Julieta
Ella era hermosa por bastantes razones. Una era que le gustaba la poesía con una dedicación y un interés llamativos pero no exasperantes. Otra era que, en el despliegue de ese agobio, pensaba que la poesía de Borges se agotaba en sus primeros tres libros. Otra era la cara de sorpresa que puso cuando le expliqué que eso no era así.
Acto seguido ejecutó dos acciones en una: me mostró una revista de poesía, Plebella, y me demostró que esa revista existía y que lo que tenía que mandar a la redacción tenía, efectivamente, un destino, y que por lo tanto su apuro y mi vuelta a cualquier otro lado eran, ahora, una sola cosa. Curiosamente, tomé la revista, interesado en cualquier cosa hecha por jóvenes (como soy yo) y sentí al tocarla una sensación tibia, pero intelectualmente ardiente. Yo podía escribir en esa revista, con un poco de suerte. Y le rocé los dedos. Y rechazó mi Bon-O-Bon (“Ay, qué amor”) por celíaca. Y guardé la revista.
Caer de sorpresa a las diez de la mañana es polémico. Máxime, cuando caemos en una casa, y máxime cuando no es una casa de familia, sino la de una señorita apetecible con la que queremos algo. Pues bien: ella tornaba todo en algo poético, y pensé: ¿qué mejor que una polémica poética? Las alusiones no son tan infinitas. Cuando me hizo pasar, pude ver su cuarto desde un pasillo con la certeza de quien busca un campo para la batalla. Vivía cerca de mi casa. Es más: en mi misma calle. Y hasta en mi mismo lado, el derecho. Nos alegramos, supongo, al comentarlo. Me calentó agua en el microondas porque se había quedado sin gas (eso sí era verdad llana: tenía la entrada destrozada) y me concedió, junto a su ventana, unos veinticinco minutos. El tiempo que, me había dicho, iba a pasar antes de echarme.
Ventanas de mujeres perdidas hay muchas. Siempre, o por lo menos cada tanto, uno levanta la vista con una convicción que para un acompañante sería indescifrable. Las hay en Rivadavia, en Santa Fe, en Antezana y hasta en Once de Septiembre. Lo particular de la ventana de Julieta era que estaba en Planta Baja, a apenas tres metros del suelo. Cuando la suave fuerza que nos había hecho hablar más y mejor de lo común empezó a alejarse (temporalmente, porque si nos veíamos, estoy seguro, todo iría de maravillas nuevamente) evalué superficialmente, con imaginación, la posibilidad de una serenata. Pero eso nunca llegó... Ella vive, dije, del mismo lado de la calle Paraguay en el que vivo yo. Pero ella vive sobre la calle, y yo en un contrafrente ignominioso. De hecho, en mi casa sólo entran tres rayos de sol, arañando el piso, en verano. No era su caso: sentados junto a la ventana, se tenía la seguridad de la propiedad privada junto con la libertad de la calle, que estaba ahí nomás. Quizás era ella la que generaba tanto bienestar. Es de esas mujeres colgadas, hermosas, con las que es mejor no meterse.
En realidad, en algún punto, éramos viejos conocidos. Habíamos ido a la misma secundaria, a distintas divisiones. Ella estaba entre las más lindas de la promoción y del establecimiento entero. Yo tenía que luchar para no ser agredido. Así es que nunca tuvimos el más remoto contacto aunque yo la miraba desinteresadamente, desde el desinterés que la imposibilidad total construye. Mis recuerdos de esos años son pocos, evidentemente difusos, pero hay uno más claro que el resto: ella con un pantalón bordó bordado, con algo que podría llamarse transparencia, y estábamos en quinto año, porque recuerdo el lugar exacto en el que la miré, en el que los que no eran de quinto evitaban estar. Después acumulé también encuentros más recientes, al encontrármela cinco años después en los pasillos de Puan. Alguna vez que nos volvimos juntos en el 36 charlando claramente... “Julieta”, avisé en la parada de Rivadavia. Me miró y, por supuesto, no sabía todo lo que yo sí. Le expliqué que yo también había ido a su secundaria, y nos sentamos al fondo naturalmente, aunque no pude averiguar si realmente me ubicaba de esos años ásperos. Ella se bajó antes (calculando, hace poco, llegué a la conclusión confirmatoria de que aún no éramos vecinos) y, en un acto que fue una mezcla de madurez y caballerosidad, no le pedí el teléfono. Supongo que estuve bien, en la medida en que un recuerdo medianamente agradable con el tiempo se aclara y, de alguna forma, se extrema. Aquí está, claro, el anticipado fin intermedio de esta historia.
