martes, noviembre 28, 2006

Caminatas

Este año, caminando por Jerusalén, revisé mi concepto de lo que debe ser una caminata en un viaje. Puede decirse que mi dogma de lo que una caminata cosmopolita debe ser se gestó en Essaouira, al descubrir el atónito flash en el que me sumergían algunas caladas y un paisaje extraño. O, quizás, más que en Essaouira, debiéramos pensar en Chefchaouen, un pueblito que descansa (como, según Sarmiento, descansa San Juan en la falda oriental de los Andes) en la primera cadena montañosa que cruza Marruecos desde el norte, ya no sé si el Atlas o el Gran Atlas o el Atlas Bis. Fue en Chefchaouen que subimos con Chris y Lenny a una pequeña capilla en la montaña, y fue en ese camino o caminata que nos sentamos al costado del camino y yo me dije “sí, Ale, por esto estuviste trabajando de telemarketer y vendiendo vinos en Buenos Aires. Vos no lo sabías tan concretamente, pero era esto lo que querías comprar. Es esta vieja que pasa lentamente con su burro, o asno, y son las montañas marroquíes y el sol marroquí, y la inquietud de que el asno es un ser, lo que este viaje te está regalando ahora”. Nunca había sido tan clara la experiencia del logro personal. Y en Essaouira, algunos días después, habíamos alquilado unas bicis con Andy y nos habíamos ido a andar por la playa, hacia el castillo que Hendrix retrató para siempre en «Castles made of sand». Entonces en Jerusalén, este año, tuve que relativizar ese concepto de caminata que tantas alegrías me había dado. Porque siempre es lindo recordar La Coruña, con su paseo marítimo, su Riazor, su calle “República Argentina” que da al mar, su nombre. Una vez en La Coruña me fui a una plaza, calé y me senté a escribir. Fueron horas. La historia, que hoy está pegada en la pared de la casa de mi mamá, era la de un tipo (flaco, alto, desgarbado, pero más maduro que el que la escribió) que iba caminando por Corrientes a la altura del Paseo La Plaza, un sábado a la noche, y se cruza con una chica y se van a tomar algo y, en un instante, quizás por un instante, se enamoran. Tuve que interrumpir esa historia porque la famosa lluvia, que hace que Galicia sea tan verde, se precipitó. Ese mismo viaje, por el norte de España, ahora que me sumerjo en el recuerdo, me facilitó también otras caminatas. Varias en lugares sin nombre, en el campo diríamos, ya que dejábamos el auto y yo me iba por ahí entre los árboles, al costado de la ruta, un poco preguntándome por mi vida, es decir por mi futuro, y otro poco escuchando Abre, un disco también verde (aunque turquesa) que iba bien con la geografía del lugar. También, ahora, recuerdo una caminata increíble por la costanera de Gijón, en la que un amigo me habló mucho de qué veía en mí, al punto de que hoy puedo decir que Gijón, ciudad ignota si las hay, es un granito de arena en la historia de mi subjetividad.
Para caminar, son dos las cosas que permiten volar. Una es la droga, la otra es la escritura. Son dos actividades previas, o internas a la caminata, que pueden transformar una vuelta por una ciudad en un díscolo delirio concomitante. Eso fue lo que, en Jerusalén, este año, empecé a pensar. No recuerdo si había escrito algo en particular, pero sí llevaba un diario, en el que una mañana registré la maravilla de salir a caminar por la medina y sentir, en una ráfaga inexplicable, que esa ciudad, Jerusalén, me había permitido recordar algo de las ciudades marroquíes. Como cuando se recuerda una mujer a través del perfume de otra mujer, pero definitivamente más borgeano. Fue en Jerusalén, también, que entré a este blog y vi algunos comentarios, y había uno de Satur desde Montevideo. Entonces, claro, Montevideo: Montevideo fue mi primer viaje “sudamericano”. Había vuelto de Europa loco por Uruguay, y me fui en unas vacaciones de invierno. Me acuerdo de que nos sentamos en una plaza (¿con quién?) y al rato me quedé solo y me tomé un colectivo y Uruguay se me reveló como el anacronismo más lindo. Hay muchas imágenes poéticas sobre Montevideo. Creo que la que más me convence es la de Galeano cuando dice “Montevideo dormía su siesta eterna”, claramente superior a “Eres la Buenos Aires que hemos perdido” de Borges. Me acuerdo de estar en la Rambla y empezar a meterme en las callecitas de la Ciudad Vieja y sentir la esencia rioplatense, cuyo reconocimiento después se hizo extensivo a Buenos Aires. A propósito: una vez estaba en Plaza Las Heras, un diciembre, y tenía por plan ir a pasear por la ciudad. Repetí el ritual que había efectuado un mes antes con una chica en el mismo exacto lugar y, al ratito, un ratito muy corto, vi pasar un colectivo 59. En la parte de arriba, donde ponen los puntos más importantes del recorrido, decía “Constitución”. Y yo me dije “¿cómo puede ser que, más allá de todo, de haber viajado en tren a Mar del Plata tantas veces, yo no conozca la Plaza Constitución?”