viernes, octubre 28, 2005

Pisar

Verde esmeralda…
La ventana (a la que alguna vez me asomé) da a un pasaje corto, que se ve como una diagonal muy cercana. Nos asomamos y yo vi cómo en la diagonal, a sesenta metros de distancia, los techos se superponían con el pasaje, lo tapaban, se veían, y el pasaje quedaba atrás aunque al final otra calle marcaba que, por la estación de servicio, era imposible que siguiese avanzando. En la estación se juntaba mucha gente a almorzar. Se dejaban los autos afuera, y organizaban todo alrededor de la televisión y las góndolas y del hombre que estaba atrás de lo que sería la barra. El recinto de la comida estaba rodeado por un vidrio que lo aislaba de la calle, y afuera, en la playa, también se solía ver gente circulando, yendo a pagar el tanque de nafta o algo que iban a comer. La ventana fue siempre muy silenciosa. Más acá, directamente abajo, están las tres esquinas (el pasaje dura una cuadra), y si de este lado hubiese dos esquinas como es lo normal, la puerta coincidiría bastante con lo que sería la esquina. En vez de eso, el edificio queda a mitad de cuadra.
En el piso, de madera, hay dos colchones de una plaza. Si hay peso en el medio, el peso suficiente, los colchones se abren y uno cae un poco. Tanto las sábanas como la colcha son de dos plazas, y así es como en poco tiempo se puede repetir el error varias veces. Los libros están contra la pared, en una parte ahuecada, unos contra otros, y los más leídos están sobre todos los demás. Yo no sé muy bien cuáles son los más leídos ahora, pero tengo una vaga idea. Tampoco sé si se relee. Se solían releer ciertos capítulos (de uno de los libros de juventud, especialmente lúdico) en particular. El espacio libre para transitar es angosto, el espacio entre los colchones y la pared. Hay pilas ordenadas de ropa, porque no todo entra en el armario, que funcionan como un adorno más. Siempre, en distintas situaciones femeninas me ha parecido lo mismo, quedan bien. Decía, se forma bajo la ventana un eje horizontal de libros, prendas, espejos, sábanas, todo resbala o parece resbalar en un mismo tono y ángulo, una misma forma de deslizarse.
Para el ascensor hay que bajar un piso por escaleras. Hay un ventiluz por el que, los días despejados, entran los rayos del sol. Podría inventar el resto: los escalones son de una piedra marrón, y la pared es blanca, irregular y puntiaguda, y se va mezclando con los colores y sombras de la escalera. La espalda se ve, zigzagueante, lo cual dura muy poco. Y adentro hay mucha más luz, y pares de zapatillas graciosas. El piso es seco y más tibio. Se reconocen ciertas cosas: un par de sandalias rojas, un almohadón blanco que estaba en la otra casa, un almohadón rojo y amarillo con pétalos elegido con muy buen gusto. Reina el silencio, y todo es muy gracioso, y es, parece, una gracia saturada. Hay un velador apagado, viento que entra de la terraza, dos días, y tres noches… Dos personas bajo una vela, escuchando Mind games y Love sin parar. Él llega sorprendido. Ella tiene un pantalón negro y una camiseta de mangas largas, de algodón. Se sienta en el piso, cruza las piernas y con los brazos arma una especie de cinturón mientras lo mira con cara de juguete perdido. Estaría mal si él no estuviese, el dato dice que él vino respondiendo a su llamado. Ya le dijo a la tarde que ya no siente por él nada de lo que sentía, aunque lo escucha y dice que siente ganas de tener ganas, pero que es algo que no se puede forzar. Él igual se siente bien porque está hablando con ella en un parque, y siente que es y son, por lo menos, el mismo pliegue de algo que desapareció. La acompaña y se despiden. Se va a su casa caminando. A las dos horas suena el teléfono y es ella, y va. En el colectivo pasa por el lugar en el que la despidió esa tarde. Baja a abrir. Vuelve a esas calles, que se le aparecen como el último lugar del mundo, respirando felicidad y venganza, y compra lo mismo en los mismos lugares. Ella está vestida muy simple, suben en silencio y cuando le abre la puerta y pasan no puede creer eso de estar solo con ella, sin invitados. Se sientan juntos, apaga las luces, prende una vela y vuelve. Por supuesto, como en los buenos viejos tiempos, cuando la alojaban sus primos en la otra casa y no se relajaba, no lleva corpiño. Él se encuentra con las zonas escritas de su cuerpo como un pulpo que encuentra y disuelve, destruyendo textos. Ella ya está llorando en el baño. Él mira un segundo por la ventana y va a esperarla al pasillo con los brazos cruzados. Va a ser la última. Ella ya había llorado antes de llamarlo, y cuando sale la mira pero no la encuentra… Veintiocho días antes hay gente hasta en la terraza, aún cuando el verano está en sus últimos días y no hace el calor que hacía. Ese lugar en el que se derretía todo ahora es noche, esquelético, frío, se siente después de un rato sentado a la mesa. Es el cumpleaños (no lo dije: alguna vez fuimos todos estudiantes de literatura y festejábamos cumpleaños). Ella y las amigas están en la cocina preparando pastas de colores. Vuela entre los invitados. Además de la terraza, hay una manta gigante en la sala y gente ahí también. Se ve la pieza, vacía. Parece que todo se hubiese suspendido definitivamente. Apenas poniendo un pie en la puerta (porque no habría, que justifique, razón social para entrar) ya se distingue todo lo lejano inminente, el poco espacio, la ventana y un fondo negro, las bolsas con regalos, la ropa más o menos ordenada, el calzado. La orina de los perros y el sentido, el recuerdo del verano sudando… Ella, en la tarde