viernes, febrero 24, 2006

Paroxismo (muchos aviones)

Quizás como el traductor que en el hotel de Adrogué recuerda o niega las turbulencias de Tlön, escribo este último apunte de viaje en la computadora de un sótano de Coronel Díaz. Hubiese querido, o debido, escribirlo hace dos o tres días, cuando la realidad era líquida y los continentes iban y venían, una rueda mágica de vuelos, las tierras de Israel y de España que se repetían como escalas cualquiera en la semana más aérea de mi vida, o que yo recuerde.
Alguna vez, en Villa Pueyrredón, hablamos de Maradona, de cómo el Gordo podía pasar de estar literalmente atado en una quinta de Ituzaingó a colgarse fumando un habano en su balcón frente a la bahía de Montecarlo, de la vida como una imagen que simplemente va cambiando progresivamente. Y la verdad es que esa figura, la de la vida como video, como perspectiva lisa sobre algo, ha guiado un poco todo esto.
Una vez que volví a caminar, en Madrid, me dejé llevar por las calles, las tardes y varios discos. Salí a caminar, bajé por Hortaleza varias veces, chupé la esencia misma de la ciudad (García Márquez ha escrito: "Madrid de España, una ciudad remota..."), me encontré con la calle del Pez, que es la calle del Salmón ahora, estuve en Toledo, en Segovia, leyendo Vidas imaginarias en los campos de Castilla, viendo desde la tribuna al Atlético de Madrid que vencía a la Real Sociedad, descubriendo en la Puerta del Sol, a tres metros del oso, una placa que dice "Aquí vivió Jorge Luis Borges en 1920...". Quien alguna vez pueda, que vaya a la Puerta del Sol a ver el cartel de Tío Pepe, "sol de Andalucía embotellado", que constituye la esencia misma de España.
Después volví al sol terroso de Barcelona para pasar mis últimos días europeos ahí, en una de mis patrias. Cuando Jorge decía "Ginebra, una de mis patrias" creo que estaba diciendo lo mismo que dice el Indio cuando canta "Nike es la cultura". Nike es la cultura porque alienta un imaginario, una fantasía. En este viaje muchas veces miré, pecador, mi mochila Nike azul y eso me generó algo, como cuando jugaba al futbol con botines buenos. Barcelona es eso, es la posibilidad de sentir algo, una conexión, una fantasía, una onda, y por eso es también una patria, digamos.
Empecé la semana en el bar Céntrico, en la calle Tallers ("sí, sabíamos, que él venía mucho aquí... ¿en qué página lo pone?", "¿me podrías conseguir una foto, para ponerla?") y espero terminarla, seguro, hoy, viernes, en el Varela o quizás en Tiziano, veremos ahora.
Esta breve pero prolongada estancia en Barcelona y Madrid estuvo muy bien, además, porque después de mi viaje y residencia allá todo eso estaba como muy fósil, sin vida propia, digamos una propiedad exclusiva del recuerdo, y estuvo muy bien ver que todo eso sigue existiendo independientemente y, sobre todo, que se puede volver, que sólo es una cuestión de dinero, y no tanto metafísica.
Pregunto: ¿hay que romper con este tipo de metafísica?
Dejar Barcelona fue de repente empezar a flashear con los últimos cuarenta metros de la realidad, esos cuarenta metros que son los que cambian con los viajes. El paisaje de Ezeiza, de El Prat, de Ben Gurion, es el mismo. El fondo plano del horizonte y la humanidad superpuesta en un segundo plano. Salí el martes y juro que fue una pepa, una sobredosis de globalización.
