Joanna Roberts
Joanna Roberts vivió su infancia y adolescencia en Larchmont, un pueblito en el estado de Nueva York, a media hora de la Gran Manzana. Larchmont está en una especie de serie de penínsulas y bahías, sobre el Atlántico, y es una idílica combinación norteña de casitas blancas, bosques, mar y chicas como Joanna Roberts. En invierno la nieve puede llevar la temperatura a menos que cero, y en verano las familias unidas salen a navegar en sus veleros por el inmenso azul que, de alguna manera, los liga con la madre Inglaterra.
Joanna creció en una familia bien formada. Papá Ben, mamá Kenny, la hermana Claudia y un gato, Mookie. Así lo hace saber una edición del Larchmont Gazette del año 2003, en el que la familia toda firma una carta titulada «There is always hope». El texto de la carta versa (“we learned an amazing life lesson…”) sobre la casualidad y la alegría de encontrar, después de considerarlo largamente perdido, al gatito Mookie en una especie de pozo. Al verlo atrapado así, los Roberts llamaron al Larchmont Fire Department y al Larchmont Nursery. Con la ayuda de estas dos instituciones, los Roberts finalmente recuperaron a Mookie. En la carta, consideran esto como “the best holiday [se refieren al comienzo del año 2003] present imaginable”. En un primer momento, sin embargo, el gatito estaba extremadamente deshidratado. Por eso fue llevado al Village Animal Hospital, en Larchmont, y luego al Animal Medical Center de Nueva York, donde el doctor Peggy Booth se hizo cargo de él. La carta, finalmente, se revela como un festejo por haber encontrado al gato (“we are so overwhelmed with happiness to have our cat come home tonight”) y, al mismo tiempo y con similar importancia, es una muestra de gratitud a toda la gente de Larchmont “for this community’s support and encouragement”.
Joanna Roberts, actualmente de tan solo diecinueve años, ha firmado también, esta vez ella sola, un artículo titulado «The Butterfly Effect». Allí Joanna reflexiona sobre la profunda y misteriosa interconexión universal, cuya verdadera comprensión debería modelar nuestras conductas. Transcribo: “it’s easy to limit your understanding of yourself to believe that you are insignificant”. El artículo empieza y finaliza con una misma frase: “All the words we say today will come back to us on our doorstep in the newspaper tomorrow”. El texto aparece acompañado de una foto verdaderamente perturbadora: una Joanna de perfil, entusiasta y aniñada.
Al parecer, Joanna Roberts ha apoyado una solicitada para la campaña Ride for Peace, cuyo logo es un ciclista usando casco y sosteniendo una bandera en la que se lee, justamente, la consigna. También ha sido uno de los treinta y dos estudiantes que calificaron para el AP Scholar con Distinction Award, junto con, por ejemplo, Evan Palmer-Young, Daniel Plansky, Marc Raifman, Jacob Shapiro, Lauren Sher, Nicholas Smeets, Michael Vespe y Allison Waks.
Joanna Roberts, sin embargo, fue la única que apareció un lunes lluvioso, en el insólito horario de la una de la tarde, en el aula 234 de Puan.
El profesor Marcelo G. Burello entendió perfectamente, cuando terminó la clase, que entre la conversación que estábamos teniendo y el “what´s your name?” que me fue dirigido desde Joanna Roberts no había comparación posible. Muy sutilmente, aunque también de manera forzada, nos despedimos, detuve mi marcha y contesté.
Al llegar a la puerta de la Facultad, dos pisos más abajo, yo estaba dispuesto a todo. Lo primero fue cambiar su destino: en vez de subte E, subte A. Caminata por Caballito e invitación para ir a ver Martín Fierro, la película, en el Tita Merello. Nos bajamos en Avenida de Mayo y Nueve de Julio. Pasamos por el Hotel Castelar, vimos la placa dedicada a García Lorca y emprendimos la triple avenida. Yo caminaba suficientemente, ubicando mis pies en las zonas secas del suelo. Ella, muy por el contrario, parecía en medio de un rally, y saltaba como esquivando vertiginosos obstáculos móviles. En ese momento empecé a mirar su cuerpo y su vestimenta. Era una chica yanqui, llamativa, hermosa, que sólo por esas cosas del mundo globalizado podía estar superponiendo su vida con la mía.
Era la segunda vez en el año que me pasaba estar caminando con una norteamericana increíble y mirarle la cara y los ojos y sentir que eso no podía ser, pero para enfriar un poco (no por mí ni por ellas, sino por la ética) decirme “tranquilo, que igual no está tan buena, no tiene tetas”, y para comprobarlo bajar la mirada y encontrarme con una fascinante, con una divina franja mamaria.
Llegamos al Tita Merello, zona del sueño. Los horarios no nos daban y empezamos a caminar por Lavalle, por Florida. Los momentos para besarla (pero no “porque daba”, cosa que no hago más, sino porque brotaba del alma, porque realmente quería) fueron varios, pero me pregunté cada vez si mi caudaloso amor instantáneo era compatible con las categorías de una chica de Larchmont, Nueva York, seis años menor, y decidí no violentar la finísima tarde que estábamos teniendo.
Fuimos a Plaza San Martín, fuimos a tomar café con leche y comer tostados a la calle Paraguay (al 700, más o menos). Caminamos infinitamente y la dejé en su casa. La clase había terminado a las tres y eran las siete. Habían sido cuatro horas, suficientes para la locura, con Joanna Robberts, una chica de Larchmont a quien no conozco, la del efecto mariposa, la sonrisa cuando volvía del baño y el inmenso Atlántico. La que me hizo revisar mi escepticismo casi instintivo por la forma estándar del amor, la que supone que el estar bien puede no ser algo personal.