Mientras duró esa seductora etapa de mi vida, en la que me sentía cerca de ella, las veces que la vi o hablé fueron varias y pocas. Todo comenzó cuando, una tarde de jueves, yo cruzaba Callao sin hacer caso de unas vallas que impiden, teóricamente, que uno cruce por las esquinas. Una moto casi me mata, y al llegar a la vereda nos encontramos frente a frente. Yo creo que en esos momentos lo que es comunicado es la voluntad de estacionar en la baldosa misma en que se está, y darle a la casualidad el lugar que se merece. Pues bien, estacionamos, charlamos diez minutos, me acompañó a hacer un pequeño trámite en una librería, caminamos cinco cuadras juntos que no estaban en su trayecto original y nos quedamos charlando un rato más a la vera de la 9 de Julio. De ese encuentro en una ciudad que se perdía en una llanura me quedó un papel con su letra, su nombre y su teléfono.
Las otras visiones fueron menos claras y menos extensas. Algunas llamadas por teléfono en las que la conversación era relajada y tensa, de aceptación y seducción, de acercamiento y postergación, porque también acontecía que nunca había lugar para encontrarnos realmente; un encuentro frente a la Facultad con un “veámonos, hablemos” halagador pero sin efectivo; otro en los pasillos, en los que yo estaba con una amiga y ella llegaba y estacionaba como ese día en Callao; el ratito de mañana en su casa y una llamada ya de cobrador, en la que no contaban las palabras sino la planificación, si era necesario forzada, de un momento del fin de semana; la ausencia de respuesta; la ausencia también de nuevas casualidades.
Acto seguido ejecutó dos acciones en una: me mostró una revista de poesía, Plebella, y me demostró que esa revista existía y que lo que tenía que mandar a la redacción tenía, efectivamente, un destino, y que por lo tanto su apuro y mi vuelta a cualquier otro lado eran, ahora, una sola cosa. Curiosamente, tomé la revista, interesado en cualquier cosa hecha por jóvenes (como soy yo) y sentí al tocarla una sensación tibia, pero intelectualmente ardiente. Yo podía escribir en esa revista, con un poco de suerte. Y le rocé los dedos. Y rechazó mi Bon-O-Bon (“Ay, qué amor”) por celíaca. Y guardé la revista.
Caer de sorpresa a las diez de la mañana es polémico. Máxime, cuando caemos en una casa, y máxime cuando no es una casa de familia, sino la de una señorita apetecible con la que queremos algo. Pues bien: ella tornaba todo en algo poético, y pensé: ¿qué mejor que una polémica poética? Las alusiones no son tan infinitas. Cuando me hizo pasar, pude ver su cuarto desde un pasillo con la certeza de quien busca un campo para la batalla. Vivía cerca de mi casa. Es más: en mi misma calle. Y hasta en mi mismo lado, el derecho. Nos alegramos, supongo, al comentarlo. Me calentó agua en el microondas porque se había quedado sin gas (eso sí era verdad llana: tenía la entrada destrozada) y me concedió, junto a su ventana, unos veinticinco minutos. El tiempo que, me había dicho, iba a pasar antes de echarme.
