Los últimos lectores
Suelen decir los lectores de Aira, los que catapultan a Aira a una cima imaginaria, como debe ser toda cima, que Piglia les repudre la cabeza. Esa es la expresión: les repudre la cabeza. Un lector de Aira la pronuncia y otro lector de Aira la recoge. Aira es esa palabra mágica, que roza el aire, y que como el aire no es más que un espacio voluminoso lleno de oxígeno, o un horizonte abierto y lejano en el que es posible casi todo. ¿Piglia? Piglia es, digamos, una máquina de repudrir cabezas.
Me llama mucho la atención esta manera de pensar. Leí varias veces, en forma a veces lineal y otras desordenada, Crítica y ficción. Es una recopilación de entrevistas e intervenciones en congresos, a mi juicio admirables en su fluidez y poder de iluminación. Es un libro de crítica y teoría para leer en el baño, sin tecniquerías vanas pero con una altura de pensamiento asombrosa. También leí varias de sus novelas y cuentos: concuerdo con el lugar común que sostiene aquello de “Piglia es mejor lector que escritor”, lo que no implica que lo considere un mal escritor. Simplemente sus posiciones e intervenciones como crítico son tan claras que dejan a los libros de ficción un poco atrás.
De Aira leí, últimamente, El tilo, Un episodio en la vida del pintor viajero y La villa. Ese es el orden cronológico en que los fui leyendo y coincide, yendo de menor a mayor, con el vuelo literario de los textos. El tilo tiene momentos muy interesantes de destello, sobre todo cuando ahonda en el tibio color amarillo peronista de una infancia en la Provincia de Buenos Aires. Un episodio en la vida del pintor viajero me pareció mejor aún (los paisajes, el ambiente, la época y la trama) y La villa ya me pareció un gran libro. Transcurre entre las vías del ferrocarril Sarmiento, que corren paralelas a la avenida Rivadavia, y el Bajo Flores. Dibuja una Buenos Aires real, una red de gente que se mueve en el mismo barrio y una lógica fantasiosa y secreta de las cosas.
Otra forma de pensar a los escritores, tan inestable como cualquiera, es mediante sus lectores. No por sacar conclusiones estúpidas, transfiriendo rasgos de un lado a otro, sino debido a que la definición de una literatura tiene mucho que ver con la forma en que quien lee construye el texto. Y es interesante, no para hablar de Aira, sino de la figura de Aira, de cómo Aira es leído, señalar una pequeña contradicción.
El estereotipo (que es casi siempre alimentado por los lectores de Aira, y muy poco por los de Piglia) habla de dos literaturas. Una abierta, aérea, extraña, creativa, y otra anquilosada, erudita, dinosauria, atada al pasado y a determinados saberes. Cuando Aira habla de no corregir sus textos, o de corregirlos para adelante, Piglia “confiesa” que antes de escribir una novela escribe dos o tres versiones para enterarse de qué va la historia y qué tono le corresponde. Así, Piglia sería, o se figuraría a sí mismo, una especie de excavador que busca lo que ya estaba en algún lado, mientras Aira se dedica a crear, no quiero decir “de la nada”, pero sí con un énfasis en lo que será.
La contradicción se invierte increíblemente cuando vamos a los lectores.
Recomiéndese a un amante de Piglia algún libro de Aira, y verá que, una vez leído, el pigliano saluda amablemente a esa nueva literatura un poco rara, un poco nueva, un poco imbécil. (Con Aira, esa palabra ha dejado de ser necesariamente agresiva). Recomiéndese luego un libro de Piglia al fan de Aira: verá materializado el más sólido desdén y la más cerrada obturación.
Una literatura erudita, “repodrida”, cerrada, neurótica de pasado y profundidad, asfixiada por la tradición, capta lectores que se sumergen en la lectura de Aira con una curiosidad que recuerda lo que Aira, según dicen, dice. Y en cambio la literatura de lo abierto, lo nuevo, lo que vendrá, crea lectores plenamente dogmáticos, fanáticos, reacios a encontrar, en un escritor que por lo menos valdría la pena intentar leer en función del reconocimiento que ha logrado, algún destello; lectores reaccionarios que nos recuerdan la fatídica mención a la pasta dentífrica en el primer párrafo de Rayuela.
