lunes, marzo 20, 2006

Irak (III)

(continúa)

Salimos a caminar bajo la llovizna tenue que había vuelto a Bagdad. Sus tobillos se bañaban en el polvo del desierto que inunda la ciudad. Dimos alguna vuelta por K´lahme y nos sentamos en un banco de plaza, amparados en su paraguas. Serían las cinco. Ahí le expliqué mi teoría de por qué es glorioso viajar y pasarse el tiempo en plazas (como entonces) o en bares. Mi teoría es que esos lugares son una forma de despreciar todo el esfuerzo que significa llegar lejos y son una apuesta posmoderna por la ambivalencia.
-Una apuesta burguesa.
El corregirme implicaba en ese punto varias cosas. Saqué mi habano, y recordé otros habanos más pacíficos. “¿Burguesa?” le dije.
-Sí, porque es un pensamiento que está en las antípodas del trabajo.
De repente la lluvia se nos vino encima, y el ombú y el sobretodo ya no podían ser considerados nuestra cubierta. Nos levantamos y volvimos caminando a la Calle Central, pensando yo en algún bar o algo así, aunque de algún bar veníamos.
-¿Dónde parás?
-Estoy en un hotel muy cerca de la plaza, el Westfalia, pero creo que me voy a mudar a una casa de iraquíes (locals) que conocí hace tres días.
Pensé en esa portuguesa, a la que tenía enfrente, desnuda. ¿Qué clase de iraquíes eran los que no se le iban a abalanzar al primer parpadeo? Y ella tenía que saberlo, porque esto nadie lo ignora.
Súbitamente, otro recuerdo, como ejemplo o como justificación (no quería verla encadenada a ningún iraquí virilote) me retrotrajo a otros árabes y a otra dama europea. Venía, el recuerdo, de Berlín, del Carnaval de las Culturas de 2001, en una noche que también llovía intermitentemente. Al bajar del andén en Görlitzer Bahnhof me encontré con tres escenarios, uno de los cuales estaba dedicado a las tradiciones islámicas. Acercándome, de pronto estaba rodeado de turcos. Parecía Ankara. De repente empezó una canción, y se abrió un hueco en el que había empezado a moverse una chica rubia, alemana muy probablemente, al erótico compás de la música de los árabes. La chica bailaba que daba, depende de de qué lado de la subjetividad se ubicara uno, placer o desesperación. Eso me pasaba a mí. Los turcos estaban totalmente sacados, babeando como perros, aplaudiendo y riendo, buscando una mirada de esa princesa que en el baile parecía someterse al recuerdo de un desierto que sin dudas no poseía y que los turcos, al sí poseerlo, sentían, o yo sentía que ellos sentían, yo, que no era turco ni alemán sino un sudamericano casi sin rasgos definitorios, como una definitiva invitación al sexo.
Tenía que llevarme esa chica a casa. Tenía que hacerla convivir conmigo. Otra teoría que se fue desprendiendo de mis viajes es que en los lugares hermosos y baratos no es posible conocer chicas. Uno va a París y, claro, abundan las femmes, pero uno lo piensa mucho antes de invitarlas a un crepe. Y cuando uno llega a una de esas pequeñas ciudades asiáticas que Dios ha dispuesto a la vera de un río, en las que abundan los paseos gratuitos, los puestitos de seafood con sillitas que miran a la majestuosidad del continente, las pensiones baratas y las drogas livianas, no hay mujeres. Es así. No las hay. O las hay con novio, que es la única garantía de protección, se ve, en lugares tan inhóspitos.

Estábamos llegando a la Calle Central. Seguía lloviznando. Y recordé a mis amigos, recordé muchas cosas que vivimos o de las que hablamos, y la única conclusión que saqué fue aprovechar un momento en que nos detuvimos por un estallido lejano y decirle, ¿vamos para casa?