lunes, abril 23, 2007

Lujuria cultural

Era febrero
era San Telmo
yo venía pensando en Sumo

¿se puede escuchar el Obras Cumbres de Sumo
o hay que escuchar un disco-disco?

¿hay momentos de los artistas
o la digitalización y la copia ya borraron ese concepto?

en las veredas
las chicas repasaban para marzo
y una de ellas, relativamente linda
tenía un escote

en ese instante de lujuria
Sumo
y el viejo Páez
y la bohemia argentina
y los kioscos argentinos
lo fueron casi todo.

lunes, abril 16, 2007

Babasónicos en Harrod´s

El micrófono. Si el hecho estético es esa inminencia de algo que no se produce, a Borges se le escapó, en la brillante enumeración final del brillante «La muralla y los libros» (que incluye la música, los estados de felicidad, la mitología), el micrófono. El impacto del micrófono no pasa por su utilidad (amplificar una voz) sino por la tensión que encarna. El show, de tres temas de largo, iba a empezar a las diez, y empezó a las doce. Durante todo ese tiempo, en el escenario, que estaba ahí nomás, se enfrentaba, enarbolado ante la multitud, el micrófono. Y lo que yo pienso es que el micrófono ahí, solito, glamoroso, japonés, frío, espacioso, es el anticipo perfecto del arte, encarnado en el ídolo que no sale, que está en los camarines, riendo y haciéndonos esperar.

La analogía. Es conocida mi pasión por las analogías y las comparaciones. Y la situación de ir a Harrod´s al mediodía a buscar la entrada (una por persona) y después pedirle favores a los transeúntes hasta reunir ocho, y de estar ahí a las nueve y media, y que no salgan hasta las doce en punto, y que toquen tres temas y doce y diez haya terminado todo, es un poco curiosa. Digamos: tanto por tan poco. Por eso, a la salida, Eugenia (confirmado: las pelirrojas son más inteligentes que el promedio) decía que eran unos garcas, ortivas, que tenían que tocar más. Yo ya sabía que iban a tocar tres temas, y que esos tres temas eran de la banda de sonido de Las mantenidas sin sueños, y que de ninguna manera iban a tocar nada de su repertorio habitual. Y, sabiendo eso, me pareció bien que cumplieran su palabra. Pero a Eugenia no. Entonces le tiré la analogía: “esto es como cuando va una chica a tu casa diciéndote que no va a pasar nada, y después, cuando no pasa nada, te enojás”. Y ella complicaba el asunto. Y yo le decía “no. Vos sabías lo que era, así que cuando te dan lo que te dijeron, no te podés quejar”. Y Eugenia iba: “pero estás acá, con todo el público que te sigue, ¿qué te cuesta?”. Y entonces Eugenia tuvo que escuchar que justamente ahí es cuando la analogía se ponía más compacta: “pero si está todo bien, somos jóvenes, nos llevamos bien…”

La máquina del tiempo. El público de Harrod´s era el público que iba a ver a Babasónicos en el 2000. No había pendejada; sólo chicas hermosas, chicos hermosos, peinados, vestidos, insinuaciones, restos de drogas, sofisticación. Y estuvo bueno, muy bueno, como siempre que el tiempo se manda un truquito.

La imagen. Adrián salió, hermoso. A ¿cinco? metros, los Babasónicos en pleno. Mariano con una guitarra de fogón, el tarado del tecladista, el Panza, el hermano con el pelo muy corto, la cara de Carca… En puntitas de pie (y soy alto) se podía tener una imagen panorámica, total, abarcativa, y soñar que ese, ese concierto tranquilo con luces violetas, era el unplugged de Babasónicos. Esa imagen, junto con el tercer tema (muy infantil, muy lindo), valió “la pena”. En realidad fue una noche hermosa, que empezó con mi casa hecha una pecera de vapor y té y terminó ejerciendo la amistad en un banco de la calle Tres Sargentos.

México. El modus operandi para conseguir entradas era pedirle a la gente que caminaba por Florida que entrasen a pedir una entrada y me la diesen. Más allá de la claridad de los garcas y los copados, en un momento se me acerca un pibe y me dice “Aquí van a tocar los Babasónicos, ¿no?”. Y el pibe era mexicano. Oh sí. Horas después Adrián salió, hermoso, se puso la sonrisa, agarró el micrófono, y de movida entonó: “¿Qué me pasa? ¿Qué me está pasando? Aunque me sobren motivos, no me estoy quejando”.

miércoles, abril 11, 2007

«Valores y mercado» (Sarlo)

«Valores y mercado»
Escenas de la vida posmoderna
Beatriz Sarlo

El arte es aquello que un grupo especializado de personas acuerdan que sea. ¿Es posible incorporar esta respuesta a una discusión estética? ¿Hay escapatoria a una definición sólo institucional del arte?