Ventanas de mujeres perdidas hay muchas. Siempre, o por lo menos cada tanto, uno levanta la vista con una convicción que para un acompañante sería indescifrable. Las hay en Rivadavia, en Santa Fe, en Antezana y hasta en Once de Septiembre. Lo particular de la ventana de Julieta era que estaba en Planta Baja, a apenas tres metros del suelo. Cuando la suave fuerza que nos había hecho hablar más y mejor de lo común empezó a alejarse (temporalmente, porque si nos veíamos, estoy seguro, todo iría de maravillas nuevamente) evalué superficialmente, con imaginación, la posibilidad de una serenata. Pero eso nunca llegó... Ella vive, dije, del mismo lado de la calle Paraguay en el que vivo yo. Pero ella vive sobre la calle, y yo en un contrafrente ignominioso. De hecho, en mi casa sólo entran tres rayos de sol, arañando el piso, en verano. No era su caso: sentados junto a la ventana, se tenía la seguridad de la propiedad privada junto con la libertad de la calle, que estaba ahí nomás. Quizás era ella la que generaba tanto bienestar. Es de esas mujeres colgadas, hermosas, con las que es mejor no meterse.
En realidad, en algún punto, éramos viejos conocidos. Habíamos ido a la misma secundaria, a distintas divisiones. Ella estaba entre las más lindas de la promoción y del establecimiento entero. Yo tenía que luchar para no ser agredido. Así es que nunca tuvimos el más remoto contacto aunque yo la miraba desinteresadamente, desde el desinterés que la imposibilidad total construye. Mis recuerdos de esos años son pocos, evidentemente difusos, pero hay uno más claro que el resto: ella con un pantalón bordó bordado, con algo que podría llamarse transparencia, y estábamos en quinto año, porque recuerdo el lugar exacto en el que la miré, en el que los que no eran de quinto evitaban estar. Después acumulé también encuentros más recientes, al encontrármela cinco años después en los pasillos de Puan. Alguna vez que nos volvimos juntos en el 36 charlando claramente... “Julieta”, avisé en la parada de Rivadavia. Me miró y, por supuesto, no sabía todo lo que yo sí. Le expliqué que yo también había ido a su secundaria, y nos sentamos al fondo naturalmente, aunque no pude averiguar si realmente me ubicaba de esos años ásperos. Ella se bajó antes (calculando, hace poco, llegué a la conclusión confirmatoria de que aún no éramos vecinos) y, en un acto que fue una mezcla de madurez y caballerosidad, no le pedí el teléfono. Supongo que estuve bien, en la medida en que un recuerdo medianamente agradable con el tiempo se aclara y, de alguna forma, se extrema. Aquí está, claro, el anticipado fin intermedio de esta historia.
Mientras duró esa seductora etapa de mi vida, en la que me sentía cerca de ella, las veces que la vi o hablé fueron varias y pocas. Todo comenzó cuando, una tarde de jueves, yo cruzaba Callao sin hacer caso de unas vallas que impiden, teóricamente, que uno cruce por las esquinas. Una moto casi me mata, y al llegar a la vereda nos encontramos frente a frente. Yo creo que en esos momentos lo que es comunicado es la voluntad de estacionar en la baldosa misma en que se está, y darle a la casualidad el lugar que se merece. Pues bien, estacionamos, charlamos diez minutos, me acompañó a hacer un pequeño trámite en una librería, caminamos cinco cuadras juntos que no estaban en su trayecto original y nos quedamos charlando un rato más a la vera de la 9 de Julio. De ese encuentro en una ciudad que se perdía en una llanura me quedó un papel con su letra, su nombre y su teléfono.
Las otras visiones fueron menos claras y menos extensas. Algunas llamadas por teléfono en las que la conversación era relajada y tensa, de aceptación y seducción, de acercamiento y postergación, porque también acontecía que nunca había lugar para encontrarnos realmente; un encuentro frente a la Facultad con un “veámonos, hablemos” halagador pero sin efectivo; otro en los pasillos, en los que yo estaba con una amiga y ella llegaba y estacionaba como ese día en Callao; el ratito de mañana en su casa y una llamada ya de cobrador, en la que no contaban las palabras sino la planificación, si era necesario forzada, de un momento del fin de semana; la ausencia de respuesta; la ausencia también de nuevas casualidades.