gris y tibia, tres días antes, conjuga el verbo infusionar, irrepetible, en medio de la devolución del libro. Pensando: ya es el último libro, también es último todo lo demás. Estamos sentados, en el piso, enfrentados. La luz que entra por la ventana muestra, tranquila, pesada, la sala. La quietud es total, nuestras caras no son lo que eran. Todo (muecas, palabras, miradas) arrasado por el río del tiempo. Salimos a la terraza, y bajo el cielo blanco infinito intento tocarla pero se arquea como una gata y celebra nuestra amistad. Quiere celebrarla, y quiere que la celebremos (yo, que caminaba sobre sus pechos). Sólo una mujer que sabe lo que quiere puede confundir lo que fue un sigiloso, y eficaz, acercamiento de mes y medio con una amistad. Mujer que cuando notaba otro ritmo en mi respiración, quiero decir, me preguntaba qué. Ahora se tropezaba. Lo entiendo perfectamente. No era nuevo lo de deambular de la sala a la pieza, de la terraza a la sala, sueltos. Mover el barrio había tenido consecuencias nefastas: la magia y la facilidad aliviaban el razonamiento. Todo lo que había que hacer era aprovechar las migas de una mudanza que terminó siendo más que un intencionado desliz estético. El determinismo geográfico aplicado a la ciudad en la pareja. Teoría de los barrios. De repente los trenes, quizás la cercanía de un nuevo hemisferio, a nosotros que más o menos nos habíamos conocido en una cierta posición geosocial, nos incomodaba. Ella, igual, ya jugaba de local, se había adaptado a todo lo nuevo. Vivía cada vez más lejos de mí, en un inexplicable mundo de colegios bilingües y confiterías tradicionales que teóricamente íbamos a descifrar entre los dos, y se arqueaba en la terraza cuando yo iba a tocarla como si eso fuese normal. Como si bajo ese cielo blanco eso fuese lo único posible. Claro que entonces me fui. Y cuando ya me había puesto las zapatillas, cuando fui a buscar el viejo abrazo, se hizo la boluda, primero, y después la apuré (sólo lo logro en mis momentos más dignos). Nos quedamos en silencio varios minutos. Transformada, caminamos hasta la pieza y nos sentamos en los dos colchones. La palabra era mía. Ella era como una pileta, densa y permeable. Sólo sé que hablaba como antes, miraba como antes. Acosté mi cabeza junto a los libros y jugué libre con sus hombros varios minutos. Intenté besarla. Claro que me importó muy poco no hacerlo. Bajamos, caminamos una cuadra y la dejé sola. En la esquina de la heladería.
Y ella lo corrige y lo abraza. Él la vio salir del ascensor, sonreír con una mano de la que se le caían las llaves, acariciarlo con una mirada a través del vidrio. Él no le da el mejor abrazo, caen brevemente contra la pared, se dirigen al ascensor. Hablan, no extrañados aún, en el ascensor y en la escalera, en la pequeña cocina y en la sala. Es la primera vez de noche en la casa. Ella ha vuelto. Asiste frenéticamente a los festivales estivales que se ramifican en incontables actividades céntricas, y a los tres días lo llama. Se trasladan a la pieza. Él se acuesta acomodando las almohadas y doblándolas para quedar hacia ella, que se ha sentado. Tres días. Ella pregunta. Él sabe que todo eso es imposible, porque la muerte es mentira. A lo sumo unas palabras. Le toma la mano y ella se deja. La luz, de la ventana no entra nada de nada, es de un velador que, pegado a la pared blanca, ilumina todo por la mitad. La sombra corta las paredes, la cama deshecha y las caras. Ella empieza a hablar. Él siente un dolor en el cuerpo, una contracción. El dolor es la única forma de lo impensable, o la primera, recuerda. Llega la frase decisiva, toma forma… Creer que se tiene una vida. Él por supuesto suspende la cena, y odia (lo que tendrá sus consecuencias, lector) cada paso, cada cuadra, cada esquina… Un mes antes, vamos volviendo. Dejamos territorio extraño. Ella se va, a esa provincia. En el asiento individual, volviendo, luego ella se va a la estación, empezamos a reconocer nuestra ciudad, nuestra parte acomodadamente distraída de nuestra ciudad, nuestro ex-norte. Vamos en un gran coche rojo número uno cuatro uno, que en este punto del verano aleph lleva veinte vidas encima, volviendo. Lo tomamos allá, cerca de una zanja gigante con paredes de ladrillo por la que, abajo, pasa un tren paralelo a todo (la ventana es la puerta negativa a un mundo único disponible a todos por la noche en Rojas y las vías del F.C.O.). Caminamos hasta ahí desde el departamento. Bajamos ese piso por escalera (hacía mucho calor) y nos besamos más por obligación que por inercia en el ascensor. El departamento va a ponerse lindo. Ahora está vacío, obvio, y con mucho polvo, pero ella va a traer sus cosas, de la provincia y de la casa, y va a quedar muy bien. Cuando vuelva me instalo, nunca más esos hoteles sucios, inseguros y toscos. “Bienvenidos al continuum”, sí, un continuum cotidiano, sereno, implacable, el mes que viene. Se viste y salimos a la terraza en llamas. El cielo, el suelo caliente, la forma pura de la memoria. Volvemos embriagados (ella no me gusta) a entrar, rumbo a la pieza. Abro la persiana. En la pieza un poco chica. Como una T invertida, la calle y el pasaje. Miramos dos minutos. Un minuto. Volvemos a la sala con la persiana a medio abrir. Desnuda, triste, distante, perdida. No le pican, por el polvo y el sol, los ojos. Es fea, ¿no? Ella se da cuenta, pasa caminando, le gustaría no estar desnuda, lloraría. El calor. Me abre la puerta: está bien, hay que limpiarlo. Subimos las escaleras (y bueno…), entramos al ascensor. Dice que esa es su casa y saca las llaves sonriendo.

