lunes, marzo 27, 2006

No entender nada

“Some people work very hard, still they never get it right”. Cuando Lou Reed canta esa canción se hace tentadora la idea de que no entender nada sea universal. Por ejemplo una chica, una chica a la que respetamos, una chica a la que por lo tanto anhelamos, nos dice graciosamente “no entendés nada” hasta con una sonrisa. Evidentemente no se da cuenta del poder desestabilizador que esas palabras, dichas en general inconscientemente y con cariño, tienen. Como los cabalistas, que infieren que si el libro sagrado fue escrito por una inteligencia infinita entonces ningún sentido no ha sido planeado y contemplado, los hombres en general razonamos de la misma manera con las mujeres como la de unas líneas más arriba.
Algunos lectores de Borges y algunos fans de Babasónicos no han entendido nada.

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En «El sur», el último cuento de Ficciones, aquel que Borges prefería y el que sostiene más contundentemente la noción crítica de “los dos linajes” en Borges, de Ricardo Piglia, se narra el accidente que sufre Juan Dahlmann, las circunstancias en que esto sucede y el proceso ya sea de recuperación o de sucesiones oníricas que llevan igualmente a la muerte. El protagonista es una especie de Borges: con un abuelo danés y otro americano, “Juan Dahlmann era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino”. La idea de que hay una narración continua en la obra de Borges sobre la historia familiar como punto de partida para la literatura encuentra en este cuento casi un reflejo alegórico o un ejemplo. Borges siempre se lamentó (no lejos del razonamiento de don Quijote en el discurso sobre las armas y las letras) de pertenecer al universo de la biblioteca y no al del coraje. En el cuento se narra esa disyuntiva: “en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica”. Cuando en la escuela secundaria tuve que leer «El sur» el profesor subrayó la elección que había hecho el protagonista: había elegido lo criollo, lo americano, la rama del abuelo materno. La estancia en el Sur (sic) era una herencia y había sido de los Flores, no de los Dahlmann. Pero por suerte los años y la relectura me distrajeron de ese equívoco casi imperdonable, valioso únicamente por la revelación de lo opuesto, de su antítesis. Leemos nuevamente: “en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica”. O sea que la que decidió, “tal vez”, fue la sangre germánica. Juan Dahlmann eligió un antepasado romántico y guerrero, pero para determinar el carácter de Juan Dahlmann lo importante no es el término elegido sino la elección, es decir la lógica que la rige, el genotipo. Por ejemplo, para negar una realidad primera (la lección de Tlön, de «Las ruinas circulares») e imaginar al Jorge Luis Borges soldado que ansiaba saber leer.

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Sí. Babasónicos, como escribió con intenciones críticas Diego Heller en la revista Viva del once de diciembre de 2005, le pone al mundo una banda de sonido pegadiza. Pero habría que ver en qué consiste el hedonismo de la banda y a qué hedonismo se refería el periodista. En general, “hedonismo” queda muy cerca de la idea de “comodidad”. En el cóctel babasónico, además, puede introducirse un tercer término ligado a la exaltación de la vanidad. Seguramente cuando Diego Heller, en sintonía con un lugar común demasiado frecuente, los acusa de “pegadizos”, lo que quiere decir es que aunque la van de subversivos no dejan de moverse en el horizonte del conformismo.
Adrián Dárgelos, cantante del grupo, compositor y frontman, es una persona extremadamente sutil en su lenguaje, capaz de desglosar y afinar sentidos con una destreza y un atrevimiento poco comunes. En una entrevista para la revista El biombo de mayo de 1998 dice cosas como éstas: “yo uso las palabras como si fuesen adoquines, sé que no tienen mucho valor, lo único que hago es armar un relato interesante apoyado en valores que tengan estigmas fuertes”; “yo no critico al sistema, digo que el sistema tiene muchos errores y está en decadencia”; “está bueno burlarte de todo, pero ojo: no soy irónico, porque no estoy haciendo chistes”; “si a un show va un mismo tipo de público, con códigos muy rígidos, creo que la banda que convoca está pensada muy en función del mercado”. No habría por qué esperar menos de su pensamiento. Él dice que sus canciones “contrabandean ideas”, y aunque la imagen no es muy elegante (quizás porque plantea la cuestión artística en términos de emisor-receptor) ayer puse Jessico y me llevé una sorpresa. La primera canción, «Los calientes», fue el hit más exitoso del disco y quizás de toda la discografía de la banda. Se supone un himno de la noche, y en este sentido conduce a ciertos valores antes mencionados: sensualidad, vanidad, hedonismo. La noche sería una proyección de esos valores. Lo curioso es que la letra, que de conformista no tiene nada, rompe expresamente con esta visión tautológica. La primera estrofa dice:

Ella va a salir esta noche
dejando atrás su vanidad
quiere gustar y ser gustada
sentirse deseada
bailar y bailar.