. Y ahí fui: me tomé un 59 y mientras atravesaba el centro porteño entendí que en Buenos Aires la parte vieja es exactamente como la de Montevideo: un poco de tierra que se va metiendo en el río. Sólo que en Montevideo el ancho son ocho cuadras, y en Buenos Aires muchas más.
Droga y escritura. Son éstos los dos factores maravillosos a la hora de las caminatas, pero no por eso son tan parecidos. La escritura, hay que decirlo, cuenta con grandísimas ventajas. Cuando funciona, porque puede no funcionar. Piglia dice que la escritura es como la natación: el nadador sabe que ha nadado, pero no puede estar seguro de poder volver a nadar. Y la metáfora es perfecta: sabemos que hemos podido entrar en el lenguaje, pero no podemos estar seguros de poder volver a entrar (lo mismo puede decirse del amor, pero ése es otro tema). Pero si entramos, la diversión está garantizada. Escribir y caminar, caminar y escribir, es quizás lo mejor que puede pasar. La experiencia de la diversión, del diversificarse, de lo diverso, es una de las pocas experiencias realmente plenas. Este año me acuerdo de que me senté en un bar en Tel Aviv, mi primer bar en Tel Aviv, a tomar un café con leche y comer algo. Israel es caro, pero el café era una de las pocas cosas en las que había que gastar. Me senté en una mesa que no tenía una vista muy copada, con el humo de un cigarrillo vecino intoxicándome, y me puse a escribir. «Relato: Babasónicos». La escritura de ese texto, entre Tel Aviv, Barcelona y Madrid, fue una de las continuidades más lindas que tuvo ese viaje. Algo extraño sucede cuando se mezclan la sensualidad de un escribir pleno con la sensualidad del mundo, algo extraño y orgásmico. Puede que, en algunos casos, el producto de la escritura no sea tan bueno, pero, como dice Daniel Link, hay que pensar la escritura en términos de proceso, no en términos de producto. ¿Me pasó algo o no?
La marihuana de viaje tiene tantas posibilidades como la de entrecasa, pero todas ellas más intensas. Se puede flashear pero también se puede caer, o peor: podemos fatigarnos, abombarnos, querer que todo pase. Hay ejemplos por doquier para cada caso, y sucede con alguna frecuencia que una misma caminata vale para las dos categorías. Por ejemplo, este año, en Tel Aviv, en la casa de Doron, en el Kerem Hatemanim, di mi primera calada israelí. Inhalé, miré para arriba y fui feliz: el cielo azul, las nubes blancas, una estrella de David que no había notado en mis dos días ahí. Pero después, al salir a caminar, rápidamente me abombé. ¿Será que Israel, finalmente, tiene una mala energía? ¿Seré yo? Claro que llegar al centro y ver el Dizengoff Center fue flashero, pero, a los pocos días, me fui a Jerusalén. Y Jerusalén, seamos sinceros, es el mejor lugar del mundo para quemar. Yo, dogmático de las caminatas cosmopolitas e inconscientes, había anhelado, y mucho, visitar Sión. Cuando finalmente eso se iba a hacer realidad, cuando iba a ir a Jerusalén a parar en un hostel y a hacer la mía (había estado unas semanas antes, pero en un contingente y sin posibilidad de movimiento autónomo), decidí no llevarme la ganja. Me pareció un poco riesgoso viajar con eso, y no sabía cómo iba a ser Jerusalén, ni dónde iba a parar. Así que me fui solito, con mi anhelo bíblico y nada más. Y una vez en Jerusalén, feliz por todo lo que esa ciudad inspiraba en mí, decidí que tenía que ser menos dogmático: que ya era hora de cambiar, para mi vida, a las caminatas locas por las caminatas felices o estimulantes. Empecé a pensar hasta qué punto vale la pena mezclar la droga con la caminata. Y llené mi cuaderno de planes posibles.