jueves, octubre 20, 2005

La babasónica noche de Aira

En La literatura y los nuevos lenguajes, Juan José Saer escribe y cierra una incógnita que venía trabajando hacía tiempo y fuertemente en mis reflexiones sobre la relación entre la experiencia del arte y la posterior experiencia del mundo. La frase es: “(…) la literatura [el arte] pretende encontrar un fragmento de lo imaginario tan nítidamente rescatado y brillando con luz tan propia, que induzca a lo real a parecérsele”. Después, y estimulado por tamaña claridad, revisé las expresiones artificiales que últimamente me habían impactado y rápidamente ubiqué una única en su tipo por provenir del espacio de la publicidad.

Alrededor de abril o julio de 2004, Babasónicos hizo unas fechas en Obras al aire libre. La imagen de los afiches era una noche sutilmente estrellada y las orejas, supongo, del caballo de Infame (disco que, vale la pena la digresión, cifra una fórmula maestra: “Vamos a fumar un porro ahí”, subrayado mío). Ya de entrada me cautivó, en los carteles, la aventura de la elipsis: sólo las orejas. Pero lo que terminó de someterme, lo que le dio al afiche el exclusivo estatuto de emoción estética, reservado a las más finas interpretaciones del mundo (Starosta, Cacería, Sólo un poquito no más) fue el trazo asignado a la noche. Era una oscuridad que se iba empolutando a medida que bajaba. Mientras la parte superior del afiche era azul oscuro, la parte inferior era violeta. No sé qué significará esto para el lector, pero en mi caso esta imagen vino a establecer un “sutil contacto de almas”, eso que otros hábilmente llaman cultura. El conocimiento que supone esa imagen es suficiente para reconocer en alguien más una cosmovisión (literalmente) que recorre el pasado y la ciudad, es decir el tiempo y el espacio de una vida.

En una fiesta en Venezuela 1116, una mujer de veintiséis años escuchaba este frágil razonamiento a raíz de una confesión: “escribo en una revista de publicidad”. Su rápida conclusión fue: “es un logro del marketing; es mucha plata la que se mueve y no pueden equivocarse en una pauta”. O sea que según ella no había habido ningún abandono “artístico” por parte de nadie. A lo que yo me escandalicé sobriamente, porque ¿qué estudio de marketing me iba a sacar a mí esa información? ¿En qué encuesta había lugar para esas postulaciones? En ninguna, pensé, claramente, y en ese caso el logro estético/marketinero tenía un alto nivel de abandono, de mirada personal, de equivalencias abstractas, lo cual lo hacía no mecánico y no exclusivamente técnico… Por lo que recuerdo, no la convencí.

Un conocimiento próximo al de la noche centelleante (que, sigo juzgando, provino de algún alma hermana y no de un vago estudio de mercado) es el de este fragmento de Yo era una chica moderna de Aira: “Me llevó a la terraza a conocerla (…) Todo el espacio alrededor alternaba entre edificios altos y bajos, y en el claro que dejaban los bajos se veía más lejos alternar otros altos y bajos, y así sucesivamente”. Y también: “Algunas ventanas estaban iluminadas, algunas se apagaban cuando las mirábamos”.

viernes, octubre 14, 2005

Quijote

Este es el “trabajo” que expuse en la Biblioteca Nacional, al comenzar la quinta primavera del milenio, en el marco del congreso “El Quijote en Buenos Aires”.


