viernes, mayo 19, 2006

Páez narrador

En el Museo Armenio de Jerusalén, no recuerdo si en las oficinas o en la primera planta, hay un póster panorámico de Erevan (o Yerevan). Es, de todo lo que cuelga de las paredes del museo, lo único que no trata expresamente ni de los albores del pueblo armenio ni del genocidio perpetrado por los turcos en 1915, “el primer genocidio del siglo”. La foto, descolorida por los años, muestra una ciudad verdaderamente utópica, un sueño entre tantos de la Humanidad, una nube de pasión perdida con forma de edificios y calles y autos que las recorren.
De esos sueños están hechas tres narraciones (Saer, río arriba, ya definió a la narración no como un género sino como una forma de relación con el mundo) firmadas por Fito Páez: «Ámbar violeta» (1987), «Cacería» (1988) y «La Verónica» (1992). Fábulas afiebradas, en estas canciones se mezclan los efectos de lo imaginario y lo real, y el descontrol total produce además un mutuo desenmascaramiento de dimensiones. Los planos sutil e indestructiblemente fundidos del mejor Páez se transforman en el leve y fugitivo objeto de este texto. A diferencia de lo que le dice el genio al hombre al entregarle una mujer en la nota que acompaña al relato de César Aira, «Cecil Taylor», en Buenos Aires. Una antología de narrativa argentina (“Habrá en tu vida una mujer bellísima de la que podrás disponer a tu antojo. Desamparada, sin recursos ni amigos, no podrá entregarse sino a vos. Será tuya. Pero hay una condición: no pienses ni por un instante que ella es un ejemplo o una metáfora de alguna otra cosa. Es la realidad. Está sucediendo ahora mismo. No es un cuento.”), estas tres mujeres (la piba, la lisérgica, la actriz) sí son un cuento.

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El mundo de «Ámbar violeta» es el prosaico y complejo universo de lo cotidiano. Una chica de barrio, un barrio, una sucesión kafkiana de premeditados desencuentros con la gracia, la impresión fija de la imposibilidad. De repente un mareo de baja presión, es decir que podría llamarse “de baja presión” pero que, literalmente, la mete en la alucinante dimensión de las calesitas.

Le hace bien
meterse en su laberinto
carrusel.

Sus ojos cambian de color, “se tiñen”, y esa hora del día es la que en «Cacería» toma la forma del sueño de amor, y en «La Verónica» es el instante de tirarse al sol a bailar.

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Los mundos de «Cacería» son interminables, multiplicados en el delirio, pero algunas tardes de Buenos Aires me hicieron ver la canción. La recortada perspectiva de una chica que se aleja en la ciudad vacía, la sólida prosa de las bocacalles, alguna entendible nostalgia y el tiempo cristalizado en los escenarios del recuerdo son partes del cuadro. El triple concepto lisérgico de la cotidianeidad, la verdad y la sexualidad transforma ciudad y canción, huevo y gallina, en futuros tan trágicos como felices, tan lejanos como presentes. Y esa frase, esa frase:

Yo no sé hasta dónde vas: sueño de amor

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El mundo doble de «La Verónica»: realidad y representación. ¿Simple, verdad? Mujer, Europa, tarde, set de filmación. Pero…

Algo mantiene el hechizo
pensó
y se dejó llevar…

Problema de límites, no sólo como figura sino, como corresponde en los mundos dobles, formal: una violenta línea recuerda y distrae.

Exterior
día
toma veintidós.

En esa tensión entre vida y actuación, el territorio “acabado” de «La Verónica» es la terra incognita de todos los ensayos de la felicidad.

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Ese Páez ha muerto. Veamos una misma escena narrada dos veces: la primera corresponde a Ey!; la segunda a Naturaleza sangre.

Pasábamos todo el día
tirados en la cama
el tiempo maldita daga
lamiéndonos los pies.