“Dejando atrás su vanidad”. La noche, la zona babasónica por excelencia, está muy lejos del ego que equívocamente se le suele atribuir hasta como núcleo. La noche, comerse a besos, es justamente una aventura, la posibilidad de escapar de la vanidad y no su proyección. Eso dice Adrián Dárgelos por todas las radios, a quien quiera escucharlo.

lunes, marzo 20, 2006

Irak (III)

(continúa)

Salimos a caminar bajo la llovizna tenue que había vuelto a Bagdad. Sus tobillos se bañaban en el polvo del desierto que inunda la ciudad. Dimos alguna vuelta por K´lahme y nos sentamos en un banco de plaza, amparados en su paraguas. Serían las cinco. Ahí le expliqué mi teoría de por qué es glorioso viajar y pasarse el tiempo en plazas (como entonces) o en bares. Mi teoría es que esos lugares son una forma de despreciar todo el esfuerzo que significa llegar lejos y son una apuesta posmoderna por la ambivalencia.
-Una apuesta burguesa.
El corregirme implicaba en ese punto varias cosas. Saqué mi habano, y recordé otros habanos más pacíficos. “¿Burguesa?” le dije.
-Sí, porque es un pensamiento que está en las antípodas del trabajo.
De repente la lluvia se nos vino encima, y el ombú y el sobretodo ya no podían ser considerados nuestra cubierta. Nos levantamos y volvimos caminando a la Calle Central, pensando yo en algún bar o algo así, aunque de algún bar veníamos.
-¿Dónde parás?
-Estoy en un hotel muy cerca de la plaza, el Westfalia, pero creo que me voy a mudar a una casa de iraquíes (locals) que conocí hace tres días.
Pensé en esa portuguesa, a la que tenía enfrente, desnuda. ¿Qué clase de iraquíes eran los que no se le iban a abalanzar al primer parpadeo? Y ella tenía que saberlo, porque esto nadie lo ignora.
Súbitamente, otro recuerdo, como ejemplo o como justificación (no quería verla encadenada a ningún iraquí virilote) me retrotrajo a otros árabes y a otra dama europea. Venía, el recuerdo, de Berlín, del Carnaval de las Culturas de 2001, en una noche que también llovía intermitentemente. Al bajar del andén en Görlitzer Bahnhof me encontré con tres escenarios, uno de los cuales estaba dedicado a las tradiciones islámicas. Acercándome, de pronto estaba rodeado de turcos. Parecía Ankara. De repente empezó una canción, y se abrió un hueco en el que había empezado a moverse una chica rubia, alemana muy probablemente, al erótico compás de la música de los árabes. La chica bailaba que daba, depende de de qué lado de la subjetividad se ubicara uno, placer o desesperación. Eso me pasaba a mí. Los turcos estaban totalmente sacados, babeando como perros, aplaudiendo y riendo, buscando una mirada de esa princesa que en el baile parecía someterse al recuerdo de un desierto que sin dudas no poseía y que los turcos, al sí poseerlo, sentían, o yo sentía que ellos sentían, yo, que no era turco ni alemán sino un sudamericano casi sin rasgos definitorios, como una definitiva invitación al sexo.
Tenía que llevarme esa chica a casa. Tenía que hacerla convivir conmigo. Otra teoría que se fue desprendiendo de mis viajes es que en los lugares hermosos y baratos no es posible conocer chicas. Uno va a París y, claro, abundan las femmes, pero uno lo piensa mucho antes de invitarlas a un crepe. Y cuando uno llega a una de esas pequeñas ciudades asiáticas que Dios ha dispuesto a la vera de un río, en las que abundan los paseos gratuitos, los puestitos de seafood con sillitas que miran a la majestuosidad del continente, las pensiones baratas y las drogas livianas, no hay mujeres. Es así. No las hay. O las hay con novio, que es la única garantía de protección, se ve, en lugares tan inhóspitos.

Estábamos llegando a la Calle Central. Seguía lloviznando. Y recordé a mis amigos, recordé muchas cosas que vivimos o de las que hablamos, y la única conclusión que saqué fue aprovechar un momento en que nos detuvimos por un estallido lejano y decirle, ¿vamos para casa?