La escritura del Quijote: voces, intervenciones y puntos de vista

La escena del Quijote que motivó este trabajo es aquella en la que el ventero, en el capítulo XXXII, páginas 323-324
[1], hace un elogio de las novelas de caballerías y dice “¡Tomáos con mi padre! ¡Mirad de qué se espanta, de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había de leer vuestra merced lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos, como si fueran manadas de ovejas (…)”. Este pasaje fue el primero que llamó mi atención acerca del modo que el texto tiene de iluminarse a sí mismo. Es decir que el libro, en ciertos momentos, en ciertos pliegues, habla de sí mismo, se ve a sí mismo.
Quisiera, para que la base del trabajo quede clara, señalar que no me ocuparé de las instancias narradoras de las que trata Mauricio Molho en su trabajo, incluido en la bibliografía de la cátedra. Mi seguimiento textual será a través de los momentos, las escenas y los enunciados en los que los personajes de la fábula (Cide Hamete Benengeli no es, en este sentido, un personaje ordinario, como tampoco lo es el primer narrador) dicen algo sobre el libro.
Ya en este plano, se hace evidente que hay distintos tipos de iluminaciones o aclaraciones o predicaciones que los distintos personajes pueden hacer sobre la trama o el carácter más general del texto. Yo las dividiría en dos grandes grupos: aquellas que los personajes están naturalmente en condiciones de hacer, dada su trayectoria (explícita o postulada) dentro de las fábulas que convergen en la novela; aquellas que misteriosa e inexplicablemente dan cuenta de una especie de metafísica textual, en la medida en que los personajes que las enuncian no pueden “saber tanto”. Ambos momentos (el de la aclaración natural y el de la iluminación metafísico-artificial) son momentos plenos de la lectura, pues siempre enriquecen y matizan las historias y tienden a reafirmar lo que los lectores ya intuimos: que el Quijote es un mundo en sí mismo, un cosmos acabado y cerrado.
Es decir que hay una luz principal, central, que es la del narrador, y luego hay discursos que aleatoriamente enfocan los márgenes, completan el sentido, recogen los restos de lo narrado. Las historias parecen completas para después completarse realmente a través de nuevos discursos, de una nueva enunciación cuya esencia es la novedad y la marginalidad respecto de lo que anteriormente, en el texto, se ha marcado como entrada y clave de aproximación a la realidad (de la fábula).
Hay momentos en los que el texto se pliega y otros en los que se extiende. Es decir que por un lado está la función auto-referencial, aquella que insiste o enfatiza sobre lo que ya se dijo, y por otro la capacidad del texto de extenderse, de incorporar información que permanecía en la sombra, y que obviamente es compatible con lo que se viene contando. Esta compatibilidad es lo que, en esta lectura, hace del Quijote una novela realista. Siempre que un discurso contradice a otro (y subrayo que sólo me centro en las palabras de los personajes, no de los narradores) es porque la realidad tolera esa tensión y esa ambivalencia.
En los momentos más superficiales, la discusión es poco más que humorística: hay que decidir si el objeto es una bacía o el yelmo de Mambrino. En cambio, cuando no se habla de objetos sino de procesos, y de intangibles procesos individuales (el de Cardenio, el de Dorotea), la complejidad se hace necesaria porque ya no se trata de desestabilizar dicotomías. De lo que se trata es de ver cómo reacciona un carácter ante otro y ante sí mismo, y cómo ese ámbito de infinitas posibles interacciones acaba produciendo no una sino varias realidades. La venta (una vez conocidas, en Sierra Morena, las otras voces) será el espacio privilegiado de la hibridación.