Estas líneas que pasaron pertenecen a 1987. Las que siguen, a 2003:

En fin no hay nada nuevo
ni más antiguo que el sol
son dos pibes haciendo el amor.

viernes, mayo 12, 2006

Al-Jazeera

En las librerías de Corrientes y Talcahuano, cuando el transeúnte se transforma en lector y el lector empieza su remontada mágica por ese segundo río, sucede a veces que entre los diversos estantes y las multitudes de títulos resurge, señorial, ese libro único que se llama Las 1001 noches. Las ediciones varían fácilmente: la que yo conseguí en Liberarte es una antología preparada por Julio Samsó para Alianza Editorial, de Madrid, publicada por primera vez en 1976 y vuelta a editar en 2000.
El problema del autor en la literatura encuentra en las Noches un caso excepcional: ni firmado ni anónimo, es producto de cientos o de miles de contadores de cuentos. Toda obra tiene algo de colectivo; las Noches han quedado como algo más que una multiplicación de individualidades. Libro remoto como pocos, se refiere ya a un pasado lejano, obligando al lector a revisar las nociones que se tienen sobre el tiempo. ¿Qué quiere decir, en la primera frase de un libro que pertenece a otro mundo, “en la época antigua y en los tiempos que ya han transcurrido”? ¿Qué tiempo verbal se corresponde con ese lugar de la imaginación y de la Historia? En otra traducción, de Vicente Blasco Ibáñez y J. C. Mardrus (Ediciones L. F.), en la primera historia, la del rey Shahriyar y su hermano Shahzaman, el momento en el que Shahzaman retrasa su viaje a Samarcanda (Persia) para ver a Shahriyar y encuentra, de vuelta en su palacio, a su esposa “durmiendo en su propia cama abrazada a un esclavo negro” (traduce Samsó) es matizado así: “encontró a su esposa, tendida en el lecho, abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos”. ¿De qué no está hablando esta línea? ¿Hay algo más, otra cosa, que pueda leerse sobre el mundo?

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Por suerte todavía es posible meterse por ejemplo en el Ouro Preto a ver cómo se va la tarde. Sabemos, por las primeras páginas de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», que esas calles del centro porteño están, alucinadas, en el mismo mundo en el que también “las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes”. En este caso el libro es otro: Las 1001 noches. Los ríos, obviamente el primero y el segundo, se mezclan en los ojos del lector y no antes. Atrás quedan Tlön, Uqbar y los ortodoxos que en el siglo XIII buscaron amparo en las islas, como queda atrás la caminata desde Riobamba y todos los desplazamientos del hombre en el plano llano y móvil, insignificante y banal, del mundo. La tarde se desliza sola y el libro, filiado a una edición de El Cairo de 1962 “que sigue a la edición Bulaq, 1835” (página 19), dice: “Aquel hombre iba revestido de una túnica de satén rojo; sobre un hombro llevaba un manto amarillo bordado; en la cabeza, un turbante de Mosul, y en el otro hombro, una bolsa de seda verde llena de madera de cardamomo, de la que se servía, en lugar de leña, para alimentar el fuego de la antorcha” (página 221). El califa (que reaparece en Borges profesor) se siente triste y ha pedido a su ministro “distraerme esta noche por las calles de Bagdad” cuando encuentra a aquel hombre. Por supuesto, algo ha ocurrido: iguales elementos en lugares muy lejanos de la cultura (el único ejemplo que encuentro a esa altura es el del nombre del estadio del Chelsea, Stamford Bridge, que aparece oblicuamente en los canales deportivos y en esta frase: “Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más.”). Incluso si la escena se evade del bar sobre Corrientes y se traslada a un tranquilo mediodía de Gualeguaychú. Adentro de una carpa en la que apenas entran dos personas acostadas, el tiempo de las Noches choca contra el tiempo de todo lo demás, el tiempo de las palabras del lector. Pasear una noche por las calles de Bagdad, un turbante de Mosul, etcétera. El arbitrario lector del siglo XXI, imposibilitado de no asociar esos nombres de ciudades a los bombardeos norteamericanos, trata de pensar. ¿La mesopotamia que memorizamos a los catorce años?