miércoles, marzo 15, 2006

Avenida

Doblando como si en el río del tiempo, las calles bajaron ondulantes, rectas. Las velas blancas captaban el cielo en su desesperación. Los bazares, mezclados con los bares, se ordenaron a los costados. La Narración lloró: "¿cuál es la paranoia que por dios me sigue? ¿A qué término y bajo qué leyes soy llevada?", y comenzó a caminar.
A ambos lados sintió e intuyó el aire cálido de los fenicios, de Salta, de alguna batalla y del Paraguay. Con el recuerdo fresco del mundo agropecuario argentino se topó en la nostalgia. Era utópico: aún yendo en esa dirección, el sur central era utópico. A qué inventar parques circulares, se torturaba. (Como toda narración, su problema esencial era la mezcla de esfuerzo y tiempo). Hizo sus buenas cuentas y aprobó tomar un café mientras tanto Heráclito. (¿Sabrá la Narración del egocentrismo al decir: "no en todos los bares entienden que deben tener medialunas de manteca incluso cuando llega la tarde, y así más que nunca"?). Sobre el vidrio pasaban las soldados (algunas, veteando el cemento) y entre el vidrio reían y afirmaban abogados, escritores y políticos. "Qué mundo éste". "El camino lumínico arde". Pero "en las espaldas miran por televisión los otros barrios". Eso y la energía en general, o el movimiento como motivo, o la inestabilidad mundial, o la poética neurótica, la levantaron. Pasó del efímero mingitorio a los cruces centroamericanos, a un flujo universal de fondo gris con líneas amarillas. "Qué idiotez", razonó, "hipersemantizar tanto, pensar tanto". Pero, digo yo, ¿quién puede atravesar su vida bajo otras condiciones? En fin.
Ya otros deltas inundaban el tenue color de la vida. La izquierda proponía arduas subidas líquidas, no menos múltiples que sus paralelas inversas, que la poesía misma de la soledad y los caudales. Los travestis en el recuerdo apuntalaban el viaje, por otro lado, de la Narración. Los desconocidos y enigmáticos trabas de los tiempos perdidos, las esquinas desaparecidas, la nostalgia del suburbio futuro. Sintió nuevamente el viento en las velas, el impulso que solo iba llegando a la avenida de las sierras argentinas. Miró a la derecha: un río más, con su puente. Miró a la izquierda: los restos de una escisión mágica. Comenzó a rodar (pues los territorios de la alegoría son tan previsibles como irregulares). La cúpula, dios, el faro que desde el café había marcado el pulso del mundo, quedaba atrás. Llegó a los nombres castizos con aires de La Mancha; a los teólogos, a los fundadores de provincias, y con el polvo en la cara vio un cartel y se preguntó si no había estado, desde el país de los gatos, remontando el Paraná. Ahora era, fuese lo que hubiese sido, más indostánico todo, y más semita. Estaba en una ciudad, ella, en la que tras las puertas se hablaba gitano, hebreo y otras lenguas, y el murmullo formado era más fuerte que el silencio. Siguió lentamente, pues el redondel final se acercaba. Había estado, sin más mérito que el mínimo, girando en sentido recto, y lo peor es que lo sabía. Vio cueros, vio vacas, vio una incógnita, y se perdió, disuelta, apenas logró el horizonte, el más artificial posible.

miércoles, marzo 08, 2006

Sabina en Buenos Aires

Algo hay en Sabina y algo tiene Buenos Aires que hará que cuando el madrileño-andaluz desembarque en el comienzo del Bajo la cosa se ponga especial. Neruda decía “quiero hacer contigo lo que la primavera hace con las flores”, y eso le hace Sabina a la avenida Corrientes.
Conseguir entradas para ver a este señor es casi imposible. Los porteños, como los españoles, han sucumbido lentamente a una poesía que parece haber construido un mundo propio, con una canción para cada una de las emociones hallables en éste: la noche que nunca termina de “Y si amanece por fin”, el recuento de “Aves de paso”, la explicación del título en “19 días y 500 noches”, el tiempo de “Tan joven y tan viejo” y de “Amor se llama el juego”, las ideologías en “El muro de Berlín”, la vida de tabernas que no vivimos de “Y nos dieron las 10” y la fidelidad de “Y sin embargo”.
Hace poco un diario publicó, en la sección de correo de lectores, una carta en la que una mujer hacía pública su sólida visión del fenómeno: “Soy una de las sufridas damnificadas que se quedó, por segunda vez, sin su entrada para ver a Joaquín Sabina (…) El cariño que provoca un ídolo suele ser una experiencia puramente personal, intransferible. Pero en el caso de Joaquín Sabina está visto que el fervor popular que provoca en este país se parece casi al que genera la expectativa previa a un mundial de fútbol. Creo, en este sentido, que tamaña alegría, atribuida a un artista, debiera ser considerada por las secretarías gubernamentales de cultura. Lo que estoy diciendo, sin más, es que debieran evaluar la posibilidad de ofrecerle al músico la realización de un recital gratuito para todos (…)”.
Como Calamaro, Sabina posee el don de la elegancia a pesar suyo. Como Serrat, su nombre ha crecido hasta límites insospechados, por ejemplo el de crear un público ajeno a la histeria y a los gritos de la moda. Verlo en Buenos Aires será casi imposible, pero aún se puede elegir un bar cerca del teatro y bendecir la avenida secreta con sus años y transformaciones. Entre ellas, Sabina en el Gran Rex.