Las voces centrales, en lo que a personajes se refiere, son obviamente las de don Quijote y Sancho. Sus intervenciones, en tanto son los caracteres centrales de la novela, y los que la hacen avanzar, apuntan a desarrollar el espacio del texto antes que a plegarlo o iluminarlo bajo una nueva forma. Esta función suele ser encargada a las voces marginales, voces que ingresan lateralmente a la esfera de lo narrado. Sin embargo, cada vez que don Quijote reflexiona sobre su condición (cada vez que describe los pormenores del ejercicio de la caballería andante; cuando pontifica sobre la supremacía de las armas sobre las letras) lo que hace es abrir y desplegar un horizonte que ahonda la fábula y proporciona un fondo sobre el que su figura se explaya. Es decir, lo que hace es escribir, él también, su libro.
Ahora bien, entre las innumerables líneas que son emitidas por don Quijote hay una que se diferencia de las demás por su carácter, como expliqué antes, metafísico y artificial. Se trata de un momento en que la figura de enunciación se desplaza de su lugar y parece tomar otro lugar en el texto. El lugar de una atalaya, podría decirse, y esta metáfora es adecuada para los pliegues irracionales de la trama. Me refiero al poema que escribe durante su penitencia, en Sierra Morena, en el capítulo XXVI: allí, ciertas palabras pueden o no ser tomadas inocentemente. Siendo poco suspicaces, es posible afirmar que estos versos adelantan lo que vendrá con las historias de Cardenio y compañía, hasta llegar a Leandra. Es decir, cuando aún el libro no se ha poblado de fábulas que se montan unas sobre otras, que dialogan y se alteran, que se dicen entre sí, ya tenemos una versión condensada de lo que será el tono de la vivencia amorosa en la novela. Sus líneas definitorias ya están presentes en estos versos, que prefiguran los sonetos que leeremos después de manos de, por ejemplo, Cardenio y Lotario. Las relaciones entre amor, sufrimiento y muerte se irán tensando y aflojando con el correr de las páginas. (En el caso de Cardenio y la carta que encuentran don Quijote y Sancho -capítulo XXIII, página 215-, el planteo es el mismo, que luego se desarrollará bajo diversas formas).
Pero si buscamos en el poema no sólo una relación textual, sino también una clave que roza lo ultra-textual, como una especie de guiño al lector, podemos encontrarla en ciertas palabras como cogote y azote. La primera se relaciona directamente con la “trágica” historia de Cardenio (si el libro no se nutriese de nuevas voces, es decir de aquello que me dedico a buscar, el adjetivo no merecería las comillas). Cardenio ve su propio derrumbe a través de una ventana, estirando el cuello, y este dato ha sido leído (a partir de la profesora Parodi) como puerta para una interpretación (la del libro como una reelaboración de lo religioso) y para un posible inter-texto entre las historias. El cogote, en esta doble entrada, es sinónimo de religión, pues en ambos casos se trata de religar (la cabeza con el cuerpo, Cristo con la humanidad, el entendimiento y la voluntad) y es también símbolo de la dificultad e imposibilidad de don Quijote (y de Cardenio, a quien él todavía no conoce pero parece poder escribir) para el amor.
La palabra azote también puede leerse como la anunciación de una aventura para la que aún falta mucho: la de los disciplinantes. El texto se pliega hacia adelante poniendo en entredicho el supuesto lugar de enunciación.
Otro ejemplo de esta misteriosa forma de intervención es la que encontramos en el capítulo IV (página 50), cuando, defendiendo a Andrés, don Quijote dice: “(…) si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo”. Sorpresa: don Quijote refiriéndose al rompimiento de cueros como falta ya compensada (es decir: como falta a compensar), antes de interponer entre él y otros cueros de vino la leyenda de un gigante.
Siempre que se habla del texto mismo, estamos frente a un desplazamiento: o de las condiciones de tal enunciación (¿cómo ese personaje puede haber dicho eso?) o de algún otro enunciado (que es aquel sobre el que se ha dicho algo) que ahora nos vemos obligados a complementar, a matizar; a, en términos de perspectivismo, completar.
Otro ejemplo muy importante de discursos que se ven obligados a convivir juntos en una misma realidad es el de Grisóstomo y Marcela. El texto parece ser unívoco en cuanto a la caracterización de Marcela: un hombre muerto y muchos vivos hablan de su maldad. Sin embargo, Marcela aparece y su palabra se enfrenta a la voz que venimos leyendo. Este es el primer momento que en el Quijote (ignorando la disputa entre don Quijote y Sancho por la bacía, cuyo tono es superficial y enfático) sentimos que hay dos realidades (verbales) a nuestra disposición, y sentimos tambalear la primera (la masculina) al irrumpir la segunda.
Las voces pueden relacionarse de distinta manera. No es igual la tensión que hay entre la palabra de Marcela y la de Grisóstomo (o la que se genera entre don Quijote y Sancho, en el capítulo XXXVII, página 385, cuando discuten porque Sancho súbitamente ha adoptado una posición más emparentada con la realidad y sostiene que el líquido es vino, y no sangre de gigante, y que el manteamiento no fue un encantamiento) a la relación de la historia de Cardenio con El curioso impertinente. Por momentos las voces forman un coro, que puede ser más o menos disonante (el caso de Grisóstomo y Marcela; el del baciyelmo; el retrato de Dulcinea que elaboran conjuntamente don Quijote y Sancho); en otras ocasiones la relación es de acompañamiento, de reelaboración (la relación entre Cardenio y Anselmo, y entre Fernando y Lotario, como los que dejan un lugar y los que lo ocupan; la versión que da Andrés sobre la intromisión de don Quijote).
Tomemos la situación que elaboran Andrés por un lado y don Quijote por otro. Esta aventura queda suspendida durante más de veinticinco capítulos (entre el IV y el XXXI), hasta que en la página 316 el joven encuentra a don Quijote en un camino y le cuenta cómo terminó aquel día. Lo interesante es que además de contarle a don Quijote su desdicha, nos la cuenta a nosotros. En el capítulo IV el relato va por cuenta del narrador. Ahora, él toma su voz y cuenta la historia desde su punto de vista: Andrés hace ver lo incompleto que había quedado el libro, y suple esa falta con un nuevo corte, un nuevo ángulo que se proyecta sobre una realidad siempre fragmentada y heterogénea. Este es un movimiento que se repite: en Marcela, en Dorotea (cuya historia enlaza, en un vértice, con la de Cardenio), en don Luis: la necesidad de los personajes de contar su historia en primera persona. E incluso en el cura, cuando (capítulo XLVII, página 491) recuerda y le comenta al canónigo el escrutinio de la biblioteca. Lo sorprendente y gratificante es cómo un acontecimiento que creíamos cerrado, y con la consistencia de un objeto (el escrutinio), imprevistamente es revisado por uno de sus responsables. Y esta narración funciona siempre como una recapitulación de la experiencia, y toda recapitulación trae consigo un matiz, un énfasis, una diferencia, y recién ahora nos enteramos de que para el cura había en los libros de caballería una cosa buena (luego veremos cuál). Esto reformula el escrutinio y, si se quiere, todo el libro; y lo mismo puede plantearse con todas las instancias que retocan lo que parecía cerrado, inamovible. Este es el encanto de las voces.

