martes, noviembre 28, 2006

Caminatas

Este año, caminando por Jerusalén, revisé mi concepto de lo que debe ser una caminata en un viaje. Puede decirse que mi dogma de lo que una caminata cosmopolita debe ser se gestó en Essaouira, al descubrir el atónito flash en el que me sumergían algunas caladas y un paisaje extraño. O, quizás, más que en Essaouira, debiéramos pensar en Chefchaouen, un pueblito que descansa (como, según Sarmiento, descansa San Juan en la falda oriental de los Andes) en la primera cadena montañosa que cruza Marruecos desde el norte, ya no sé si el Atlas o el Gran Atlas o el Atlas Bis. Fue en Chefchaouen que subimos con Chris y Lenny a una pequeña capilla en la montaña, y fue en ese camino o caminata que nos sentamos al costado del camino y yo me dije “sí, Ale, por esto estuviste trabajando de telemarketer y vendiendo vinos en Buenos Aires. Vos no lo sabías tan concretamente, pero era esto lo que querías comprar. Es esta vieja que pasa lentamente con su burro, o asno, y son las montañas marroquíes y el sol marroquí, y la inquietud de que el asno es un ser, lo que este viaje te está regalando ahora”. Nunca había sido tan clara la experiencia del logro personal. Y en Essaouira, algunos días después, habíamos alquilado unas bicis con Andy y nos habíamos ido a andar por la playa, hacia el castillo que Hendrix retrató para siempre en «Castles made of sand». Entonces en Jerusalén, este año, tuve que relativizar ese concepto de caminata que tantas alegrías me había dado. Porque siempre es lindo recordar La Coruña, con su paseo marítimo, su Riazor, su calle “República Argentina” que da al mar, su nombre. Una vez en La Coruña me fui a una plaza, calé y me senté a escribir. Fueron horas. La historia, que hoy está pegada en la pared de la casa de mi mamá, era la de un tipo (flaco, alto, desgarbado, pero más maduro que el que la escribió) que iba caminando por Corrientes a la altura del Paseo La Plaza, un sábado a la noche, y se cruza con una chica y se van a tomar algo y, en un instante, quizás por un instante, se enamoran. Tuve que interrumpir esa historia porque la famosa lluvia, que hace que Galicia sea tan verde, se precipitó. Ese mismo viaje, por el norte de España, ahora que me sumerjo en el recuerdo, me facilitó también otras caminatas. Varias en lugares sin nombre, en el campo diríamos, ya que dejábamos el auto y yo me iba por ahí entre los árboles, al costado de la ruta, un poco preguntándome por mi vida, es decir por mi futuro, y otro poco escuchando Abre, un disco también verde (aunque turquesa) que iba bien con la geografía del lugar. También, ahora, recuerdo una caminata increíble por la costanera de Gijón, en la que un amigo me habló mucho de qué veía en mí, al punto de que hoy puedo decir que Gijón, ciudad ignota si las hay, es un granito de arena en la historia de mi subjetividad.
Para caminar, son dos las cosas que permiten volar. Una es la droga, la otra es la escritura. Son dos actividades previas, o internas a la caminata, que pueden transformar una vuelta por una ciudad en un díscolo delirio concomitante. Eso fue lo que, en Jerusalén, este año, empecé a pensar. No recuerdo si había escrito algo en particular, pero sí llevaba un diario, en el que una mañana registré la maravilla de salir a caminar por la medina y sentir, en una ráfaga inexplicable, que esa ciudad, Jerusalén, me había permitido recordar algo de las ciudades marroquíes. Como cuando se recuerda una mujer a través del perfume de otra mujer, pero definitivamente más borgeano. Fue en Jerusalén, también, que entré a este blog y vi algunos comentarios, y había uno de Satur desde Montevideo. Entonces, claro, Montevideo: Montevideo fue mi primer viaje “sudamericano”. Había vuelto de Europa loco por Uruguay, y me fui en unas vacaciones de invierno. Me acuerdo de que nos sentamos en una plaza (¿con quién?) y al rato me quedé solo y me tomé un colectivo y Uruguay se me reveló como el anacronismo más lindo. Hay muchas imágenes poéticas sobre Montevideo. Creo que la que más me convence es la de Galeano cuando dice “Montevideo dormía su siesta eterna”, claramente superior a “Eres la Buenos Aires que hemos perdido” de Borges. Me acuerdo de estar en la Rambla y empezar a meterme en las callecitas de la Ciudad Vieja y sentir la esencia rioplatense, cuyo reconocimiento después se hizo extensivo a Buenos Aires. A propósito: una vez estaba en Plaza Las Heras, un diciembre, y tenía por plan ir a pasear por la ciudad. Repetí el ritual que había efectuado un mes antes con una chica en el mismo exacto lugar y, al ratito, un ratito muy corto, vi pasar un colectivo 59. En la parte de arriba, donde ponen los puntos más importantes del recorrido, decía “Constitución”. Y yo me dije “¿cómo puede ser que, más allá de todo, de haber viajado en tren a Mar del Plata tantas veces, yo no conozca la Plaza Constitución?”. Y ahí fui: me tomé un 59 y mientras atravesaba el centro porteño entendí que en Buenos Aires la parte vieja es exactamente como la de Montevideo: un poco de tierra que se va metiendo en el río. Sólo que en Montevideo el ancho son ocho cuadras, y en Buenos Aires muchas más.