Me llama mucho la atención esta manera de pensar. Leí varias veces, en forma a veces lineal y otras desordenada, Crítica y ficción. Es una recopilación de entrevistas e intervenciones en congresos, a mi juicio admirables en su fluidez y poder de iluminación. Es un libro de crítica y teoría para leer en el baño, sin tecniquerías vanas pero con una altura de pensamiento asombrosa. También leí varias de sus novelas y cuentos: concuerdo con el lugar común que sostiene aquello de “Piglia es mejor lector que escritor”, lo que no implica que lo considere un mal escritor. Simplemente sus posiciones e intervenciones como crítico son tan claras que dejan a los libros de ficción un poco atrás.
De Aira leí, últimamente, El tilo, Un episodio en la vida del pintor viajero y La villa. Ese es el orden cronológico en que los fui leyendo y coincide, yendo de menor a mayor, con el vuelo literario de los textos. El tilo tiene momentos muy interesantes de destello, sobre todo cuando ahonda en el tibio color amarillo peronista de una infancia en la Provincia de Buenos Aires. Un episodio en la vida del pintor viajero me pareció mejor aún (los paisajes, el ambiente, la época y la trama) y La villa ya me pareció un gran libro. Transcurre entre las vías del ferrocarril Sarmiento, que corren paralelas a la avenida Rivadavia, y el Bajo Flores. Dibuja una Buenos Aires real, una red de gente que se mueve en el mismo barrio y una lógica fantasiosa y secreta de las cosas.
Otra forma de pensar a los escritores, tan inestable como cualquiera, es mediante sus lectores. No por sacar conclusiones estúpidas, transfiriendo rasgos de un lado a otro, sino debido a que la definición de una literatura tiene mucho que ver con la forma en que quien lee construye el texto. Y es interesante, no para hablar de Aira, sino de la figura de Aira, de cómo Aira es leído, señalar una pequeña contradicción.
El estereotipo (que es casi siempre alimentado por los lectores de Aira, y muy poco por los de Piglia) habla de dos literaturas. Una abierta, aérea, extraña, creativa, y otra anquilosada, erudita, dinosauria, atada al pasado y a determinados saberes. Cuando Aira habla de no corregir sus textos, o de corregirlos para adelante, Piglia “confiesa” que antes de escribir una novela escribe dos o tres versiones para enterarse de qué va la historia y qué tono le corresponde. Así, Piglia sería, o se figuraría a sí mismo, una especie de excavador que busca lo que ya estaba en algún lado, mientras Aira se dedica a crear, no quiero decir “de la nada”, pero sí con un énfasis en lo que será.
La contradicción se invierte increíblemente cuando vamos a los lectores.
Recomiéndese a un amante de Piglia algún libro de Aira, y verá que, una vez leído, el pigliano saluda amablemente a esa nueva literatura un poco rara, un poco nueva, un poco imbécil. (Con Aira, esa palabra ha dejado de ser necesariamente agresiva). Recomiéndese luego un libro de Piglia al fan de Aira: verá materializado el más sólido desdén y la más cerrada obturación.
Una literatura erudita, “repodrida”, cerrada, neurótica de pasado y profundidad, asfixiada por la tradición, capta lectores que se sumergen en la lectura de Aira con una curiosidad que recuerda lo que Aira, según dicen, dice. Y en cambio la literatura de lo abierto, lo nuevo, lo que vendrá, crea lectores plenamente dogmáticos, fanáticos, reacios a encontrar, en un escritor que por lo menos valdría la pena intentar leer en función del reconocimiento que ha logrado, algún destello; lectores reaccionarios que nos recuerdan la fatídica mención a la pasta dentífrica en el primer párrafo de Rayuela.