Pero si no se puede contar en primera persona, se cuenta en tercera. El cura es quien articula relatos y modela la realidad de los otros. Se ve claramente su acción en la comedia de la princesa Micomicona. Aquí es él quien pone la cabeza (y Dorotea pone el cuerpo, en la óptica religioso-apofática) al servicio de alumbrar ciertas zonas de la realidad que cree convenientes. El cura es una de las grandes imágenes de autor. (La otra es el ventero, en quien ahora nos centraremos). Como autor, su voz es sobresaliente y modela la trama. Tiene un estatuto –justamente, una autoridad- que convierte su voluntad y su ingenio en la dirección misma de lo que sucede. Él está por fuera del coro; dirige. (La superposición de la figura del cura con la de Cervantes también es visible en el capítulo XLVII, página 491, en la charla que tiene con el canónigo, al estar de acuerdo con éste en su crítica de las novelas de caballería). Y en el momento de la entrada del hermano del cautivo, el oidor, esto se repite: “Ya os digo –respondió el cura- que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos” (capítulo XLII, página 442). ¿No parece Cervantes quien habla, cuando recordamos la evolución de las historias de Cardenio, Dorotea, Fernando y Luscinda? El arte de las historias intercaladas tiene como fin el contento generalizado. Y estas intervenciones, las que parecen ser emitidas desde el lugar de autor, pueden explicarse naturalmente a partir de la trama, o no (en el caso del ventero).
Si pensamos que buena parte del libro se desarrolla en la venta, la metáfora es obvia: libro-venta, autor-ventero. La venta es el espacio, además, de la interpretación (como el libro), donde las palabras pesan más que la realidad, donde la realidad es más que nunca proyectada por las palabras. La multiplicidad de historias narradas, rememoradas y proyectadas hacia el futuro (el bautismo de Zoraida-María, por ejemplo) hacen del lugar un símil del laboratorio de escritura del Quijote, un núcleo que contiene las distintas fábulas bajo la mano del cura (la comedia de la princesa Micomicona no ha terminado; el encuentro entre hermanos tiene que ser articulado) y del ventero, quien auspicia el espacio donde las historias circulan: “de este modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en la mitad de este caos, máquina y laberinto de cosas (…)” (capítulo XLV, página 470).
Una vez apuntado esto, quisiera subrayar, del parlamento del ventero que reproduje al comienzo, las palabras molino, frailecicos y ovejas. ¿Desde dónde puede un personaje, que no ha salido de su espacio cerrado, mencionar tres aventuras de las de don Quijote? Se podría pensar que, quizá, esta lectura fuerza lo dicho por el personaje. Sin embargo, Dorotea acota (capítulo XXXII, página 324): “Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quijote”. Es decir, el conocimiento del personaje del ventero es de una dimensión que escapa a su estatuto como tal. Y no sólo eso: ¿cómo puede Dorotea hacer una acotación tan pertinente, si ella no ha podido presenciar, ni oír, estas aventuras? A lo que voy es a que ya son dos, en esta escena, los personajes que tambalean en tanto personajes, quiero decir, en tanto ristras de palabras (es la definición de personaje que da Stevenson), pues sus palabras no les pertenecen o les pertenecen de un modo extraño, artificial, ultra-textual. Es una posición de atalaya, de trascendencia con respecto a sí mismos como mera literatura. Esto ya lo hemos visto en el escrutinio de la biblioteca (capítulo VI) cuando el cura y el barbero encuentran La Galatea y automáticamente se postula su ambivalencia, como personajes del texto y como personajes también de la realidad. La diferencia es que ahora, estos personajes, en la venta, se refieren, desde su posición ambivalente, no al mundo (“Miguel de Cervantes, más versado en desdichas que en versos…”) sino a la ficción que los alberga dentro del mundo, en su relación con el mundo (“la segunda parte de don Quijote”: el libro y su afuera).
La venta es también el escenario en el que se resuelven las tensiones que hemos ido oyendo en boca de los distintos personajes. El arribo de Fernando y Luscinda abre la puerta a la solución de los distintos dramas. Es interesante señalar que en este momento (capítulo XXXVI, páginas 376-377) hay un pasaje: se pasa (los personajes pasan) de narrar el pasado, de enunciar una verdad, a ponerse en manos del narrador, del presente y del futuro. Es decir que estos personajes dejarán de contar para empezar a ser contados, para empezar a vivir.
Otros personajes reaparecen sorpresivamente y se confirman, en esa reaparición, como personajes propios del texto, ausentes durante muchas páginas pero a la vez formando parte del cosmos que plantea el libro. Cuando reaparecen, es para tomar la palabra. Hemos visto el caso de Andrés y el caso del cura (cuando relata lo que fue el escrutinio para él). Hay otro personaje que aparece por segunda vez cuando ya lo creíamos fuera del libro, y cuando aparece es para, por primera vez, hablar: “¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes!” (capítulo XLIV, página 463). El barbero dueño de la bacía recibe de Sancho un golpe y éstas palabras: “mi señor don Quijote ganó estos despojos en buena guerra”. Este personaje toma la palabra y es golpeado por la pareja de protagonistas: lo mismo le había sucedido a Andrés, quién tuvo que salir corriendo antes de que don Quijote lo atacase. Esta repetición permite aventurar la hipótesis de la reticencia con que los protagonistas asisten a una novela polifónica cuando las otras voces no acuerdan con la suya propia. De hecho, en muchos pasajes del libro la gracia consiste en la reacción desaforada de don Quijote ante las disidencias. Cuando don Quijote, en el discurso de la Edad Dorada, rememora ese pasado, también podemos pensar que se está refiriendo a la vieja estructura de las historias, en las que el héroe no tenía que lidiar con otros hombres ni con el narrador (quien oscila entre sus acuerdos y desacuerdos con don Quijote), es decir, no tenía que someterse constantemente a una construcción dialógica. Don Quijote quiere ser un héroe que ya no es posible ser, en una época de hierro en la que el sentido ya no es único.
Según hemos visto, la venta (y, más ampliamente, Sierra Morena) es el espacio heterogéneo, fragmentado, polifónico. Bien: en el capítulo XLVII (página 492) el cura (no olvidemos: figura de autor, figura de Cervantes) rescata lo que considera bueno de las historias de caballerías: que en ellas, por su materia, un buen entendimiento podía mostrarse “épico, lírico, trágico, cómico”. Ya no hay encubrimiento. El cura, un Cervantes alegórico, critica las novelas de caballerías (lo que sabemos que hacía el autor del libro) pero rescata que en ellas un buen entendimiento puede explayarse a su gusto. Este es un nuevo momento en el que un personaje, ya muy claramente, opina con una voz que le da una categoría especial.
Otra voz que podemos llamar extraordinaria es la voz de la traducción. El personaje aquí es el renegado que comparte la prisión con el cautivo, en África. La traducción es una voz especial porque descifra una realidad encriptada. Si nos fijamos en que, en 1605, traducir se decía volver (“en Toledo, roguéle me volviese esos cartapacios”), podemos deducir que la realidad a traducir está, en un principio, más allá. Y la realidad que en este caso está más allá es la de Zoraida. La traducción integra una realidad e integra un personaje. La voz del renegado ensancha la novela a partir de un saber específico. En esto también podemos ver rasgos de autoridad, de creación literaria, como en el caso del ventero y del cura.
Éste, sobre el final (capítulo XLVIII, página 495), en su conversación con el canónigo, parece alejarse del texto y, en perspectiva, trazar un mapa de la novela en la que participa. Enojado con los libros de caballerías se pregunta si hay mayor disparate que el que plantean tales relatos. Y dice: “¿Y qué [disparate] mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona?”. A primera vista, ya podemos identificar al viejo valiente con don Quijote, al mozo cobarde con Sancho, al rey ganapán con el ventero (quien arma, paródicamente, caballero al protagonista) y a la princesa fregona con Dulcinea. En su última conversación acerca de libros de caballería, el cura plantea el Quijote, lo cierra y caracteriza los personajes de la trama.
Todos estos personajes han estado, como hemos visto, hablando, planteando, reformulando y auspiciando (en el capítulo LII, página 529, el ama y la sobrina ya saben que se verán sin su amo y tío apenas tenga una mejoría) la trama misma del libro que les da vida. Sin embargo, el libro no es sólo voces. El libro, si es un mundo (y con el Quijote intuimos que lo es), es también silencio, soledad y misterio. Tenemos esta sensación también en el capítulo LII, página 527, cuando leemos: “En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y el barbero, don Quijote y Panza y el bueno de Rocinante (…)”. Las voces se pierden, reverberan, y su rumor es también el Quijote.

