martes, octubre 17, 2006

"Historia argentina"

Reconozco, para empezar, que los libros que vienen de la biblioteca de mi padre tienen un aura interesante. En un punto, me deslumbra que mi padre haya vivido en la Buenos Aires de los ´70 y los ´80 y que, como rastro de esos pasos, hayan quedado, y estos son meros ejemplos, Nombre falso (Siglo XXI, 1975), El pudor del pornógrafo (Sudamericana, 1984), La ciudad ausente (Sudamericana, 1992), Respiración artificial (Pomaire, 1980), Cicatrices (CEAL, 1983) e Historia argentina (Planeta, 1991).
El libro de Rodrigo Fresán, reeditado más tarde por Anagrama y Tusquets (la edición de Tusquets se consigue a menos de veinticinco pesos en las librerías argentinas y es unas de las mejores inversiones librescas en las que puedo pensar, aunque quizás estoy considerando la intransferible aura patriarcal de la que hablé), es un libro de cuentos. Pero lo primero que se puede decir es que los cuentos no son independientes entre sí sino que se van uniendo a través de muchísimas y sorpresivas conexiones. En el primer cuento (que en realidad, como veremos, sería el segundo), titulado «El aprendiz de brujo», el narrador es un joven argentino que en 1982 se encuentra llevando a cabo una extraña temporada en Londres, trabajando en la cocina de un restaurante londinense, el Savoy Fair, limpiando hornos. De un día para otro el head-chef del restaurante, un hindú diminuto y perfecto llamado Roderick Shastri, le comunica que entre ellos hay una guerra. De vuelta a casa este joven argentino se entera, por su tía Ana, de que Argentina e Inglaterra entraron en guerra por unas islas. Y el párrafo termina así: “Es una hermosa noche la del 2 de abril de abril de 1982. No hay nubes y sopla un ligero viento importado de los mares del Norte”.
En realidad, «El aprendiz de brujo» (lo pueden leer también en Buenos Aires: una antología de narrativa argentina, Anagrama, 1991) era el segundo cuento del libro. Sorprendente dato (porque es el primer cuento perfecto) que encontré en la librería de Puan y José Bonifacio, en la edición de Tusquets. El primer cuenta iba a ser «Padres de la patria», que en mi edición es el segundo, y que fue intercambiado con «El aprendiz de brujo» por consejo de Planeta. Este segundo cuento es rarísimo: Chivas y Gonçalves cabalgan por la pampa argentina en el siglo XIX, murmuran las grandes frases del futuro argentino (“No nos une el amor sino el espanto”, “En la presente jornada la divisa norteamericana volvió a experimentar una fuerte alza”) y naufragan en el Atlántico, en un barco llamado La doncella de Palestina.
Recuerdo otros cuentos: uno en el que Lucas Chevieux, guerrillero garca, se instala en Paris después de traicionar a todo el mundo de 1977. «Gente con walkman», que cuenta una noche en la vida de Alejo: Alejo (hermano del protagonista de «El aprendiz de brujo») llega de Londres y ni bien se acomoda en su departamento de Plaza San Martín lo llama su novia punk y posmoderna, Nina, quien lo invade, toman cocaína (estamos en 1986) y salen a una discoteca en la que Alejo tiene otro de sus episodios de mala suerte. «La soberanía nacional»: tres narradores: el primero, el hermano del joven argentino que en 1982 está trabajando en Londres (es decir, el mismo personaje que protagoniza «Gente con walkman» con cuatro años de diferencia), que está peleando (es un decir) en las islas; el segundo, un viejita (¿¡había viejitas en 1982 o Fresán puso un viejita anacrónico ahí!? Pero ¿había viejitas en 1991?) que fue voluntariamente a pelear pero que tiene un plan secreto: entregarse, viajar como prisionero al Reino y terminar como plomo de los Stones. El tercero, un soldado que antes de embarcarse al sur encontró a su novia con un amigo y los mató a los dos, y que un poco al pasar nos comenta que cree que al fanático de los Stones lo agarraron robando chocolate, lo estaquearon y terminó con los pies primero violetas y después amputados. «El asalto a las instituciones» repite la estructura de los tres narradores: la situación es un veraneo en la Costa Atlántica. Una familia tipo (papá, mamá, hijo) y una invitada de catorce años, hija de una pareja de amigos. El primer narrador es el hijo, quince años, que cuenta deslumbrado lo que siente cuando ve a la invitada. El segundo narrador es una mujer, la invitada, que cuenta cómo se la cogieron ayer, 24 de marzo de 1976, su primera vez. El tercero es el padre, que cuenta, atemorizado, cómo ayer se cogió sorpresivamente a la invitadita, cuando iba a decirle que sus padres desaparecieron hace unos días en Buenos Aires.
