miércoles, diciembre 13, 2006

Qué versión violenta

Si alguien me preguntase si ya empezó diciembre (pero nadie me lo pregunta) yo contestaría, seguro de mí mismo, que no. Las razones son infinitas, y constituyen la materia de la que están hechos los días. Una primera muestra es que no puedo terminar ninguno de los textos que empiezo, lo cual me convierte automáticamente en un fantasma. El recital de Calamaro y Rot del sábado debería ya haber inspirado algo, unas notas, pero lo único que me queda claro es que, desde entonces, no tengo celular.
La pérdida de celular es un buen punto de partida. Hace algunas semanas, cuando diciembre tampoco había empezado pero estábamos en otro mes, yo estaba rumiando un texto cuyo título sería «Celular, sexo y ciudad». El triple lente de semejante tríada me pareció, en varios momentos, un único lente que, como en las cámaras profesionales, se agrega a sí mismo. La pérdida de mi celular lleva entonces la marca del fin de una época, y este texto debería llamarse «Calor, desamor y agotamiento». Pero se llama «Qué versión violenta» por una parte de «Corazón en venta», el hit de El palacio de las flores.
Sin embargo lo que ahora suena es «Dulce condena». Ari, el gran Ari, me prestó el compilado con el que Los Rodríguez cerraron su carrera. Hace diez años yo estaba escuchando este mismo disco, pero era consciente de aquel diciembre de 1996 y además estaba seguro de que existía, porque a su manera fue un buen verano. Este diciembre, en cambio...
Yo al 2006 lo quiero. Todo el mundo lo putea, y para mí fue un buen año. Muchas cosas lindas pasaron. No vale la pena hacer acá la lista, pero fue un año vivido con una intensidad particular, con hechos. Sin embargo, todo el mundo lo anda puteando y pidiendo que se termine. Yo no puedo pedir lo mismo, porque siento que ya se terminó. ¿O lo que se terminó es el tiempo, por lo menos mientras haga este calor?
Con Ari, el gran Ari (y que conste que no es un adjetivo homérico), lo hablamos y ya lo sabíamos. Sabíamos lo que el futuro decía. Pero nos reíamos, felices del presente. Y Ari dijo “es muy interesante saber que eso va a pasar, y sin embargo...” y brindábamos, brindábamos con cosas con las que no se brinda, en su cueva de la calle Malabia.
Lo único que sé de estos días es que nada es como debería ser y que estoy escuchando Calamaro. Esto es evidente porque hay un disco nuevo y un disco que me pasó Ari, que no escuchaba hace tiempo. Esto genera una novedad auditiva que señala que el tiempo está transcurriendo. En cuanto a lo otro, es evidente porque diciembre, el mes diciembre, no empezó.
Este texto tampoco estará terminado. Semejante operación es incompatible con la situación de irrealidad (pero no irrealidad creativa) que se sostiene misteriosamente, y con una persistencia llamativa, en esto que llamamos “el comienzo del verano”.

Yo creo que, finalmente, la razón de todo es el creer, fervientemente (mejor dicho: el haber creído fervientemente, porque ya es imposible que lo único ferviente no sea el clima), que esto no está sucediendo. No tener que dar finales, trabajar cuatro horas por día, que haga tanto calor, los aires acondicionados de los vecinos turbando el silencio... Rodrigo Fresán, cuya literatura está íntimamente ligada a la existencia de las computadoras y los procesadores de texto (digo esto porque sus textos son imposibles de escribir a mano, en una situación de escritura clásica) da su definición de la palabra “literatura”: a veces sueña que va en un avión y el avión se cae. Es de noche. Él sobrevive, ve los restos del avión, los restos de los asientos y las personas, y se levanta. Al costado hay un bosque y la luna brilla intensamente. Gracias a la luz blanca logra ver las copas de los árboles, todo en medio de un silencio que yo adjetivaría como disfrutable. La literatura para Fresán es eso: un inmenso bosque (¡pero esto no lo dije recién en mi paráfrasis!) que estaba esperando que llegue alguien para ponerle nombre a los árboles. Entonces, mi situación es ésta: de alguna manera confusa, estoy en el medio de un grupo de aspirantes a astronautas. El que gane, el que sea el mejor, va a subirse a una aeronave y va a partir en busca de otra vida en el espacio exterior. El espacio exterior suena bien, mucho mejor que el planeta Tierra, algo que se ve desde el planeta Tierra pero siempre inaccesible. Pero de repente yo estoy adentro de ese grupo de postulantes y empezamos a quedar pocos. Empiezo a probarme los trajes de astronauta, aunque todavía no fui seleccionado. Se me hacen las pruebas de respiración, de esfuerzo físico. Todo transcurre en una aireada estación norteamericana, donde la tranquilidad es abundante (aunque en esto la analogía cae, así me imagino la estación norteamericana, lo que en la URSS se llamaba “cosmódromo”) y se ven las copas de los árboles, verdes. Entonces yo ya estoy extrañando sin mucha preocupación a mi vieja vida en el planeta de los hombres comunes, recordando los detalles poco gustosos, listo para ser otra persona, con otras leyes de gravedad, otros horizontes, otra posición en el universo, cuando alguien se me acerca (para mantener la analogía, acá “alguien” debería ser el universo. O sea el Ein-Sof, el Sin-Fin, Dios, lo cual va muy bien para mantener la analogía. ¡Ah, qué ignorantes somos los hombres!) y me dice que no, que no voy a viajar, que no se sabe si alguien va a viajar pero que yo no voy a viajar. En ese momento reaparezco en los escenarios de mi vida anterior, de la cual ya no me gustan ni las cosas que inmediatamente antes de hacer la prueba me habían posibilitado, justamente, esa posibilidad. Y todo transcurre en un grado inferior de existencia, en una añoranza de la que se ignora el contenido, en la sensación clarísima de estar en una orilla: la orilla de un inmenso espejo del cielo, un extraño mar de agua dulce, un lago artificial (eso era) en el que el agua no corre, el día es nublado, por supuesto hace calor, y nada, no pasa nada: sólo la playita, en la cual estoy apoyando mis pies (pero no la puedo ver) y el horizonte total, blanco y gris, en el que sólo hay nubes y reflejos de nubes.