Carta paceña
La Paz, a los dos días del mes de febrero del año 2007
Estimado amigo:
Encontrábame yo en la Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, en la blanquísima ciudad de Sucre, que por otro nombre debería ser llamada la Washington hispana, pensando en los avatares del viaje, cuando me decidí a escribirte tal como hoy, en la capital menos oxigenada del mundo, lo hago. Supongo que el motivo de mi decisión fue el estado de total inspiración en que ese claustro, un viaje en sí mismo, me sumergió. La Universidad que esa tarde, abierta ante mí como una verdadera flor americana y andina, me llevó a escribirte, había sido fundada hace pocos menos de cuatro siglos, supongo que por los franciscanos, precisamente en el año 1624. Supieras, querido amigo, cómo hubiese querido saber poner en palabras la profunda emoción con la que esas paredes, esos patios y esas fuentes, me hablaban. Pero no es posible: todo, o casi todo, se marchita.
Y sin embargo, aquí estoy. Si te escribo a pesar de todo es porque mi corazón ha decidido que la pluma y el papel son el adherezo perfecto para el viaje. Sí: escribir lejos de la patria, en ese estado de percepción histórica que todo lo promueve, es como reflejar la disposición de un alma que, atenta y maravillada, se deja llevar por los mercados y las calles, por las plazas y los hoteles, por los cerros y los ríos. Es que es sorprendente que, habiendo salido hace un mes del puerto de la Santa María de los Buenos Aires, hoy el tiempo se haya convertido en esta materia tan viva, tan llena y variada, tan natural y divina.
He aquí mi testimonio.
El Potosí no tiene nada que envidiarle al Madrid de España. Caminar por sus vías es como viajar a la casa de la Corona, tanto por las construcciones al estilo castellano como por el increíble porcentaje de población andina. Es por esas calle que, si un día te da Dios la oportunidad, te recomiendo que escuches un disco de canciones típicas que un argentino que ha pasado a España grabó hace algunos años. También, si es que quieren los cielos que eso suceda, podrías escuchar por allí las canciones que un desgarbado joven del puerto del Rosario cantaba hace décadas.
En Potosí abundaban particularmente los ciudadanos argentinos. Y es curioso: los argentinos se esparecen por las montañas, los valles, los ríos, las ciudades, por toda Bolivia, y un eco extraño suena cuando dicen "boliviano". No me pidas que especifique más esta cuestión. Sólo te diré que se trata de una extraña relación que mantienen mis compatriotas con el país vecino y hermano.
Gracias a la referida abundancia de los nietos de la "plebe ultramarina", me fue dado presenciar una escena que hacía tiempo guardaba yo en mi espíritu con oscura intensidad: la del mochilero argento tomando mate a los pies de los Andes, llevando los barrios de Almagro y Flores en cada gesto, impunes al marco que las nubes grises, tan presentes en la temporada de lluvias, dibujan. Son esos mochileros compatriotas míos, los que toman mate en las distintas Plazas de Armas del continente, los que me alegran como antaño lo hicieran los de la barcelonesa Plaza Real. Ah, pueblo catalán, principio de Europa... Como en Barcelona y también como en Jerusalén, en Potosí el aroma de la historia se mezcla con el de la verdura. Y grata fue mi sorpresa cuando en la Casa de la Libertad, en Sucre, vi un cuadro de la ciudad con su Cerro Rico que databa ya de hace varios siglos y en el cual podía leerse, junto al cerro, "Camino a Bvenos Ayres", y del otro lado "Camino a Cvzco". No habrá olvidado usted, querido amigo, que en ese entonces Potosí era la segunda ciudad del mundo, sólo superada por el puerto de Londres.
Luego mi derrota siguió rumbo al lago Titicaca, donde experimenté delicados estados caretas de absorción. Hubiese querido tener en mis manos algunos de tus libros sobre cosmogonía incaica, porque verdad es que no comprendí por qué ese lago y su Isla del Sol fueron tan importantes para los bárbaros. Pero, más allá de esa ignorancia mía, imaginarás el contento que supe gozar al tener al Perú, al mismísimo Perú, como horizonte.
Mi periplo, lamentablemente, llega a su fin. Hoy he comprado un libro, Los judíos, el mundo y el dinero, que promete ser deslumbrante. Es una historia económica de los hebreos, a cuyos genes algunas malas lenguas, esto lo habrás oído por lo bajo, me adscriben. El gasto de dinero, la manifiestación de riqueza y la destrucción manifiesta de esa riqueza, indican que me queda poco tiempo en esta tierra. En dos días pisaré mi patria y ya podremos reunirnos, aunque aún no sé exactamente cómo atravesaré el extenso país, ni cuando llegaré a nuestro querido estuario. Sólo resta decirte que ayer presencié una feria en El Alto, y no olvidaré la visión de la villa empobrecida con los picos nevados detrás. No conozco el Katmandú, pero no debe diferir mucho de lo ayer visto.
Espero me perdones por haberte escrito en esta lengua, a todas luces tan artificial. Mis atenuantes son dos: la sensación de irrealidad es condición de la experiencia que tú y yo hemos anhelado largamente, y es, además, el único camino lícito para imaginar otra realidad.
