martes, diciembre 26, 2006

Adiós a la crítica

Lo vi a Rosa en el velatorio de Héctor y me impresionó. Sentí que podría escribir algo. A las tres semanas, Mauro me invitó a hacer una necrológica para la Encrucijadas


Las últimas dos preguntas que Nicolás Rosa les hacía a sus alumnos de la Universidad de Buenos Aires (y, podemos intuir, lo mismo sucedía en su cátedra en la Universidad Nacional de Rosario) eran: “¿Le gustó la materia?” y “¿Aprendió?”. Esa era su manera de terminar un examen final. Para quien tuviese que contestar semejantes preguntas, ese momento, también de alivio, era el final de una cursada en la que, más allá de gusto y aprendizaje específicos, lo que se había conocido era la singular figura de uno de los profesores de más alto nivel que haya tenido la academia argentina.
Como todos los grandes críticos, Rosa era un apasionado sin medida. Sus clases eran, por lo tanto, una dilatada paráfrasis de esa pasión, plenas de identidad, gracia verbal y solidez teórica. Le gustaba repetir que la repetición de lo mismo engendra lo otro, sugerir la relación entre alusión y elisión y preguntarse si hay “instintos buenos”.
Últimamente había estado investigando el miserabilismo, la ficción proletaria, en la literatura argentina, centrándose en la figuración y escritura de la pobreza, la enunciación folletinesca de la marginalidad y la representación del proletariado, en una línea que comenzaba en Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez y llegaba hasta La villa, de César Aira. Definía a lo literario como “el enunciado que migra” mediante heterogéneos dispositivos discursivos e intertextuales. Esa impronta teórica, que lo llevó a ubicar a la intraducible literatura en la palestra de los discursos sociales, lo posicionó, consecuentemente, contra “la metafísica de los mundos posibles”. En Usos de la literatura escribió: “Todavía hoy dudamos de que el hombre fabrique para hablar enunciados o discursos”.
Rosa, Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Montreal, padecía una afección cardíaca y falleció en Buenos Aires, donde se encontraba internado, el 25 de octubre de 2006. Era Profesor Consulto de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Profesor Permanente de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Dictaba la cátedra de Teoría Literaria III en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la de Análisis y Crítica II en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, donde también se desempeñaba como Director de la Escuela de Posgrado. Fue asimismo Presidente de la Federación Latinoamericana de Semiótica y del Comité Científico de la revista DeDignis (París). En 2004 recibió el Premio Konex en el área de Ensayo Literario.
Entre las consecuencias de su escritura, por lo demás irreverente, se encuentran: Crítica y Significación (1971), Léxico de Lingüística y Semiología (1976), Los fulgores del simulacro (1982), El arte del olvido (1991), Artefacto (1992), Tratados sobre Néstor Perlongher (1997), La lengua ausente (1998), Manual de uso (Valencia, 1999), Historia de la crítica literaria argentina (2001), Historia del ensayo argentino (2002), y La letra argentina (2003), además del reciente Relatos críticos: cosas animales discursos, editado por Santiago Arcos. Numerosos ensayos suyos fueron traducidos y publicados en revistas de Europa, Hispanoamérica y los Estados Unidos. En sentido inverso, las bibliotecas argentinas disponen profusamente de sus traducciones de Roland Barthes, de las que nombraremos las más reconocidas: El grado cero de la escritura y El placer del texto, editadas ambas por Siglo XXI en la década del ´70.
Pocos días antes de su propia muerte, Rosa asistió junto a su esposa al velatorio de Héctor Libertella, uno de los escritores de vanguardia más herméticos que puedan imaginarse. Se lo vio llegar con la templanza y la cordura de los que, idénticos, se parecen a sí mismos. Su andar y su mirada eran merecedores de una particular atención. Su fabular también. Hablar y fabular son verbos cuya relación es tan íntima como la que une, para utilizar los mismos grafemas y la misma cronología invertida, a la hoguera y el fuego. Esas cosas pensaba, o hacía pensar, Nicolás Rosa.