miércoles, marzo 15, 2006

Avenida

Doblando como si en el río del tiempo, las calles bajaron ondulantes, rectas. Las velas blancas captaban el cielo en su desesperación. Los bazares, mezclados con los bares, se ordenaron a los costados. La Narración lloró: "¿cuál es la paranoia que por dios me sigue? ¿A qué término y bajo qué leyes soy llevada?", y comenzó a caminar.
A ambos lados sintió e intuyó el aire cálido de los fenicios, de Salta, de alguna batalla y del Paraguay. Con el recuerdo fresco del mundo agropecuario argentino se topó en la nostalgia. Era utópico: aún yendo en esa dirección, el sur central era utópico. A qué inventar parques circulares, se torturaba. (Como toda narración, su problema esencial era la mezcla de esfuerzo y tiempo). Hizo sus buenas cuentas y aprobó tomar un café mientras tanto Heráclito. (¿Sabrá la Narración del egocentrismo al decir: "no en todos los bares entienden que deben tener medialunas de manteca incluso cuando llega la tarde, y así más que nunca"?). Sobre el vidrio pasaban las soldados (algunas, veteando el cemento) y entre el vidrio reían y afirmaban abogados, escritores y políticos. "Qué mundo éste". "El camino lumínico arde". Pero "en las espaldas miran por televisión los otros barrios". Eso y la energía en general, o el movimiento como motivo, o la inestabilidad mundial, o la poética neurótica, la levantaron. Pasó del efímero mingitorio a los cruces centroamericanos, a un flujo universal de fondo gris con líneas amarillas. "Qué idiotez", razonó, "hipersemantizar tanto, pensar tanto". Pero, digo yo, ¿quién puede atravesar su vida bajo otras condiciones? En fin.
Ya otros deltas inundaban el tenue color de la vida. La izquierda proponía arduas subidas líquidas, no menos múltiples que sus paralelas inversas, que la poesía misma de la soledad y los caudales. Los travestis en el recuerdo apuntalaban el viaje, por otro lado, de la Narración. Los desconocidos y enigmáticos trabas de los tiempos perdidos, las esquinas desaparecidas, la nostalgia del suburbio futuro. Sintió nuevamente el viento en las velas, el impulso que solo iba llegando a la avenida de las sierras argentinas. Miró a la derecha: un río más, con su puente. Miró a la izquierda: los restos de una escisión mágica. Comenzó a rodar (pues los territorios de la alegoría son tan previsibles como irregulares). La cúpula, dios, el faro que desde el café había marcado el pulso del mundo, quedaba atrás. Llegó a los nombres castizos con aires de La Mancha; a los teólogos, a los fundadores de provincias, y con el polvo en la cara vio un cartel y se preguntó si no había estado, desde el país de los gatos, remontando el Paraná. Ahora era, fuese lo que hubiese sido, más indostánico todo, y más semita. Estaba en una ciudad, ella, en la que tras las puertas se hablaba gitano, hebreo y otras lenguas, y el murmullo formado era más fuerte que el silencio. Siguió lentamente, pues el redondel final se acercaba. Había estado, sin más mérito que el mínimo, girando en sentido recto, y lo peor es que lo sabía. Vio cueros, vio vacas, vio una incógnita, y se perdió, disuelta, apenas logró el horizonte, el más artificial posible.