viernes, abril 28, 2006

Relato: Babasónicos

hoy, 23 de enero de 2008, entré al cybercafé desde el que escribo esto, en perú, para chequear mails y para bajarme pasto, porque había estado todo el día con ganas de escuchar «natural» y demás. en taringa, en vez de encontrar pasto encontré la noticia de la muerte de gabo, y me quedé duro. no lo podía creer. después entré a mi casilla de correo y un amigo me avisaba del revuelo armado en este post. fui leyendo los comentarios en un estado de alteración creciente, preguntándome por la actitud correcta. entiendo que haya gente dolorida y también entiendo que no todo lo que es doloroso en el mundo es borrado. de todas maneras, voy a sacar el texto porque entiendo que la situación es extrema.

a la pregunta "¿cómo surgió que escribas eso?", contesto: el "cuento" no es sobre la muerte o la enfermedad de gabo, tema que no daría para estas cosas, sino sobre babasónicos y la fantasía que despiertan en mí.

lo último que quería aclarar, como cualquier persona atenta se habrá dado cuenta, es que el texto fue escrito hace mucho, cuando la enfermedad de gabo era un inconsistente rumor. entiendo que leyéndolo ahora la reacción sea, en algunos casos, de enojo, pero no hace falta más que leer los primeros comentarios para darse cuenta de que en su momento no hubo posibilidad de ofensa alguna.

gracias a todos los que se expresaron con altura y respeto, y perdón si lastimé a alguien.

alejandro

viernes, abril 21, 2006

Julieta

Ella era hermosa por bastantes razones. Una era que le gustaba la poesía con una dedicación y un interés llamativos pero no exasperantes. Otra era que, en el despliegue de ese agobio, pensaba que la poesía de Borges se agotaba en sus primeros tres libros. Otra era la cara de sorpresa que puso cuando le expliqué que eso no era así.
Acto seguido ejecutó dos acciones en una: me mostró una revista de poesía, Plebella, y me demostró que esa revista existía y que lo que tenía que mandar a la redacción tenía, efectivamente, un destino, y que por lo tanto su apuro y mi vuelta a cualquier otro lado eran, ahora, una sola cosa. Curiosamente, tomé la revista, interesado en cualquier cosa hecha por jóvenes (como soy yo) y sentí al tocarla una sensación tibia, pero intelectualmente ardiente. Yo podía escribir en esa revista, con un poco de suerte. Y le rocé los dedos. Y rechazó mi Bon-O-Bon (“Ay, qué amor”) por celíaca. Y guardé la revista.
Caer de sorpresa a las diez de la mañana es polémico. Máxime, cuando caemos en una casa, y máxime cuando no es una casa de familia, sino la de una señorita apetecible con la que queremos algo. Pues bien: ella tornaba todo en algo poético, y pensé: ¿qué mejor que una polémica poética? Las alusiones no son tan infinitas. Cuando me hizo pasar, pude ver su cuarto desde un pasillo con la certeza de quien busca un campo para la batalla. Vivía cerca de mi casa. Es más: en mi misma calle. Y hasta en mi mismo lado, el derecho. Nos alegramos, supongo, al comentarlo. Me calentó agua en el microondas porque se había quedado sin gas (eso sí era verdad llana: tenía la entrada destrozada) y me concedió, junto a su ventana, unos veinticinco minutos. El tiempo que, me había dicho, iba a pasar antes de echarme.
Ventanas de mujeres perdidas hay muchas. Siempre, o por lo menos cada tanto, uno levanta la vista con una convicción que para un acompañante sería indescifrable. Las hay en Rivadavia, en Santa Fe, en Antezana y hasta en Once de Septiembre. Lo particular de la ventana de Julieta era que estaba en Planta Baja, a apenas tres metros del suelo. Cuando la suave fuerza que nos había hecho hablar más y mejor de lo común empezó a alejarse (temporalmente, porque si nos veíamos, estoy seguro, todo iría de maravillas nuevamente) evalué superficialmente, con imaginación, la posibilidad de una serenata. Pero eso nunca llegó... Ella vive, dije, del mismo lado de la calle Paraguay en el que vivo yo. Pero ella vive sobre la calle, y yo en un contrafrente ignominioso. De hecho, en mi casa sólo entran tres rayos de sol, arañando el piso, en verano. No era su caso: sentados junto a la ventana, se tenía la seguridad de la propiedad privada junto con la libertad de la calle, que estaba ahí nomás. Quizás era ella la que generaba tanto bienestar. Es de esas mujeres colgadas, hermosas, con las que es mejor no meterse.
En realidad, en algún punto, éramos viejos conocidos. Habíamos ido a la misma secundaria, a distintas divisiones. Ella estaba entre las más lindas de la promoción y del establecimiento entero. Yo tenía que luchar para no ser agredido. Así es que nunca tuvimos el más remoto contacto aunque yo la miraba desinteresadamente, desde el desinterés que la imposibilidad total construye. Mis recuerdos de esos años son pocos, evidentemente difusos, pero hay uno más claro que el resto: ella con un pantalón bordó bordado, con algo que podría llamarse transparencia, y estábamos en quinto año, porque recuerdo el lugar exacto en el que la miré, en el que los que no eran de quinto evitaban estar. Después acumulé también encuentros más recientes, al encontrármela cinco años después en los pasillos de Puan. Alguna vez que nos volvimos juntos en el 36 charlando claramente... “Julieta”, avisé en la parada de Rivadavia. Me miró y, por supuesto, no sabía todo lo que yo sí. Le expliqué que yo también había ido a su secundaria, y nos sentamos al fondo naturalmente, aunque no pude averiguar si realmente me ubicaba de esos años ásperos. Ella se bajó antes (calculando, hace poco, llegué a la conclusión confirmatoria de que aún no éramos vecinos) y, en un acto que fue una mezcla de madurez y caballerosidad, no le pedí el teléfono. Supongo que estuve bien, en la medida en que un recuerdo medianamente agradable con el tiempo se aclara y, de alguna forma, se extrema. Aquí está, claro, el anticipado fin intermedio de esta historia.
Mientras duró esa seductora etapa de mi vida, en la que me sentía cerca de ella, las veces que la vi o hablé fueron varias y pocas. Todo comenzó cuando, una tarde de jueves, yo cruzaba Callao sin hacer caso de unas vallas que impiden, teóricamente, que uno cruce por las esquinas. Una moto casi me mata, y al llegar a la vereda nos encontramos frente a frente. Yo creo que en esos momentos lo que es comunicado es la voluntad de estacionar en la baldosa misma en que se está, y darle a la casualidad el lugar que se merece. Pues bien, estacionamos, charlamos diez minutos, me acompañó a hacer un pequeño trámite en una librería, caminamos cinco cuadras juntos que no estaban en su trayecto original y nos quedamos charlando un rato más a la vera de la 9 de Julio. De ese encuentro en una ciudad que se perdía en una llanura me quedó un papel con su letra, su nombre y su teléfono.
Las otras visiones fueron menos claras y menos extensas. Algunas llamadas por teléfono en las que la conversación era relajada y tensa, de aceptación y seducción, de acercamiento y postergación, porque también acontecía que nunca había lugar para encontrarnos realmente; un encuentro frente a la Facultad con un “veámonos, hablemos” halagador pero sin efectivo; otro en los pasillos, en los que yo estaba con una amiga y ella llegaba y estacionaba como ese día en Callao; el ratito de mañana en su casa y una llamada ya de cobrador, en la que no contaban las palabras sino la planificación, si era necesario forzada, de un momento del fin de semana; la ausencia de respuesta; la ausencia también de nuevas casualidades.

