lunes, noviembre 20, 2006

Diario de lo impensado

19/9/2006
Ayer a la noche estuve esperando a T. durante más de una hora, enfrente de la puerta de su edificio, sobre la calle Ambrosetti. Si alguien me hubiera dicho, a la tarde, que eso iba a suceder, yo lo hubiese descartado por completo. Pero la única verdad es que ayer, verdaderamente, y siguiendo el dictado de los deseos más descabellados, me tomé un taxi desde la Facultad hasta Ambrosetti y Aranguren para llegar antes que ella y recibirla con la cerveza empezada y mil cosas para decirle.
Sentado en ese portal, en una impensada y arriesgada escena para la película de mi vida, sin pensar mucho en qué le iba a decir cuando apareciese, yo sabía varias cosas: a) que muy probablemente ella no tuviese interés en hablar conmigo toda la noche. La raíz de ese desinterés está en que nuestra historia está cerrada y en que ella, justamente, la cerró b) que ese desinterés tiene un lado raro, que yo calificaría como “amable” c) que mi tranquilidad en esa espera insólita estaba, de alguna manera, justificada, y que la justificación de esa tranquilidad era lo más importante de toda esa situación. ¿Cómo podía ser que después de todo lo que pasó yo estuviese sentado ahí con una liviandad adolescente? Lo que pasa es que, en más de un sentido, yo estaba ahí listo para empezar nuevamente mi historia con T. Empezarla de cero. No para curar viejas heridas (o sí, ¿quién sabe?) sino para empezarla como si hoy empezase todo.
Repasando: yo salí con T. algunos meses, digamos tres, a fines del año 2003. En mayo del 2004 ella se puso a salir con A., un compañero-amigo de la Facultad, y estuvo con él mucho más tiempo que el que estuvo conmigo. Pero desde hace un tiempo sé que no siguen juntos. Y yo pienso en ella mucho, aunque ya sin dolor, o con muy poco.
Sin embargo, yo quería que ese momento en la noche de la calle Ambrosetti, con mi Quilmes excepcional (soy casi abstemio), fuese algo así como el comienzo o la feliz continuación de mi diálogo con esa chica. Porque de lo que me di cuenta, y me llamó mucho la atención, es que estoy más que dispuesto a invitarla a salir, a tener una primera charla, a llevarla a una plaza, a besarla por primera vez (¿y cómo sería eso?); a, en una palabra, conocerla. Sí: cuando la historia, esa historia, está más que cerrada, y es toda ella una gran muestra de todas mis imposibilidades y problemas, yo estoy listo, quizás como nunca, para tomarme un taxi hasta su casa y esperarla para vivir una noche mágica y bohemia. Yo quiero creer que eso es posible. Y ayer, aunque ella no apareció, lo que hice fue dar un paso en esa dirección amazónica.

Salir del camino de la vida para entrar en la película de la vida: esperar a una chica real para decirle realmente que preferimos no morir en el pasado y que, en cambio, venimos a traerle una propuesta que es racionalmente imposible pero vitalmente posible, sostenida en una Gran Idea: no somos los mismos. Porque esa es la fecunda razón de ser de lo que empezó a las cinco de la tarde, cuando nos saludamos en un pasillo de Puan y, como de la galera, aceleré en su natural buena onda hasta proponerle caminar juntos hasta Rivadavia a las nueve, cuando nuestras respectivas clases terminaban. A las nueve estaba yo plantado como un árbol en la puerta de la Facultad leyendo Respiración artificial. Ella llegó con un pequeño retraso y verla aparecer fue casi como un sí en el altar. Entonces me dijo, como en los buenos tiempos, ¿Qué? Me explico: en los buenos tiempos, que no eran precisamente eso pero queda bien llamarlos así, ella usaba esa pregunta de muchas maneras pero siempre con la perfecta figura tonal que usó anoche en la puerta de Puan. Y escuchar en ella eso ya es para mí una especie de viaje: porque significa algo. No sé qué, pero algo es. Quizás, en ese “qué” (a lo que yo le contesté invariablemente: “nada en particular; hablar”) está la esencia misma de lo que sucedió ayer. Ella no me dice qué como antes, no soy tan estúpido. Pero tampoco es muy diferente ese qué. Hay una resonancia innegable, quiero decir. El viejo problema de la identidad y la diferencia. Porque cuatro cosas son obvias: a) ese qué no es el mismo b) ese qué tiene algo en común con los cientos de qués que podían significar “besame” o “estás pensando algo que no me estás diciendo” c) somos los mismos, con tan solo tres años más d) no somos los mismos, podemos no ser los mismos. La charla de las nueve duró diez minutos y en vez de caminar a Rivadavia ella tuvo que subir a la fotocopiadora a comprar apuntes, pero yo, rápidamente, puse en funcionamiento un dispositivo que me depositó a los diez minutos en un punto estratégico que me permitía ver su llegada y lo que viniera después.