Hasta pronto, Amigo, te saludo a los pies del Illimani,
Tu Amigo
Estimado amigo:
Encontrábame yo en la Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, en la blanquísima ciudad de Sucre, que por otro nombre debería ser llamada la Washington hispana, pensando en los avatares del viaje, cuando me decidí a escribirte tal como hoy, en la capital menos oxigenada del mundo, lo hago. Supongo que el motivo de mi decisión fue el estado de total inspiración en que ese claustro, un viaje en sí mismo, me sumergió. La Universidad que esa tarde, abierta ante mí como una verdadera flor americana y andina, me llevó a escribirte, había sido fundada hace pocos menos de cuatro siglos, supongo que por los franciscanos, precisamente en el año 1624. Supieras, querido amigo, cómo hubiese querido saber poner en palabras la profunda emoción con la que esas paredes, esos patios y esas fuentes, me hablaban. Pero no es posible: todo, o casi todo, se marchita.
Y sin embargo, aquí estoy. Si te escribo a pesar de todo es porque mi corazón ha decidido que la pluma y el papel son el adherezo perfecto para el viaje. Sí: escribir lejos de la patria, en ese estado de percepción histórica que todo lo promueve, es como reflejar la disposición de un alma que, atenta y maravillada, se deja llevar por los mercados y las calles, por las plazas y los hoteles, por los cerros y los ríos. Es que es sorprendente que, habiendo salido hace un mes del puerto de la Santa María de los Buenos Aires, hoy el tiempo se haya convertido en esta materia tan viva, tan llena y variada, tan natural y divina.
He aquí mi testimonio.
El Potosí no tiene nada que envidiarle al Madrid de España. Caminar por sus vías es como viajar a la casa de la Corona, tanto por las construcciones al estilo castellano como por el increíble porcentaje de población andina. Es por esas calle que, si un día te da Dios la oportunidad, te recomiendo que escuches un disco de canciones típicas que un argentino que ha pasado a España grabó hace algunos años. También, si es que quieren los cielos que eso suceda, podrías escuchar por allí las canciones que un desgarbado joven del puerto del Rosario cantaba hace décadas.
En Potosí abundaban particularmente los ciudadanos argentinos. Y es curioso: los argentinos se esparecen por las montañas, los valles, los ríos, las ciudades, por toda Bolivia, y un eco extraño suena cuando dicen "boliviano". No me pidas que especifique más esta cuestión. Sólo te diré que se trata de una extraña relación que mantienen mis compatriotas con el país vecino y hermano.
Gracias a la referida abundancia de los nietos de la "plebe ultramarina", me fue dado presenciar una escena que hacía tiempo guardaba yo en mi espíritu con oscura intensidad: la del mochilero argento tomando mate a los pies de los Andes, llevando los barrios de Almagro y Flores en cada gesto, impunes al marco que las nubes grises, tan presentes en la temporada de lluvias, dibujan. Son esos mochileros compatriotas míos, los que toman mate en las distintas Plazas de Armas del continente, los que me alegran como antaño lo hicieran los de la barcelonesa Plaza Real. Ah, pueblo catalán, principio de Europa... Como en Barcelona y también como en Jerusalén, en Potosí el aroma de la historia se mezcla con el de la verdura. Y grata fue mi sorpresa cuando en la Casa de la Libertad, en Sucre, vi un cuadro de la ciudad con su Cerro Rico que databa ya de hace varios siglos y en el cual podía leerse, junto al cerro, "Camino a Bvenos Ayres", y del otro lado "Camino a Cvzco". No habrá olvidado usted, querido amigo, que en ese entonces Potosí era la segunda ciudad del mundo, sólo superada por el puerto de Londres.
Luego mi derrota siguió rumbo al lago Titicaca, donde experimenté delicados estados caretas de absorción. Hubiese querido tener en mis manos algunos de tus libros sobre cosmogonía incaica, porque verdad es que no comprendí por qué ese lago y su Isla del Sol fueron tan importantes para los bárbaros. Pero, más allá de esa ignorancia mía, imaginarás el contento que supe gozar al tener al Perú, al mismísimo Perú, como horizonte.
Mi periplo, lamentablemente, llega a su fin. Hoy he comprado un libro, Los judíos, el mundo y el dinero, que promete ser deslumbrante. Es una historia económica de los hebreos, a cuyos genes algunas malas lenguas, esto lo habrás oído por lo bajo, me adscriben. El gasto de dinero, la manifiestación de riqueza y la destrucción manifiesta de esa riqueza, indican que me queda poco tiempo en esta tierra. En dos días pisaré mi patria y ya podremos reunirnos, aunque aún no sé exactamente cómo atravesaré el extenso país, ni cuando llegaré a nuestro querido estuario. Sólo resta decirte que ayer presencié una feria en El Alto, y no olvidaré la visión de la villa empobrecida con los picos nevados detrás. No conozco el Katmandú, pero no debe diferir mucho de lo ayer visto.
Espero me perdones por haberte escrito en esta lengua, a todas luces tan artificial. Mis atenuantes son dos: la sensación de irrealidad es condición de la experiencia que tú y yo hemos anhelado largamente, y es, además, el único camino lícito para imaginar otra realidad.
Hasta pronto, Amigo, te saludo a los pies del Illimani,
Tu Amigo