente.
No como ahora.
¿Qué más, Racing de París? ¿Te gusta, eh? Qué grande, Racing de París. Qué loco. Pensar que pensé en vos, lejano y distante, en este instante provechoso y competente. Como si no nos hubiesen separado los años. Goles son amor y minutos son años. Cómo pega el tándem fino-Extra-fino. No, no te hablo a vos, Racing de París. O sí. En París murió Foucault de SIDA. Esto es muy fuerte. Y yo pensando en el Racing de París. Al carajo. Racing de París, Racing de París.
- ah, ¿qué?, ah.
En fin. El Racing de París era un club de fútbol que existía en la década del ochenta. Equipo utópico, a pesar del nombre. Nunca nadie vio realmente un partido de ese Racing. Y hace añares que no se lo nombra. Pero tiene que haber existido, porque, según recuerdo, ahí jugó Enzo Francescoli, el uruguayo, el “ídolo triste” (así lo definió un periodista oriental), símbolo y estrella del club porteño River Plate hace también ya un tiempo. Racing de París. ¿Cómo era la camiseta? Uy, sí. Blanca, creo. Sí, sí. Pero pensándolo un poco más: si nunca vi al equipo, ¿qué imagen puedo tener de su camiseta? Lo único que recuerdo claramente, lo que en verdad sostiene este pasatiempo, es una foto de Enzo, cerca de 1986, sonriendo con una camiseta que recuerdo blanca y pisando una pelota con el fondo de tribunas de lo que pudo haber sido el estadio del Racing de París. El pasto era de un verde descolorido, como el de los pocos potreros verdaderos (ahora recuerdo el de Combate de los Pozos y Brasil) que quedan en Buenos Aires. Y las tribunas, y el cielo, todo tenía, para ser exactos, ¿te gusta?, un color desgastado. Lo desgastado (qué loca lucidez) puede que fuese la foto. Yo llegué al fútbol, como otros llegan a la literatura, en 1990. Ahí empecé a pedirle a mi familia que me compre El Gráfico. Y la foto de Enzo tiene que haber sido por esos años.
Sí.
Empecé siendo de Independiente, pero un día, a medianoche y habiéndolo previsto, me hice de Boca. Y aquí sigo, dándole duro. Gallina puta. Llora y llora. “Mirá, mirá, mirá, sacale una foto, se va del gallinero con el culo roto”. Fui a la Bombonera recién tres años después, un domingo de tormenta, bajo el agua (el revendedor le dijo a mi viejo “andate al Mádison Escuáre Gárden”). Vimos al Boca de Menotti contra el Lanús de Russo. Tres a cero. Glorioso el tercero.
En realidad no sé cuándo fue sacada la foto de Enzo (aunque tiene que haber sido por la fecha que dije antes, porque después siguió su carrera en otras ciudades europeas) ni cuándo la vi yo (aunque tiene que haber sido, inevitablemente, posterior a 1990) ni si la volví a ver en estos dieciséis años. Tengo que vender la colección de El Gráfico. Pero, si el pasto y el cielo y las tribunas estaban descoloridas, es muy tonto pensar que la conjetural camiseta del Racing de París no lo estuviese.
Pero qué loco, y más que eso, qué útil, pensar esta noche, después de tanto tiempo, en el Racing de París. Mi vida de ahora es, puede decirse, antagónica a la de aquel purrete. A los doce años (por poner una fecha en la que ya había entrado en el fútbol pero aún no había ido a la cancha) la felicidad estaba puesto, indudablemente, en la adultez. Desde la niñez lo había estado, pero pasada la decena etárea empecé a tener una medida real de las posibilidades de los mayores de dieciocho: ir a la cancha sin depender de nadie y comprar todas las revistas porno que pareciesen interesantes, básicamente.
¿Sigo?
El tiempo me demostró que la pornografía es totalmente aburrida y que las canchas son un perturbador escenario de la violencia. Es increíble que la vida sea eso: un querer hacer y un abrupto cambio que viene en el hacer mismo. Recuerdo que en las últimas épocas de la primaria nos movíamos en grupo por entre los kioscos de revistas, convenciéndonos unos a otros de ser el voluntario que iría y preguntaría por la revista en cuya tapa desfallecía Matilde Urbach, y recuerdo también que, en ese mismo tiempo, yo le insistía a mi familia para que me llevasen a las soñadas tribunas en las que mi felicidad se realizaría unívocamente.
No como ahora.
¿Qué más, Racing de París? ¿Te gusta, eh? Qué grande, Racing de París. Qué loco. Pensar que pensé en vos, lejano y distante, en este instante provechoso y competente. Como si no nos hubiesen separado los años. Goles son amor y minutos son años. Cómo pega el tándem fino-Extra-fino. No, no te hablo a vos, Racing de París. O sí. En París murió Foucault de SIDA. Esto es muy fuerte. Y yo pensando en el Racing de París. Al carajo. Racing de París, Racing de París.
- ah, ¿qué?, ah.