[1] de Cervantes, Miguel, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, 2004.

viernes, octubre 07, 2005

catamarca, la rioja, san juan

viajes que llevan a libros, libros que llevan a viajes... en este caso, queridos, lo segundo. el viaje desde el cual les escribo fue una combinación perfecta entre la generosa amistad de nora y maayan y la fantasía desatada a borbotones por las ciento y pico de páginas de "facundo".
llegué a la capital de catamarca después de haber tenido un primer approach con el interior del país viendo las villas de rosario desde el micro. todo muy "del ´63". el micro también me hizo pensar en esto de que las empresas de ómnibus tengan videos institucionales, tipo "bus TV". yo creo que es difícil generar tanto sufrimiento y tanto pensamiento alrededor de una obra.
después de dejar mi mochila en la estación (placer) y de ponerme los lentes de contacto (deber-placer) salí a caminar por la ciudad que goza de uno de los mejores nombres de este país. en la plaza vi un perro tan flaco que despertó en mí la dormida compasión. luego me instalé como siempre en un bar a leer y escribir, aire acondicionado, desayuno por dos pesos. decidí salir a caminar nuevamente, y cuando el calor destrozaba el sentido de las cosas decidí ir al pueblo donde me encontraría con las chicas. la casualidad hizo que me las encontrase en la terminal de la capital, fue un lindo encuentro, sazonado con baggio multifrutas, el jugo del amor y la amistad tranquila.
catamarca es una provincia que se caracteriza porque su población no parece tomar agua. o agua mineral, que a esta altura para mi porteñidad es lo mismo. uno quiere comprar agua y sólo hay coca y pepsi y fanta. es terrible! igual, tomar pepsi en continuado no es algo que haga mal. llegamos a el portezuelo y después de los primeros mates y de una noche nos fuimos a anquincila. ese micro fue increible, porque subimos la worldfamous "cuesta del portezuelo". montañas gigantes, pueblitos, ciudades, todo visto desde arriba, la américa interminable. en anquincila seguimos con nuestra rutina de charlar y comer pizza y sandwiches de mila. las chicas, aparte, tomaban mate mientras yo encaraba el drama de los lentes de contacto. tiempo estimado de colocación: 40min (todo lleno de tierrraaaaa!!!!).
las chicas se iban el sábado, así que caímos en Recreo, el lugar donde ellas se tomaban el micro. pueblo siniestro. hubo mala onda con la(s) dueña(s) de la(s) pensión(es) y eso coloreó toda nuestra estadía. igual la pasamos bien, charlamos, comimos pizza, papas, fritas, tomamos helado, etc. (el placer de viajar en estas condiciones es 70% gastronómico). el calor era infernal, y un tipo (viajando con chicas se conoce gente) que trabajaba en la planta de arcor envolviendo las bananitas dolca en papel metalizado nos dijo que ese era para él "el paraíso", que hacía un día esquimal.
las chicas se fueron, y tuve la sensación de estar jugando un juego en serio. un juego, porque hago zas y se termina, y me vuelvo. en serio, porque de todas formas estaba en Recreo, solo, en esa pensión terrible, viendo boca-river. tuve una previsible crisis. a la mañana siguiente tuve el atrevimiento de hacer dedo (con ellas habíamos hecho, y había estado bueno). me fui hasta la policía caminera (30 kms del pueblo; dedo; camioneros que transportan insecticidas para erradicar el mal de chagas). era lo más desolado que puedo imaginar, y aunque intentaba pensar en "facundo" ("facundo" es el mejor libro de sarmiento, el mejor escritor argentino del siglo XIX, quien después llegó a presidente gracias a su arte) mi ánimo no mejoraba. el policía catamarqueño parecía interesado en mí, me tomaba los datos, me preguntaba si era artesano, y yo ya me veía preso. feíto. cuando a las 3 horas pasó el micro me le tiré encima con una carga de felicidad inmensa. ahí empecé a vivir la ciclotimia esquizofrénica del viaje solo. de la crisis pasé a ver los paisajes que vine a buscar, sentadito rumbo a mi destino, escuchando, como la ciclotimia misma, "fantasy" y "a punto de caer".
llegué de nuevo a la capital, me mandé al camping, pude armar mi iglú solito (motivo de orgullo) y seguí con las buenas vibras. viajar solo es chupar al cien la vibra de la última persona con la que hablaste, creo. dormí en el camping, terminé "los 7 locos", y hoy, ahora mismo, hago dedo hacia la rioja (tierra de facundo) o san juan (tierra de faustino). el sr. fernando me va a facilitar las cosas, parece, en el puesto de la policía caminera, en el pantanillo, a 5 kms de acá. mientras, todo esto se deshace, voy rumbo a la cordillera, a descubrir los baños del zonda, donde empezó la literatura argentina, como el agua en el agua...
ale / san fernando del valle de catamarca