Da espacio a tu deseo: en general, no pienso así. Pero quizás ayer, en ese plan tan novedoso, tuve razón. No podía estar menos nervioso, esperándola. Ella vendría y, ¿qué le iba a decir? No sé. Algo. No importaba. Lo único importante era la sensación de que ese momento era el primero y el único. De que el pasado puede ser cualquier cosa, y el futuro quién sabe. Vivir como en un sueño, suspenderlo todo.


19/10/2006
El 20 de octubre de 2003 fui con Trinidad al Gaumont, a ver Nicotina, una coproducción argentino-mexicana. La pasé a buscar por su casa de Palermo a las cinco de la tarde y nos tomamos el subte D hasta la estación Callao. Caminamos desde Córdoba hasta Rivadavia y cuando llegamos al cine teníamos tiempo de sobra. Era el preestreno de la película, y vimos un montón de copas y sándwiches preparados para los asistentes. Cruzamos a la Plaza del Congreso, nos sentamos en un círculo que está rodeado por caminos peatonales y ahí nos besamos por primera vez. Después vimos la película, nos mezclamos entre la fauna que va a los preestrenos, tomamos algo, comimos algo y nos fuimos. Caminando por Callao hacia la parada del 29 nos cruzamos a Martín Mosquera. Lo saludé y le pregunté qué hacía. Su respuesta fue: “me voy a encontrar con Malena, hoy cumplimos tres años”. Entonces yo me pregunté en silencio cómo serían tres años con una chica, y si Trinidad y yo duraríamos tres años, y cómo sería.
Tres años después, Trinidad y yo no estábamos juntos. En realidad, no estábamos juntos desde hacía unos meses después de ese 20 de octubre. Después ella había estado con otro más de un año.
Cuando el 19/9/2006 hablamos, yo me puse un objetivo loco: salir con ella el 20 de octubre. Tenía un mes para dar vuelta el planeta. Pero el plan, como era de suponer, fracasó. Apenas me la crucé en la Facultad, y no tuve más ocasiones de acercamiento.
El 19 de octubre fui a un bar que está en la esquina de la Facultad. Entré, fui al baño y cuando salí la vi a Trinidad sentada, hablando con una amiga parada que estaba casi yéndose. Las saludé y me quedé parado en el lugar. Cuando la amiga se fue le pregunté ¿me puedo sentar?, y ella lo dudó un segundo y me dijo que sí. En ese bar habíamos tenido un momento importante, antes de salir juntos. Me pedí un café con leche y me dispuse al momento: esa chica que tenía enfrente era Trinidad. Trinidad toda estaba ahí, no había restos por el mundo.
Es difícil recordar y escribir lo que pasó en la charla, que duró quince minutos porque ella se fue a cursar. Sé que estaba muy linda, sé que estaba más grande, mejor vestida, con más color negro, que conjugó de manera muy chistosa el verbo “explayar”, que me contó que venía de una reunión de cátedra de Literaturas Eslavas, que me preguntó qué hacía, si estaba trabajando, que se acordaba de algunas cosas, que nos reímos varias veces y que el tono de la charla fue bueno.
Cuando se fue, me quedé en la mesa a cumplir mi plan original: estudiar. Me puse a leer la guía de Hodge y Kress. En un vaivén la vi por la ventana entrando a la Facultad, y en la hora que estuve leyendo reflexioné levemente sobre la silla en la que ella se había sentado, la taza de la que había tomado, la fecha, cuánto café con leche había dejado, si había comido el cubanito de nougat de cortesía o no, con una rara sensación como de tranquilidad y, al mismo tiempo, duda.


31/10/2006
Vino Gisela a dormir. Llegó media hora después de la medianoche (en rigor, ya era noviembre). Le bajé a abrir y pocos pasos después de empezar a caminar por el pasillo, hacia el ascensor, me di cuenta de que estaba muy linda y de que algo en ella me gustaba. Quizás una risa inaugural que vino acompañada por el cariño. La cuestión es que subimos y nos acostamos, vestidos, a escuchar el compiladito de La hija de la lágrima que yo me había armado para esperarla en una especie de siesta corta que más bien fue un descanso. “Orgasmo lumbar”, definió bien ella, cuando le expliqué lo que había sentido esperándola en la cama y escuchando un disco reparador. Ese sentimiento de que la espalda es todo un plano y una fuente de placer. Y hablando, escuchando el compilado, quizás muy rápido, me di cuenta de algo fundamental: olía como Trinidad. Olía como Trinidad, un aroma que yo no había recordado ni imaginado en estos años, pero que estaba ahí (ahí en Trinidad y en el mundo, hace años, y ahí en mi cama, en Gisela, en el presente). Oler eso fue reparador, tanto como el descansito previo escuchando «Kurosawa». Fue hermoso porque me estaba siendo dado algo que había sido perdido, de cuya existencia yo no era consciente, y el status de realidad del aroma de Gisela, razoné, no era inferior al status de realidad que había tenido el mismo aroma en Trinidad, en la piel y en el ser de Trinidad. Cogimos hermoso.