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¿Bagdad? ¿Mosul? Los ejércitos aliados conquistan y la pantalla navega indiferente por los escenarios del mundo. Sus partículas establecen con la realidad una relación que en sentido general podemos llamar posmodernidad. Lo que queda por nombrar, o lo que aún es sorprendente y virgen, es esa impresión mágica, poderosa y sutil, que pueden ejercer una página y su extensa historia, que es la de las vueltas del tiempo y también la de las mareas mundanas sobre el preciso reino de la literatura.

viernes, mayo 05, 2006

Eleonora y Fez

Eleonora va feliz por la kasbah de Fez. Es pelirroja, alta, y ahora estudia en Francia. Se siente perdida y lo que ve la alienta a perderse más. Está en Marruecos hace cinco días y recién ahora, ahora que camina sola por una antigua ciudad árabe, se siente conforme. O como diría ella, “no se siente”. El camino la inunda, la lleva por momentos a ponerse la mano en la boca, a no medir el peligro, pequeño pero potencialmente grande, que le muestra el camino mismo. Su gran mochila descansa en la habitación que alquiló (viaja sola por Marruecos, a pesar de todas las opiniones) en la pensión “Paris”. Ahora lleva sólo la mochila complementaria, del tamaño de las que se llevan a la escuela, con las cosas que puede llegar a necesitar en el día. Se imagina a sí misma, según los distintos tipos de intensidad, vista desde afuera, por otro, su cuerpo, su pelo y su mochila. Le gusta el camino, le gusta estar ahí, paseando por una especie de secreto. Avanza y, como en cualquier ciudad, doblar implica un mundo nuevo. A veces se arriesga a esas nuevas leyes, sombrías, y otras elige la ficción de lo mismo. Unos chicos se le acercan en uno de esos momentos y le ofrecen ser sus guías. Eleonora se niega, pero no es tan fácil: amagan con cortarle el paso, encerrarla en esa especie de bocacalle (en realidad, un encuentro de pasadizos) y pegarle, con unas ramas angostas, en la mochila o en las pantorrillas. Sin saber qué hacer, intenta caminar, saca unas monedas, mira si alguien la puede ayudar y a un momento se abre paso, vuelve a oír las voces chillonas, siente unos chasquidos en las piernas y arroja con fuerza las pocas monedas. Sin correr (se lo dice a sí misma cada tres segundos: “no corras, no corras”) empieza a avanzar y doblar como nunca lo hubiera hecho cinco minutos atrás. Está sola nuevamente, ahora, y para tranquilizarse camina. No se siente capaz de restituir el sueño que la rodeaba. A lo lejos, adelante, ve una cantidad de luz inédita para el tono verde-piedra de la parte vieja de Fez. Tratando de recuperar la felicidad perdida, llega a lo que es exactamente una plaza como puede serlo, piensa Eleo, “en el norte de África”. Se sienta para guardar en la memoria lo único que será posible recordar de esa tarde de 1998.
Al rato de estar ahí ve que del otro lado de la plaza, sentado en unas gradas espejadas con las de ella, hay un tipo. Lo mira y él la está mirando. “Tranquila”, se dice. No pasa nada. El flaco ya está acá y se llama Ahmed. Es muy gentil y sabe hablar francés, tan imperfectamente como ella. Las risas resuenan en las paredes, en el tiempo que Eleonora no piensa que tienen, “en la tarde eterna de esta plaza”. Ahmed ya ofreció el prohibido alcohol y el hachís, que hubo que rechazar no sin subversiones, versiones subterráneas opositoras al “así estamos bien”. Lo que no puede negar es el aumento de las risas, la tranquilidad expectante (“una máquina imposible”, piensa Ahmed), el mutuo consumo de una tuca del “París” que Ahmed apuró, la hora que cambia. Finalmente, Eleonora mira al cielo y tiene una claridad personal y cultural única, justo cuando Ahmed propone subir a una medianera a ver la ciudad. Es el primer movimiento juntos. La ciudad es un sueño y él es algo de ese sueño que se puede agarrar. La ciudad es una cárcel y esos colores deben entrar en mí. La casa de Ahmed (¿qué es el encuentro?) queda a ciento cincuenta metros de la medianera y de la plaza. Antes de acabar, Eleo piensa “…sí…” y él piensa “…na´am…”.