Joanna creció en una familia bien formada. Papá Ben, mamá Kenny, la hermana Claudia y un gato, Mookie. Así lo hace saber una edición del Larchmont Gazette del año 2003, en el que la familia toda firma una carta titulada «There is always hope». El texto de la carta versa (“we learned an amazing life lesson…”) sobre la casualidad y la alegría de encontrar, después de considerarlo largamente perdido, al gatito Mookie en una especie de pozo. Al verlo atrapado así, los Roberts llamaron al Larchmont Fire Department y al Larchmont Nursery. Con la ayuda de estas dos instituciones, los Roberts finalmente recuperaron a Mookie. En la carta, consideran esto como “the best holiday [se refieren al comienzo del año 2003] present imaginable”. En un primer momento, sin embargo, el gatito estaba extremadamente deshidratado. Por eso fue llevado al Village Animal Hospital, en Larchmont, y luego al Animal Medical Center de Nueva York, donde el doctor Peggy Booth se hizo cargo de él. La carta, finalmente, se revela como un festejo por haber encontrado al gato (“we are so overwhelmed with happiness to have our cat come home tonight”) y, al mismo tiempo y con similar importancia, es una muestra de gratitud a toda la gente de Larchmont “for this community’s support and encouragement”.
Joanna Roberts, actualmente de tan solo diecinueve años, ha firmado también, esta vez ella sola, un artículo titulado «The Butterfly Effect». Allí Joanna reflexiona sobre la profunda y misteriosa interconexión universal, cuya verdadera comprensión debería modelar nuestras conductas. Transcribo: “it’s easy to limit your understanding of yourself to believe that you are insignificant”. El artículo empieza y finaliza con una misma frase: “All the words we say today will come back to us on our doorstep in the newspaper tomorrow”. El texto aparece acompañado de una foto verdaderamente perturbadora: una Joanna de perfil, entusiasta y aniñada.
Al parecer, Joanna Roberts ha apoyado una solicitada para la campaña Ride for Peace, cuyo logo es un ciclista usando casco y sosteniendo una bandera en la que se lee, justamente, la consigna. También ha sido uno de los treinta y dos estudiantes que calificaron para el AP Scholar con Distinction Award, junto con, por ejemplo, Evan Palmer-Young, Daniel Plansky, Marc Raifman, Jacob Shapiro, Lauren Sher, Nicholas Smeets, Michael Vespe y Allison Waks.
Joanna Roberts, sin embargo, fue la única que apareció un lunes lluvioso, en el insólito horario de la una de la tarde, en el aula 234 de Puan.
El profesor Marcelo G. Burello entendió perfectamente, cuando terminó la clase, que entre la conversación que estábamos teniendo y el “what´s your name?” que me fue dirigido desde Joanna Roberts no había comparación posible. Muy sutilmente, aunque también de manera forzada, nos despedimos, detuve mi marcha y contesté.
Al llegar a la puerta de la Facultad, dos pisos más abajo, yo estaba dispuesto a todo. Lo primero fue cambiar su destino: en vez de subte E, subte A. Caminata por Caballito e invitación para ir a ver Martín Fierro, la película, en el Tita Merello. Nos bajamos en Avenida de Mayo y Nueve de Julio. Pasamos por el Hotel Castelar, vimos la placa dedicada a García Lorca y emprendimos la triple avenida. Yo caminaba suficientemente, ubicando mis pies en las zonas secas del suelo. Ella, muy por el contrario, parecía en medio de un rally, y saltaba como esquivando vertiginosos obstáculos móviles. En ese momento empecé a mirar su cuerpo y su vestimenta. Era una chica yanqui, llamativa, hermosa, que sólo por esas cosas del mundo globalizado podía estar superponiendo su vida con la mía.
Era la segunda vez en el año que me pasaba estar caminando con una norteamericana increíble y mirarle la cara y los ojos y sentir que eso no podía ser, pero para enfriar un poco (no por mí ni por ellas, sino por la ética) decirme “tranquilo, que igual no está tan buena, no tiene tetas”, y para comprobarlo bajar la mirada y encontrarme con una fascinante, con una divina franja mamaria.
Llegamos al Tita Merello, zona del sueño. Los horarios no nos daban y empezamos a caminar por Lavalle, por Florida. Los momentos para besarla (pero no “porque daba”, cosa que no hago más, sino porque brotaba del alma, porque realmente quería) fueron varios, pero me pregunté cada vez si mi caudaloso amor instantáneo era compatible con las categorías de una chica de Larchmont, Nueva York, seis años menor, y decidí no violentar la finísima tarde que estábamos teniendo.
Fuimos a Plaza San Martín, fuimos a tomar café con leche y comer tostados a la calle Paraguay (al 700, más o menos). Caminamos infinitamente y la dejé en su casa. La clase había terminado a las tres y eran las siete. Habían sido cuatro horas, suficientes para la locura, con Joanna Robberts, una chica de Larchmont a quien no conozco, la del efecto mariposa, la sonrisa cuando volvía del baño y el inmenso Atlántico. La que me hizo revisar mi escepticismo casi instintivo por la forma estándar del amor, la que supone que el estar bien puede no ser algo personal.