viernes, mayo 05, 2006

Eleonora y Fez

Eleonora va feliz por la kasbah de Fez. Es pelirroja, alta, y ahora estudia en Francia. Se siente perdida y lo que ve la alienta a perderse más. Está en Marruecos hace cinco días y recién ahora, ahora que camina sola por una antigua ciudad árabe, se siente conforme. O como diría ella, “no se siente”. El camino la inunda, la lleva por momentos a ponerse la mano en la boca, a no medir el peligro, pequeño pero potencialmente grande, que le muestra el camino mismo. Su gran mochila descansa en la habitación que alquiló (viaja sola por Marruecos, a pesar de todas las opiniones) en la pensión “Paris”. Ahora lleva sólo la mochila complementaria, del tamaño de las que se llevan a la escuela, con las cosas que puede llegar a necesitar en el día. Se imagina a sí misma, según los distintos tipos de intensidad, vista desde afuera, por otro, su cuerpo, su pelo y su mochila. Le gusta el camino, le gusta estar ahí, paseando por una especie de secreto. Avanza y, como en cualquier ciudad, doblar implica un mundo nuevo. A veces se arriesga a esas nuevas leyes, sombrías, y otras elige la ficción de lo mismo. Unos chicos se le acercan en uno de esos momentos y le ofrecen ser sus guías. Eleonora se niega, pero no es tan fácil: amagan con cortarle el paso, encerrarla en esa especie de bocacalle (en realidad, un encuentro de pasadizos) y pegarle, con unas ramas angostas, en la mochila o en las pantorrillas. Sin saber qué hacer, intenta caminar, saca unas monedas, mira si alguien la puede ayudar y a un momento se abre paso, vuelve a oír las voces chillonas, siente unos chasquidos en las piernas y arroja con fuerza las pocas monedas. Sin correr (se lo dice a sí misma cada tres segundos: “no corras, no corras”) empieza a avanzar y doblar como nunca lo hubiera hecho cinco minutos atrás. Está sola nuevamente, ahora, y para tranquilizarse camina. No se siente capaz de restituir el sueño que la rodeaba. A lo lejos, adelante, ve una cantidad de luz inédita para el tono verde-piedra de la parte vieja de Fez. Tratando de recuperar la felicidad perdida, llega a lo que es exactamente una plaza como puede serlo, piensa Eleo, “en el norte de África”. Se sienta para guardar en la memoria lo único que será posible recordar de esa tarde de 1998.
Al rato de estar ahí ve que del otro lado de la plaza, sentado en unas gradas espejadas con las de ella, hay un tipo. Lo mira y él la está mirando. “Tranquila”, se dice. No pasa nada. El flaco ya está acá y se llama Ahmed. Es muy gentil y sabe hablar francés, tan imperfectamente como ella. Las risas resuenan en las paredes, en el tiempo que Eleonora no piensa que tienen, “en la tarde eterna de esta plaza”. Ahmed ya ofreció el prohibido alcohol y el hachís, que hubo que rechazar no sin subversiones, versiones subterráneas opositoras al “así estamos bien”. Lo que no puede negar es el aumento de las risas, la tranquilidad expectante (“una máquina imposible”, piensa Ahmed), el mutuo consumo de una tuca del “París” que Ahmed apuró, la hora que cambia. Finalmente, Eleonora mira al cielo y tiene una claridad personal y cultural única, justo cuando Ahmed propone subir a una medianera a ver la ciudad. Es el primer movimiento juntos. La ciudad es un sueño y él es algo de ese sueño que se puede agarrar. La ciudad es una cárcel y esos colores deben entrar en mí. La casa de Ahmed (¿qué es el encuentro?) queda a ciento cincuenta metros de la medianera y de la plaza. Antes de acabar, Eleo piensa “…sí…” y él piensa “…na´am…”.