viernes, abril 07, 2006

30

La dimensión de la Argentina de los ´70 siempre me pareció enigmática y, aunque no la estudié en profundidad, irresistible. Por eso cuando hace años me enteré de que Videla vivía en Cabildo al 600 el mundo se transformó en algo levemente más misterioso. Me invadió la sensación y la sospecha de que la historia distaba mucho de ser una cuestión de cronologías, y en cambio pasaba a ser una punta más en la inestable experiencia de lo real. Yo vivía muy cerca, a diez cuadras, de la casa del ex-dictador, y conocía la zona. ¿Cómo concebir que la misma persona que aparece en las fotos con cara seria, uniforme y un halo de catarata de muerte, aún respiraba? O sea que el pasado y yo no estábamos tan lejos.
Hay presencias que son imposibles de concebir. Puede ser Bush bajo el sol marplatense, Mick Jagger en la cancha de River, Roberto Baggio cazando en la Provincia de Buenos Aires una semana después de jugar (y definir) la final de la Copa del Mundo. Videla en mi barrio rozaba esa configuración antinatural, bizarra, del mundo. Lo imaginaba, y lo imagino, asomándose a la avenida Cabildo (esa avenida que resume lo peor de la Argentina), y la imagen, con todo lo que supone, es muy intensa. ¿Qué pensará Videla viendo la Argentina actual? ¿Qué pensará del pasado y de su papel?
El ex-dictador fue escrachado el 18 de marzo por diez mil personas que no consideran que un genocida deba gozar del beneficio de la prisión domiciliaria. En un momento del acto se pronunciaron muchísimos nombres (¿cien?) de agrupaciones de izquierda perseguidas y/o disueltas por la dictadura: debe ser imposible para quien no lo vivió comprender la magnitud de la actividad revolucionaria en estas mismas calles treinta años atrás, pero la extensa lista de nombres-consigna causaba impresión. La misma impresión que genera la voz que cierra la versión cinematográfica de Operación Masacre: “…que en el silencio y el anonimato va forjando su organización independiente de traidores y burócratas, la larga guerra del pueblo, el largo camino, la larga marcha, hacia la Patria Socialista”. ¿Cuál es la historia de este país? ¿Cuál es su verdad? ¿Cuáles son los límites y los aciertos de la dilatada militancia argentina? ¿Cuáles son sus zonas homogéneas y cuáles sus discontinuidades? ¿Cuál es su conciencia y cuál su mala conciencia? Imaginar a Jorge Rafael Videla en aquel quinto piso de persianas cerradas, a metros de los redoblantes y las gargantas sedientas, dispara ese relato perdido.

