Tres cosas
Este cuento data del año 2002. Fue escrito en Barcelona. Hay partes que hubiese sacado agresivamente, pero decidí dejarlo como estaba y darle al lector, en todo caso, la oportunidad de ser riguroso.
Esa tarde tenía que ir a tres lugares. A la óptica, para cambiar la graduación de su lente derecho. Al supermercado, para comprar cera para el pelo, y a la farmacia, porque le habían salido unas llagas en los pies y necesitaba vendas. Tres cosas para hacer, para tachar de los papelitos en los bolsillos, para cumplir y pasar a infinitos quehaceres ínfimos que esperaban en no pocos rincones, que estaban esbozados en alguna parte, en ciertos cajones seguro, o que esperaban a ser garabateados, sabiendo de sobra que ese no es el camino para limpiarse, para ser claro y feliz, feliz pero sin culpa, como cuando se saborea una fruta o se hace bien el amor. Tres requisitos para acceder a un corto período de despreocupación, por uno mismo otorgada, para luego volver a hacer la cola de la ventanilla equivocada.
Pasó por el parque a descansar un rato, y antes de tumbarse dejó caer suavemente la bicicleta. Quedaban pocos meses antes de emprender el regreso a casa, y esa conciencia hizo que le prestara especial atención a la gente que pasaba, y a cada cosa de las que lo rodeaban. Dentro de un tiempo las cosas se van a ver diferentes, pensó. Por lo menos espero conservar, no perder del todo, la visión que tengo desde acá. Que al volver, mi país no sea inmediatamente mi país, ni mi casa mi casa, y que en mi pieza haya aire vivo, y en la plaza de siempre haya un poquito, por lo menos, de Cosmos, de viento interesante.
Cruzó el portón del parque en dirección a la óptica, y a los cincuenta metros sintió que el pedal no tenía peso, e inmediatamente vio que la cadena se había salido de lugar. Frenó y sacó del bolsillo, para no engrasarse, el pañuelo de papel tisú que reservaba para limpiar los anteojos. Intentó poner la cadena en su sitio, pero no pudo porque estaba atorada en el disco. Se deprimió al pensar que quizás no podría hacer lo del lente y la cera, y empezó a buscar una bicicletería. Caminó cinco calles, en tanto la tarde se ahondaba y él se atornillaba en pensar que no podría hacer aquellas cosas, y que además iba a tener que pagar el arreglo de la bicicleta. Se cansó de buscar, justo cuando vio un cartel de bicicletería. Entró, y adentro había tres personas: un hombre mayor con overol, hablando con otro sin overol, y el aprendiz. Éste se acercó y J. Le explicó lo que le había pasado. Se sintió bien, el aprendiz parecía buen chico, y ambos se arrodillaron a examinar la cadena.
El problema era el disco, que estaba doblado. Le dio las gracias por el diagnóstico y comenzó a caminar hacia otra bicicletería que quedaba al otro lado del barrio y que era atendida por un amigo. Quedaba poco sol, y descartó ir a la óptica y al supermercado. Sintió que todo estaba mal, que el día estaba perdido, y le voló por la mente, por unos momentos, que todo era por algo, que algo bueno iba a ocurrir. Luego volvió al tono depresivo, técnico, mientras caminaba sosteniendo la bicicleta a su derecha. Notaba algo extraño en la lentitud con que iba avanzando en el trayecto. La bicicleta hacía que las distancias se redujesen a una fracción, y ahora todo estaba tan lejos. Realmente se pueden hacer menos cosas sin bicicleta, y se lamentó.
