viernes, mayo 12, 2006

Al-Jazeera

En las librerías de Corrientes y Talcahuano, cuando el transeúnte se transforma en lector y el lector empieza su remontada mágica por ese segundo río, sucede a veces que entre los diversos estantes y las multitudes de títulos resurge, señorial, ese libro único que se llama Las 1001 noches. Las ediciones varían fácilmente: la que yo conseguí en Liberarte es una antología preparada por Julio Samsó para Alianza Editorial, de Madrid, publicada por primera vez en 1976 y vuelta a editar en 2000.
El problema del autor en la literatura encuentra en las Noches un caso excepcional: ni firmado ni anónimo, es producto de cientos o de miles de contadores de cuentos. Toda obra tiene algo de colectivo; las Noches han quedado como algo más que una multiplicación de individualidades. Libro remoto como pocos, se refiere ya a un pasado lejano, obligando al lector a revisar las nociones que se tienen sobre el tiempo. ¿Qué quiere decir, en la primera frase de un libro que pertenece a otro mundo, “en la época antigua y en los tiempos que ya han transcurrido”? ¿Qué tiempo verbal se corresponde con ese lugar de la imaginación y de la Historia? En otra traducción, de Vicente Blasco Ibáñez y J. C. Mardrus (Ediciones L. F.), en la primera historia, la del rey Shahriyar y su hermano Shahzaman, el momento en el que Shahzaman retrasa su viaje a Samarcanda (Persia) para ver a Shahriyar y encuentra, de vuelta en su palacio, a su esposa “durmiendo en su propia cama abrazada a un esclavo negro” (traduce Samsó) es matizado así: “encontró a su esposa, tendida en el lecho, abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos”. ¿De qué no está hablando esta línea? ¿Hay algo más, otra cosa, que pueda leerse sobre el mundo?

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Por suerte todavía es posible meterse por ejemplo en el Ouro Preto a ver cómo se va la tarde. Sabemos, por las primeras páginas de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», que esas calles del centro porteño están, alucinadas, en el mismo mundo en el que también “las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes”. En este caso el libro es otro: Las 1001 noches. Los ríos, obviamente el primero y el segundo, se mezclan en los ojos del lector y no antes. Atrás quedan Tlön, Uqbar y los ortodoxos que en el siglo XIII buscaron amparo en las islas, como queda atrás la caminata desde Riobamba y todos los desplazamientos del hombre en el plano llano y móvil, insignificante y banal, del mundo. La tarde se desliza sola y el libro, filiado a una edición de El Cairo de 1962 “que sigue a la edición Bulaq, 1835” (página 19), dice: “Aquel hombre iba revestido de una túnica de satén rojo; sobre un hombro llevaba un manto amarillo bordado; en la cabeza, un turbante de Mosul, y en el otro hombro, una bolsa de seda verde llena de madera de cardamomo, de la que se servía, en lugar de leña, para alimentar el fuego de la antorcha” (página 221). El califa (que reaparece en Borges profesor) se siente triste y ha pedido a su ministro “distraerme esta noche por las calles de Bagdad” cuando encuentra a aquel hombre. Por supuesto, algo ha ocurrido: iguales elementos en lugares muy lejanos de la cultura (el único ejemplo que encuentro a esa altura es el del nombre del estadio del Chelsea, Stamford Bridge, que aparece oblicuamente en los canales deportivos y en esta frase: “Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más.”). Incluso si la escena se evade del bar sobre Corrientes y se traslada a un tranquilo mediodía de Gualeguaychú. Adentro de una carpa en la que apenas entran dos personas acostadas, el tiempo de las Noches choca contra el tiempo de todo lo demás, el tiempo de las palabras del lector. Pasear una noche por las calles de Bagdad, un turbante de Mosul, etcétera. El arbitrario lector del siglo XXI, imposibilitado de no asociar esos nombres de ciudades a los bombardeos norteamericanos, trata de pensar. ¿La mesopotamia que memorizamos a los catorce años?

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¿Bagdad? ¿Mosul? Los ejércitos aliados conquistan y la pantalla navega indiferente por los escenarios del mundo. Sus partículas establecen con la realidad una relación que en sentido general podemos llamar posmodernidad. Lo que queda por nombrar, o lo que aún es sorprendente y virgen, es esa impresión mágica, poderosa y sutil, que pueden ejercer una página y su extensa historia, que es la de las vueltas del tiempo y también la de las mareas mundanas sobre el preciso reino de la literatura.