***

En la vigilia que se organizó la noche del 23 de marzo, la madrugada del 24, hubo mucha gente: jóvenes, adultos, seguidores de La Renga (que no tocó). Cantó León Gieco, cantó Teresa Parodi y después cantó Vicentino. Después las Madres pasaron un documental de media hora que abarcó los principales motivos políticos de los últimos treinta y cuatro años, desde el ´72.
Hubo mucha gente en la plaza. Un tercio, dicen, cantaba por La Renga, y dos tercios aplaudían o chiflaban, según la imagen que estuviese siendo proyectada mientras se pasaba el documental. Y en el documental justamente hubo algo, un momento, que completó, o mejor dicho que terminó de completar, esa vigilia masiva a treinta años del golpe. Fue cuando, llegando al ´82, se mostró la Plaza llena de gente apoyando a Galtieri.
1982: la dictadura se había instalado en el poder seis años antes. De esos seis años, cuatro habían sido de una carnicería ilimitada y sangrienta. Las Madres se habían asociado en el ´77 y llevaban cinco años diciendo la más pura verdad. Pero todo eso no importaba, porque iba a haber una guerra y ellos, nosotros, merecíamos ganarla. Incluso vivando a Galtieri.
El extraño, dudoso sabor que tuvo toda la semana del 30º aniversario, con una propaganda oficial abarrotando las calles y los medios con la palabra memoria, se confirmó en esa instantánea pre-alfonsinista (los ´80 con su sol) en la que Galtieri hacía de Alfonsín. Una sociedad que había vivido el terror en una de sus formas más eficaces aparecía amnésica frente a la Casa Rosada para apoyar a sus verdugos ante otro acto de muerte, esta vez en unas islas perdidas. Esa imperdonable imbecilidad ha, creo, recorrido subterráneamente la Historia aflorando ante hechos clave y en situaciones de conflicto.
Esta última semana, al ver cómo La Nación y Clarín adoptaban una posición crítica contra la dictadura, dando por hecho que poseen alguna autoridad para sostenerla, empecé a preguntarme cuál es hoy el sentido de estas fechas que vienen de la Historia a ocupar un lugar en el presente. ¿Significan algo esas miles de personas que fueron a la Plaza la noche del 23? ¿Es bueno o es malo que medios de comunicación de notable y planificada barbarie ignorante se hagan parte de esta “lucha”? No me gusta la palabra memoria, porque puede ser una excusa. Sólo me gusta cuando se subordina a otra voz que ojalá fuese consigna y musa de este tiempo: conciencia. No olvidemos que quien escribió «Confesiones de invierno» después se hizo amigo del señor de los indultos.

***

Hace treinta años, en estas calles se escuchaba Almendra. Quizás ahora también se escucha, pero hace treinta años estas calles eran Almendra. Hoy, a treinta años del golpe, yendo a la marcha es posible distinguir entre aliados en algo e indiferentes. Está nublado. Lo gris son los ´70, los colores son actuales. (No estamos tan lejos). (Un hombre lee un misterioso artículo: “Nazis contra Almendra”).
La marcha es el epítome de la “Buenos Aires cultural”. Muchas formas snobs vueltas populares entre la murga, el baile y el teatro. Me encuentro a mi amigo más setentas y me sorprenden unas lesbianas en tetas que, por fin, piensan en el futuro. La Chilinga (muchos tamboreros y muchas bailarinas, digamos treinta y sesenta) avanza por Avenida de Mayo y el espectáculo es realmente bueno, sólido y sugerente. Muchas mujeres sudando, seduciendo, alternativamente muertas y princesas de Oriente y Orgasmo. Y la Plaza.
En la radio de la UBA (90.5) una Abuela modifica la insostenible lingüística política antaño oficial diciendo: “los indultos son un error porque indultar es perdonar, y yo no escuché a ningún militar pidiendo perdón; y tampoco entiendo que me hablen de reconciliación, porque yo no me peleé con nadie”.
En el escenario se habla del FMI, de explotación, de inflación. Y uno piensa en Alfonsín, uno que no ha vivido con Alfonsín (uno que siempre fue a la Plaza de tarde-noche y nunca de día) pero escuchaba y leyó, y se pregunta cómo pueden ser los mismos temas otra vez. ¿Entonces no es algo económico? ¿Entonces es un modelo de país, una realidad sub-económica que se manifiesta cuando puede?
La marcha es un espacio abierto. Algunos genios hicieron un stencil que reza: “Feriado, me hago una escapada a Las Heras”. Vuelvo a casa a la noche por Corrientes y, leyenda, toca Pajarito Zaguri.