A mitad de camino pasó por la esquina de su casa, y vio el bar en el que a veces desayunaba. Todavía tenían la promoción en la que, con la compra de un café con leche, regalaban una caña de chocolate o crema pastelera. Pensó en el tiempo que le quedaba hasta el cierre de la bicicletería y decidió entrar. Ató la bicicleta junto a un poste, entró al local y fue al lavabo. Todavía tenía un poco de grasa en la yema de los dedos, y no consiguió sacársela del todo. Desde allí adentro, el humor de la tarde mejoraba mucho. Se borraron de su mente los compromisos que no podría cumplir. Ahora solo tenía que ocuparse de la caña y el café con leche, y luego la farmacia y la bicicletería (ahora solo procurar pedir un segundo sobrecito de azúcar, saber intercalar espumita con harinas, evaluar asquerosamente la presencia de mendigos en el mundo, y luego dos trámites simples). Se puso en la fila y mirando la vitrina decidió que quería una de chocolate. Después miró a la cajera. Había dos chicas haciendo su pedido. Las dos eran argentinas, altas, delgadas y con el pelo negro, lacio. Una tendría unos veintiséis años, y la otra veinte. La de veinte lo había mirado. No estaba seguro, pero le había parecido. Tenía la piel un poco morena, los ojos negros y redondos, y la boca delicada. Era verdaderamente atractiva, y cuando se dirigían a una mesa pudo ver su cuerpo esbelto y femenino. Pidió la promoción, se la sirvieron y se fue a sentar a la mesa que estaba justo atrás de la de veintiséis, de modo de poder ver a esa gacela que le ocupaba la mente. Sacó un libro de su bolso, para dispersarse un poco y no ser tan obvio, y encontró el señalador a tres páginas del final de un cuento que le había interesado. Comenzó a leer, mirando cada tanto a la mesa de adelante. La chica se había sacado la campera, y bajo una remera blanca de algodón se posaban dos pechos previsiblemente deliciosos. El cuento estaba terminando, y el final se trataba de un matrimonio que había perdido recientemente a su único hijo, y conversaba con el pastelero que había hecho la torta para el niño, que no había llegado a festejar su cumpleaños. Los tres se quedaban charlando toda la noche en la cocina donde se hacían los pasteles.
El último párrafo lo había conmovido sin mucha alharaca, por la austeridad y la sinceridad de la narración, y sentía que tenía que ir a la mesa de adelante, a leérselo a las dos chicas. Dudó unos momentos. De adentro le nació una energía revolucionaria. Estaba la maravilla. La tarde había mutado. Dudó. Una chica le hizo una seña a la otra. Se levantaron, se pusieron los abrigos, tiraron los restos de la bandeja y salieron.
Esa tarde tenía que ir a tres lugares. A la óptica, para cambiar la graduación de su lente derecho. Al supermercado, para comprar cera para el pelo, y a la farmacia, porque le habían salido unas llagas en los pies y necesitaba vendas. Tres cosas para hacer, para tachar de los papelitos en los bolsillos, para cumplir y pasar a infinitos quehaceres ínfimos que esperaban en no pocos rincones, que estaban esbozados en alguna parte, en ciertos cajones seguro, o que esperaban a ser garabateados, sabiendo de sobra que ese no es el camino para limpiarse, para ser claro y feliz, feliz pero sin culpa, como cuando se saborea una fruta o se hace bien el amor. Tres requisitos para acceder a un corto período de despreocupación, por uno mismo otorgada, para luego volver a hacer la cola de la ventanilla equivocada.
Pasó por el parque a descansar un rato, y antes de tumbarse dejó caer suavemente la bicicleta. Quedaban pocos meses antes de emprender el regreso a casa, y esa conciencia hizo que le prestara especial atención a la gente que pasaba, y a cada cosa de las que lo rodeaban. Dentro de un tiempo las cosas se van a ver diferentes, pensó. Por lo menos espero conservar, no perder del todo, la visión que tengo desde acá. Que al volver, mi país no sea inmediatamente mi país, ni mi casa mi casa, y que en mi pieza haya aire vivo, y en la plaza de siempre haya un poquito, por lo menos, de Cosmos, de viento interesante.