Tampoco puedo olvidarme de la escena, en algún cuento, en la primavera alfonsinista, en la que en un bar un guerrillero anacrónico intenta convencer a una chica de que ahora es el momento y el tiempo pasó y aprendimos muchas cosas y el narrador dice que el discurso era “hipnótico en su inocuidad”. Ni de la que protagoniza un chico de cuatro años, en su cumpleaños, a mediados de los ´80, cuando en el medio de su fiestita se esconde y se come los chocolatines blancos de todos los invitados.
Uno de los capítulos más raros de este raro libro es «La Roca argentina (12 Grandes Exitos)». Está estructurado como un cassette, un compilado de esos que son tan comunes en algunos grupos de amigos, y es un comentario continuo y no muy diáfano (no sé qué es el cuento) sobre música. Se menciona al Piano Bar de Charly García y una versión inédita de «Alzas y bajas» de Andrés Calamaro. En esa época, vale la pena decirlo, Fresán escribía el texto, algo extenso, que acompañó a Nadie sale vivo de aquí.
¡Ah! Cuando Alejo llega a Ezeiza en «Gente con walkman» lo está esperando su chofer, Cable Pelado, que en otros cuentos se revela como un feroz cultor de la picana. “Alejo sabe que al chofer Agustín Finnanzi los amigos le dicen Cable Pelado, porque antes de ser chofer Finnanzi era electricista o algo así”.
La lección más importante de Fresán para mí es ésta: es posible ubicarse en las antípodas de Borges y hacer excelente literatura. Borges es, en un punto, una imposición de recato. “No es bueno ser enfático”, etcétera. La lección del maestro. Y lo que Fresán hace es lo opuesto: su(s) libro(s) es(son) exuberante(s). Si en general queda mal ponerle más de un epígrafe a un libro ¡él le pone diez! Y ya que mencionamos a Borges: en uno de los cuentos un personaje (¿Fresán? Puede ser. No recuerdo) se tropieza con Borges y sigue de largo.
La otra lección invalorable es la que da el sistema de conexiones entre los cuentos. Esos guiños a veces mínimos y que permiten enhebrar todas las palabras del libro en un imaginario común dan la pauta de lo que es este país en su fase secreta y tenebrosa.
La definición de literatura que da el libro, a regañadientes, es: “un infinito de árboles sin nombre que ha esperado durante siglos la llegada de un hombre voluntarioso que los bautice y los haga reales para el resto de los hombres”.
Leí por ahí que Fresán encarna (e inventa, en Argentina) la figura del escritor pop. La idea es atendible, pero no lo es la acusación implícita de frivolidad que conlleva. La realidad postulada en el libro en cuestión no tiene nada de frívola, sino todo lo contrario. Algunos guiños, menores, sí son pop: en algunas solapas Fresán aparece con cara de tonto y una remera que dice “So many books... So little time!”. También están ahí los epígrafes de Dylan, Bowie y la omnipresente literatura norteamericana.
Historia argentina es para mí el único clásico de la literatura argentina de los ´90, y, como Pulp fiction, no necesitó del tiempo para hacerse clásico: lo fue desde el día siguiente a su publicación en la querible colección “Biblioteca del Sur”. Eran, al fin y al cabo, los días de la primavera: cualquier época (democrática) puede ser primaveral con un poco de olvido. ("Final pre-aireano", diría, con razón, Strafacce).