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un episodio en la vida del cactus alucinógeno:
estaba el cactus alucinógeno (a partir de ahora "pedro") tranquilo entre las rocas que rodean la villa de sanagasta, en la falda oriental de los andes (ni en pedo esas montañas eran los andes, pero sarmiento siempre habla de la falda oriental de los andes, y me encanta), provincia de la rioja. de repente, el infierno tan temido: se acercan tres hombres alucinados, bajando dificultosamente la cuesta llena de helechos espinosos. fuenza, rocha y ale. súbitamente rocha arma una especie de circulo con un alambre, lo agarra del pescuezo a pedro y comienza a tirar. (antes le ha dicho "hola, yo soy yocha", clavándole amistosamente un cuchillo de cocina). la escena se desarrolla dramáticamente mientras rocha se bambolea en un espacio reducido, socavando las bases del pobre cactus, que ve ampliarse el diámetro de su recorrido pendular.
los tres hombres ven próximo el momento del triunfo. el problema es que el cactus no se les caiga encima. idean un plan, y cuando pedro sucumbe...
el cactus, cae.
se disponen a festejar... pero no, el cactus aún pelea, y rocha y fuenza son heridos por las espinas inmortales, curtidas en innumerables jornadas. ale mira atónito y sabe que no va a comer esa pulpa. siempre lo ha sabido. pero no importa itaca, se sabe, sino el camino que nos lleva.
villa sanagasta es un lugar increíble. desde un mirador la vi ahí, perdidita en la inmensidad. qué quería yo de villa sanagasta al llegar? una especie de gesell precordillerano, con muchos barcitos, grupitos de chicas del noroeste, peatonal, etc. cuando llegué, a las diez de la noche, hasta el camping estaba cerrado. en una suerte de espacio vacío los vi a ellos, rocha y fuenza, hippies riojanos en plan cartonero. hippies riojanos amantes del punk rock, cocinando una salsa de tomate, en la soledad de la montaña, sin carpa ni nada. nos fuimos a acostar en mi iglú, y cuando empezó la lluvia caminamos como diez cuadras bajo lo torrencial, llegando empapados a la casa abandonada donde apoyamos la carpa (armada todo el tiempo) y seguimos sin dormir. a la mañana, no hay nada como la luz del sol entrando a lugares abandonados.
en sanagasta caminé mucho, los pibes pedían comida en las casas, etc. el día que comenzaba el foro (aaahhh), supliendo mi ausencia en tan barcelonés encuentro, por lo menos tuve un contacto cercano con la realidad global. iba con rocha y fuenza por una callecita tranquila, arbolitos, sol, cuando veo a diez metros. una fábrica.... una fábrica de zapatillas puma!!! ahí, en un pueblito riojano, sin nada que envidiarle a los sweatshops asiáticos, obreros argentinos armaban zapatillas puma! flash único. obviamente intenté entrar, pero no me fue permitido. igual se veía bastante desde afuera. increíble, ver esas formas tan codiciadas socialmente, en manos de obreros glamour-less. el marketing, nunca lo entenderemos lo bastante, hace real la ficción y ficcionaliza lo real.
de ahí me fui a olta, donde está el verdadero caminito, el que el tiempo ha borrado, etc. (la gente de olta quiere que esto se sepa).
ahí fue el comienzo del problema de los lentes de contacto. antes, la tierra estaba en los lentes. ahora está en mis ojos...
de olta me fui a la rioja, donde chequeé todos vuestros emails en una sesión memorable. también conocí la ciudad, y noté que en mi ojo había más que una irritación normal. la caminata por las afueras pudo haber sido en la india.
y así llegué, medio baketa, a san juan capital. conocí la casa de sarmiento, muy copado, muchos libros, ediciones viejas, documentos, y paré en una pensión. he aquí la magia. no hay nada como la vida de pensión. así cualquiera es escritor. disponer de un cuarto para uno es haber comprado lo inmaterial, el tiempo y el espacio. me refugié en mi palacio, que para otros huéspedes era un telo, a ejercer todo tipo de actividades simbólicas, fascinantes y paranoicas. viajes son los del walkman...
con lo que mi viaje toca aquí a su fin. me acabo de enterar que amigos vienen en camino, destino salta, pero ya es tarde. salgo en dos horas, y llego a la ciudad de buenos aires mañana (lunes) a la mañana, con algo así como una pequeñísima úlcera (los que usamos lentes de contacto tenemos un trato muy familiar con las úlceras) de córnea o cristalino o lo que fuese. ya no tiene mucho sentido estar acá, y además me tira mucho el puerto del río inmóvil.
hasta otra parafernalia narrativa, queridos, espero verlos a mi vuelta, y me gusta saber que soy uno más en el movimiento colectivo, que varios de ustedes también están volviendo...
ale / san juan