Cruzó el portón del parque en dirección a la óptica, y a los cincuenta metros sintió que el pedal no tenía peso, e inmediatamente vio que la cadena se había salido de lugar. Frenó y sacó del bolsillo, para no engrasarse, el pañuelo de papel tisú que reservaba para limpiar los anteojos. Intentó poner la cadena en su sitio, pero no pudo porque estaba atorada en el disco. Se deprimió al pensar que quizás no podría hacer lo del lente y la cera, y empezó a buscar una bicicletería. Caminó cinco calles, en tanto la tarde se ahondaba y él se atornillaba en pensar que no podría hacer aquellas cosas, y que además iba a tener que pagar el arreglo de la bicicleta. Se cansó de buscar, justo cuando vio un cartel de bicicletería. Entró, y adentro había tres personas: un hombre mayor con overol, hablando con otro sin overol, y el aprendiz. Éste se acercó y J. Le explicó lo que le había pasado. Se sintió bien, el aprendiz parecía buen chico, y ambos se arrodillaron a examinar la cadena.
El problema era el disco, que estaba doblado. Le dio las gracias por el diagnóstico y comenzó a caminar hacia otra bicicletería que quedaba al otro lado del barrio y que era atendida por un amigo. Quedaba poco sol, y descartó ir a la óptica y al supermercado. Sintió que todo estaba mal, que el día estaba perdido, y le voló por la mente, por unos momentos, que todo era por algo, que algo bueno iba a ocurrir. Luego volvió al tono depresivo, técnico, mientras caminaba sosteniendo la bicicleta a su derecha. Notaba algo extraño en la lentitud con que iba avanzando en el trayecto. La bicicleta hacía que las distancias se redujesen a una fracción, y ahora todo estaba tan lejos. Realmente se pueden hacer menos cosas sin bicicleta, y se lamentó.
A mitad de camino pasó por la esquina de su casa, y vio el bar en el que a veces desayunaba. Todavía tenían la promoción en la que, con la compra de un café con leche, regalaban una caña de chocolate o crema pastelera. Pensó en el tiempo que le quedaba hasta el cierre de la bicicletería y decidió entrar. Ató la bicicleta junto a un poste, entró al local y fue al lavabo. Todavía tenía un poco de grasa en la yema de los dedos, y no consiguió sacársela del todo. Desde allí adentro, el humor de la tarde mejoraba mucho. Se borraron de su mente los compromisos que no podría cumplir. Ahora solo tenía que ocuparse de la caña y el café con leche, y luego la farmacia y la bicicletería (ahora solo procurar pedir un segundo sobrecito de azúcar, saber intercalar espumita con harinas, evaluar asquerosamente la presencia de mendigos en el mundo, y luego dos trámites simples). Se puso en la fila y mirando la vitrina decidió que quería una de chocolate. Después miró a la cajera. Había dos chicas haciendo su pedido. Las dos eran argentinas, altas, delgadas y con el pelo negro, lacio. Una tendría unos veintiséis años, y la otra veinte. La de veinte lo había mirado. No estaba seguro, pero le había parecido. Tenía la piel un poco morena, los ojos negros y redondos, y la boca delicada. Era verdaderamente atractiva, y cuando se dirigían a una mesa pudo ver su cuerpo esbelto y femenino. Pidió la promoción, se la sirvieron y se fue a sentar a la mesa que estaba justo atrás de la de veintiséis, de modo de poder ver a esa gacela que le ocupaba la mente. Sacó un libro de su bolso, para dispersarse un poco y no ser tan obvio, y encontró el señalador a tres páginas del final de un cuento que le había interesado. Comenzó a leer, mirando cada tanto a la mesa de adelante. La chica se había sacado la campera, y bajo una remera blanca de algodón se posaban dos pechos previsiblemente deliciosos. El cuento estaba terminando, y el final se trataba de un matrimonio que había perdido recientemente a su único hijo, y conversaba con el pastelero que había hecho la torta para el niño, que no había llegado a festejar su cumpleaños. Los tres se quedaban charlando toda la noche en la cocina donde se hacían los pasteles.
El último párrafo lo había conmovido sin mucha alharaca, por la austeridad y la sinceridad de la narración, y sentía que tenía que ir a la mesa de adelante, a leérselo a las dos chicas. Dudó unos momentos. De adentro le nació una energía revolucionaria. Estaba la maravilla. La tarde había mutado. Dudó. Una chica le hizo una seña a la otra. Se levantaron, se pusieron los abrigos, tiraron los restos de la bandeja y salieron.