Frente al fervor esencialista que buscó los fundamentos del arte, se contrapone una perspectiva tomada en préstamos de la sociología de la cultura (un ácido frente al esencialismo).
Esta sociología de la cultura reduce las posiciones estéticas a relaciones de fuerza dentro del campo intelectual.

Considerar al arte como institución: las regulaciones sociales también actúan en la esfera del arte.
Las tomas de posición en el campo intelectual quedan presas de los verdaderos impulsos que las rigen. No es el campo sagrado del arte, sino un espacio profano de conflicto.
Una diferencia estética no es sólo eso, y, en el límite, puede ser pensada como la buena conciencia de una lucha por el éxito.

¿Qué queda de los conflictos cuando toda toma de partido estético es interpretada como búsqueda de legitimidad o de prestigio? Si la sociología de la cultura logra desalojar una idea bobalicona de desinterés y sacerdocio estético, al mismo tiempo evacúa rápidamente el análisis de las resistencias propiamente estéticas que producen la densidad semántica y formal del arte. El problema de los valores es liquidado junto con los mitos de la libertad absoluta de la creación.

Duchamp: mingitorio: demostración de la teoría institucional sobre el arte. No hay nada en el objeto que pueda ser considerado estético por sus valores intrínsecos. El valor queda adherido al gesto de la elección.

El debate estético ha perdido su fundamento probablemente para siempre. Relativismo estético.
La condición posmoderna tiene una inspiración inevitablemente sociológica: el relativismo valorativo como horizonte epocal.

La vocación de absoluto de los artistas e intelectuales (que antes inventaban un camino allí donde hoy sólo parece posible reconocer una multiplicidad de sendas) quedó debilitada para siempre, pero una institución se despliega como nuevo paradigma de libertades múltiples: el mercado. Aquí, el mercado de bienes simbólicos.

Modernidad: “el gusto de las mayorías debe ser educado”. La modernidad combinó el ideal pedagógico con un despliegue del mercado de bienes simbólico. En este doble movimiento recibió una lección impensada: el mercado minaba las bases de autoridad que justificaban el paradigma educativo en materia estética. Inevitablemente, el mercado introduce criterios cuantitativos de valoración que contradicen con frecuencia el arbitraje estético de críticos y artistas.

El neopopulismo cultural encuentra en los síntomas del mercado un reemplazo capitalista a la vieja noción romántica de Pueblo.

En el mercado se oyen las voces que no tienen autoridad para hablar en la sociedad de los artistas.
La comunidad de críticos y artistas es poderosa cuando el mercado necesita autorizarse en esas autoridades.

Prueba democrática del éxito: crisis de objetividad.

En el campo del arte, la revolución democrática instaló sus dilemas y paradojas hace casi doscientos años, pero hubo que llegar a la mitad del siglo XX para que el proceso de nivelación antijerárquica se uniera con la industria cultural y los grandes medios de comunicación de masas. Crecimiento del público y de las tendencias antijerárquicas.

El mercado agrega a las tendencias igualitaristas un antiigualitarismo basado en la concentración del poder económico. No hay por qué celebrar la decadencia de las autoridades (críticos, artistas) cuando ella se produce por el ascenso de los gerentes de la industria cultural.
El mercado cultural no pone en escena una comunidad de libres consumidores y productores.

Si el relativismo es un ideal de tolerancia, no es el mercado de bienes simbólicos el espacio donde ese ideal se despliega. Más que neutralidad valorativa, el mercado ejerce fuertes intervenciones sobre los artistas y sobre el público. Un absolutismo de mercado reemplaza a la vieja autoridad.

El absolutismo implantado por el relativismo estético es una de las paradojas, quizás la última, de la modernidad.

Socavados los fundamentos del valor estético, quedan los expertos (del mercado, de la academia, de los medios) más fortalecidos que nunca.
La discusión sobre valores en el arte fue extirpada. Eso puede verse como un signo de la democracia de los tiempos, pero también como un resultado de la expansión del mercado capitalista en la esfera artística (el mercado es ciego ante las diferencias).

El arte vive no de la coexistencia de las diferencias sino de la utopía de un absoluto. El hecho de que los valores sean relativos no priva de interés al debate sobre cuáles son esos valores para nosotros. La moral relativista no debería imponernos el absoluto de una renuncia.