Salí del hall de El Prat a despedirme de Barcelona, en donde tantos cafés me había tomado, y de Europa. Me tiré en un pastito, feliz, se veía el Tibidabo, se veían las montañas de Barcelona, y recordé otras mañanas, también a orillas de un aeropuerto, en las que la realidad se relativizaba. Fui a tomar mi vuelo y resulta que se había cancelado. "Necesitamos quince voluntarios que vuelen a Tel Aviv en seis horas, vía Roma, y les damos cuatrocientos euros". Los cuerpos temblaban, la posiblidad del dinero abundante y fácil nos sobrepasaba. Conseguí meterme en esas quince plazas (era fácil, al final, porque sólo lo permitían a quienes tomábamos el avión en Barcelona, y no a quienes venían de Buenos Aires) y me quedé todo el día deambulando por el aeropuerto con una vieja conocida de la juventud, a quien encontré mucho menos pendeja y desagradable que entonces. Fue grato. Volamos a Roma, a donde conducen evidentemente todos los caminos, estuvimos un ratito, escuché Milan-Bayern por la radio, y abordamos el vuelo a Tel Aviv. Ya en Israel buscamos la oficina de Iberia, donde cobraríamos en efectivo y en el momento. El problema es que no había oficina de Iberia. No teníamos comprobantes, nada. Tensión. Finalmente encontramos a alguien, nos abalanzamos un poco, y para nuestra desgracia esta persona se fija en la computadora y nos habían computado doscientos euros en vez de cuatrocientos. Imaginen. De todas formas, voy a protestar mucho, lo prometo.
Amanecía y encaré para la ciudad, para la casa de Doron. Amanecía y el sol era una bola de fuego bíblica alzándose sobre una ciudad asiática, o con letras asiáticas, que es lo mismo. La gira era loca. La tierra de Israel, la tierra de España. Llegué a lo de Doron, tiré la mochila, él siguió durmiendo y me fui a caminar liviano después de no haber dormido casi nada en dos noches pero sabiendo que era mi último día remoto. Me fui a la playa, me tiré, doblé el cuello y vi el extraño panorama de Tel Aviv, me metí por la escollera que ya tantas veces había transitado, me senté en una silla de plástico puesta milagrosamente ahí, leí un poco de Los detectives salvajes, que de hecho pasan por Tel aviv, pensé en cómo sería leerlos en Buenos Aires, lejos ya del parque Edith Wolfson y de la calle Tallers, y sentí una melancolía que ahora no siento, porque no y porque leer en Buenos Aires es también un lujo.
Dejé atrás el mar, me metí en la ciudad, empece a caminar por Shenkin, el palermismo israelí (en el negocio cool Adidas había unas zapatillas que decían "I love Buenos Aires" y las tres tiras se combinaban con un montón de solcitos, los solcitos horribles, amarillos con boca roja, de la bandera de la Provincia de Buenos Aires), me senté en un bar palermista, lo cual era un viejo sueño, con el sol de las ocho de la mañana y el aire y música cubana en el negocio de al lado, seguí leyendo, y fui a despertar a Doron. Volvimos a la playa, al glorioso sol, nos metimos en el mar (yo llevaba, creo, como seis años de abstinencia), y caminamos por la playa hasta Yaffo. El mar me había pegado bocha, y la frescura del mundo era evidente. La visión de Yaffo es exactamente la que corresponde al episodio del cautivo en el Quijote: mar azul, mar cerrado por otras tierras, construcciones arabescas y palmeras. Comimos un hummus increíble, paseamos y volvimos.
La tarde pasó, la noche llegó, vimos con Doron y Sime Chelsea-Barcelona, gritamos la victoria catalana, y al rato ya me tuve que ir al aeropuerto. Volver a España, para una pequeña escala, después de veinticuatro horas en Israel. A la gente de seguridad del aeropuerto de Ben Gurion esto les pareció muy raro. A la mina que me vino a preguntar (al llegar y partir de Israel siempre te hacen preguntas referidas a la seguridad) no le gustó mucho y al toque vino un superior. Me acordé de "Ante la ley", el cuento de Kafka, cuando el guardia dice que los guardias de más adentro son aún más terribles. Me pregunto qué venía después de este tipo, que era un gordo con anteojos tipo Bono, una mezcla de Bono y Martín Menéndez, un profesor de língüística de la UBA.
Después me encontré con un par de pibes de BRIA, nos saludamos efusivamente y nos disolvimos en los vuelos y las tierras planas de los aeropuertos, antes de llegar a Buenos Aires y pasar al lado de un estadio en el que estaban tocando los Rolling Stones, antes de llegar y punto. Un nuevo año comienza, las ganas son muchas, un saludo a tutti, nos vemos o nos leemos, volvemos ahora al karma de la literatura o la ambición de la literatura, hasta otra,
ale