Tan Buenos Aires
Era de noche sobre Retiro, y la ciudad todavía era una esfera dentro de la adolescencia. La Nueve de Julio estaba terminando en esos momentos, derramada sobre Libertador, y nosotros tres, guardianes del secreto del futuro, mirábamos pasar el tiempo desde el Parque Thays. Descartamos el envoltorio plástico en el medio de unas flores, bajo el busto de una estatua, y nos sentamos en un banco de plaza o quizás en el césped. Mirábamos, o al menos miraba yo, las luces rojas de los autos yendo hacia la zona de la estación y la luz nocturna que la ciudad le entregaba a las nubes.
Después de un rato salimos del parque y cruzamos Libertador por cualquier lado. Caminamos por debajo de la recova hasta llegar a la Plaza Francia. En el camino nos detuvimos en el pasaje Schiaffino, donde está el Hotel Plaza Francia, porque yo quería ver la entrada y el lobby. Nos metimos por las escaleras que salen del pasaje y se meten directamente en la plaza, sin pasar por los caminos que algunas horas después, un domingo del año 2000, se llenarían de paseantes y de puestos de artesanía.
Divagamos por la atmósfera de esa ciudad irreconocible, extrañada, sacada del tiempo y puesta en la eternidad o, siquiera, en la amoralidad. Intercambiamos palabras, ideas, decires. Llegamos a las calles atestadas de bares. Esa movida, tan rara para nosotros, estaba hecha de aristócratas y lacayos, de categorías arcaicas y cantidades innecesarias. Nos apoyamos en un auto mientras el paisaje social cambiaba todo el tiempo. Cerca, a metros de nuestros cuerpos, había una fiesta. Mujeres que no cuidarían de nosotros (you do drugs or you do women) pasaban entre nosotros y la puerta del lugar. Seguíamos conversando, verdaderamente convencidos de nuestra existencia, cuando alguien se acercó y saludo a uno de nosotros. Tenía pecas, los ojos negros y algún tipo de disfraz. Hablamos todos. En un momento ella se sacó la boina e, impensablemente, nos mostró sin querer su pelo rojo. “¡Wendy!”. Le dije que era la niña que aparecía en el logo de la cadena de hamburguesas Wendy´s. Se sorprendió. No había espacio para la duda. Volvió a ponerse la boina. Seguimos hablando todos, y ella entró en la fiesta.
Seguimos la noche, no sé cómo.
Después de un rato salimos del parque y cruzamos Libertador por cualquier lado. Caminamos por debajo de la recova hasta llegar a la Plaza Francia. En el camino nos detuvimos en el pasaje Schiaffino, donde está el Hotel Plaza Francia, porque yo quería ver la entrada y el lobby. Nos metimos por las escaleras que salen del pasaje y se meten directamente en la plaza, sin pasar por los caminos que algunas horas después, un domingo del año 2000, se llenarían de paseantes y de puestos de artesanía.
Divagamos por la atmósfera de esa ciudad irreconocible, extrañada, sacada del tiempo y puesta en la eternidad o, siquiera, en la amoralidad. Intercambiamos palabras, ideas, decires. Llegamos a las calles atestadas de bares. Esa movida, tan rara para nosotros, estaba hecha de aristócratas y lacayos, de categorías arcaicas y cantidades innecesarias. Nos apoyamos en un auto mientras el paisaje social cambiaba todo el tiempo. Cerca, a metros de nuestros cuerpos, había una fiesta. Mujeres que no cuidarían de nosotros (you do drugs or you do women) pasaban entre nosotros y la puerta del lugar. Seguíamos conversando, verdaderamente convencidos de nuestra existencia, cuando alguien se acercó y saludo a uno de nosotros. Tenía pecas, los ojos negros y algún tipo de disfraz. Hablamos todos. En un momento ella se sacó la boina e, impensablemente, nos mostró sin querer su pelo rojo. “¡Wendy!”. Le dije que era la niña que aparecía en el logo de la cadena de hamburguesas Wendy´s. Se sorprendió. No había espacio para la duda. Volvió a ponerse la boina. Seguimos hablando todos, y ella entró en la fiesta.
Seguimos la noche, no sé cómo.