Droga y escritura. Son éstos los dos factores maravillosos a la hora de las caminatas, pero no por eso son tan parecidos. La escritura, hay que decirlo, cuenta con grandísimas ventajas. Cuando funciona, porque puede no funcionar. Piglia dice que la escritura es como la natación: el nadador sabe que ha nadado, pero no puede estar seguro de poder volver a nadar. Y la metáfora es perfecta: sabemos que hemos podido entrar en el lenguaje, pero no podemos estar seguros de poder volver a entrar (lo mismo puede decirse del amor, pero ése es otro tema). Pero si entramos, la diversión está garantizada. Escribir y caminar, caminar y escribir, es quizás lo mejor que puede pasar. La experiencia de la diversión, del diversificarse, de lo diverso, es una de las pocas experiencias realmente plenas. Este año me acuerdo de que me senté en un bar en Tel Aviv, mi primer bar en Tel Aviv, a tomar un café con leche y comer algo. Israel es caro, pero el café era una de las pocas cosas en las que había que gastar. Me senté en una mesa que no tenía una vista muy copada, con el humo de un cigarrillo vecino intoxicándome, y me puse a escribir. «Relato: Babasónicos». La escritura de ese texto, entre Tel Aviv, Barcelona y Madrid, fue una de las continuidades más lindas que tuvo ese viaje. Algo extraño sucede cuando se mezclan la sensualidad de un escribir pleno con la sensualidad del mundo, algo extraño y orgásmico. Puede que, en algunos casos, el producto de la escritura no sea tan bueno, pero, como dice Daniel Link, hay que pensar la escritura en términos de proceso, no en términos de producto. ¿Me pasó algo o no?
La marihuana de viaje tiene tantas posibilidades como la de entrecasa, pero todas ellas más intensas. Se puede flashear pero también se puede caer, o peor: podemos fatigarnos, abombarnos, querer que todo pase. Hay ejemplos por doquier para cada caso, y sucede con alguna frecuencia que una misma caminata vale para las dos categorías. Por ejemplo, este año, en Tel Aviv, en la casa de Doron, en el Kerem Hatemanim, di mi primera calada israelí. Inhalé, miré para arriba y fui feliz: el cielo azul, las nubes blancas, una estrella de David que no había notado en mis dos días ahí. Pero después, al salir a caminar, rápidamente me abombé. ¿Será que Israel, finalmente, tiene una mala energía? ¿Seré yo? Claro que llegar al centro y ver el Dizengoff Center fue flashero, pero, a los pocos días, me fui a Jerusalén. Y Jerusalén, seamos sinceros, es el mejor lugar del mundo para quemar. Yo, dogmático de las caminatas cosmopolitas e inconscientes, había anhelado, y mucho, visitar Sión. Cuando finalmente eso se iba a hacer realidad, cuando iba a ir a Jerusalén a parar en un hostel y a hacer la mía (había estado unas semanas antes, pero en un contingente y sin posibilidad de movimiento autónomo), decidí no llevarme la ganja. Me pareció un poco riesgoso viajar con eso, y no sabía cómo iba a ser Jerusalén, ni dónde iba a parar. Así que me fui solito, con mi anhelo bíblico y nada más. Y una vez en Jerusalén, feliz por todo lo que esa ciudad inspiraba en mí, decidí que tenía que ser menos dogmático: que ya era hora de cambiar, para mi vida, a las caminatas locas por las caminatas felices o estimulantes. Empecé a pensar hasta qué punto vale la pena mezclar la droga con la caminata. Y llené mi cuaderno de planes posibles.