lunes, noviembre 20, 2006

Diario de lo impensado

19/9/2006
Ayer a la noche estuve esperando a T. durante más de una hora, enfrente de la puerta de su edificio, sobre la calle Ambrosetti. Si alguien me hubiera dicho, a la tarde, que eso iba a suceder, yo lo hubiese descartado por completo. Pero la única verdad es que ayer, verdaderamente, y siguiendo el dictado de los deseos más descabellados, me tomé un taxi desde la Facultad hasta Ambrosetti y Aranguren para llegar antes que ella y recibirla con la cerveza empezada y mil cosas para decirle.
Sentado en ese portal, en una impensada y arriesgada escena para la película de mi vida, sin pensar mucho en qué le iba a decir cuando apareciese, yo sabía varias cosas: a) que muy probablemente ella no tuviese interés en hablar conmigo toda la noche. La raíz de ese desinterés está en que nuestra historia está cerrada y en que ella, justamente, la cerró b) que ese desinterés tiene un lado raro, que yo calificaría como “amable” c) que mi tranquilidad en esa espera insólita estaba, de alguna manera, justificada, y que la justificación de esa tranquilidad era lo más importante de toda esa situación. ¿Cómo podía ser que después de todo lo que pasó yo estuviese sentado ahí con una liviandad adolescente? Lo que pasa es que, en más de un sentido, yo estaba ahí listo para empezar nuevamente mi historia con T. Empezarla de cero. No para curar viejas heridas (o sí, ¿quién sabe?) sino para empezarla como si hoy empezase todo.
Repasando: yo salí con T. algunos meses, digamos tres, a fines del año 2003. En mayo del 2004 ella se puso a salir con A., un compañero-amigo de la Facultad, y estuvo con él mucho más tiempo que el que estuvo conmigo. Pero desde hace un tiempo sé que no siguen juntos. Y yo pienso en ella mucho, aunque ya sin dolor, o con muy poco.
Sin embargo, yo quería que ese momento en la noche de la calle Ambrosetti, con mi Quilmes excepcional (soy casi abstemio), fuese algo así como el comienzo o la feliz continuación de mi diálogo con esa chica. Porque de lo que me di cuenta, y me llamó mucho la atención, es que estoy más que dispuesto a invitarla a salir, a tener una primera charla, a llevarla a una plaza, a besarla por primera vez (¿y cómo sería eso?); a, en una palabra, conocerla. Sí: cuando la historia, esa historia, está más que cerrada, y es toda ella una gran muestra de todas mis imposibilidades y problemas, yo estoy listo, quizás como nunca, para tomarme un taxi hasta su casa y esperarla para vivir una noche mágica y bohemia. Yo quiero creer que eso es posible. Y ayer, aunque ella no apareció, lo que hice fue dar un paso en esa dirección amazónica.

Salir del camino de la vida para entrar en la película de la vida: esperar a una chica real para decirle realmente que preferimos no morir en el pasado y que, en cambio, venimos a traerle una propuesta que es racionalmente imposible pero vitalmente posible, sostenida en una Gran Idea: no somos los mismos. Porque esa es la fecunda razón de ser de lo que empezó a las cinco de la tarde, cuando nos saludamos en un pasillo de Puan y, como de la galera, aceleré en su natural buena onda hasta proponerle caminar juntos hasta Rivadavia a las nueve, cuando nuestras respectivas clases terminaban. A las nueve estaba yo plantado como un árbol en la puerta de la Facultad leyendo Respiración artificial. Ella llegó con un pequeño retraso y verla aparecer fue casi como un sí en el altar. Entonces me dijo, como en los buenos tiempos, ¿Qué? Me explico: en los buenos tiempos, que no eran precisamente eso pero queda bien llamarlos así, ella usaba esa pregunta de muchas maneras pero siempre con la perfecta figura tonal que usó anoche en la puerta de Puan. Y escuchar en ella eso ya es para mí una especie de viaje: porque significa algo. No sé qué, pero algo es. Quizás, en ese “qué” (a lo que yo le contesté invariablemente: “nada en particular; hablar”) está la esencia misma de lo que sucedió ayer. Ella no me dice qué como antes, no soy tan estúpido. Pero tampoco es muy diferente ese qué. Hay una resonancia innegable, quiero decir. El viejo problema de la identidad y la diferencia. Porque cuatro cosas son obvias: a) ese qué no es el mismo b) ese qué tiene algo en común con los cientos de qués que podían significar “besame” o “estás pensando algo que no me estás diciendo” c) somos los mismos, con tan solo tres años más d) no somos los mismos, podemos no ser los mismos. La charla de las nueve duró diez minutos y en vez de caminar a Rivadavia ella tuvo que subir a la fotocopiadora a comprar apuntes, pero yo, rápidamente, puse en funcionamiento un dispositivo que me depositó a los diez minutos en un punto estratégico que me permitía ver su llegada y lo que viniera después.

Da espacio a tu deseo: en general, no pienso así. Pero quizás ayer, en ese plan tan novedoso, tuve razón. No podía estar menos nervioso, esperándola. Ella vendría y, ¿qué le iba a decir? No sé. Algo. No importaba. Lo único importante era la sensación de que ese momento era el primero y el único. De que el pasado puede ser cualquier cosa, y el futuro quién sabe. Vivir como en un sueño, suspenderlo todo.


19/10/2006
El 20 de octubre de 2003 fui con Trinidad al Gaumont, a ver Nicotina, una coproducción argentino-mexicana. La pasé a buscar por su casa de Palermo a las cinco de la tarde y nos tomamos el subte D hasta la estación Callao. Caminamos desde Córdoba hasta Rivadavia y cuando llegamos al cine teníamos tiempo de sobra. Era el preestreno de la película, y vimos un montón de copas y sándwiches preparados para los asistentes. Cruzamos a la Plaza del Congreso, nos sentamos en un círculo que está rodeado por caminos peatonales y ahí nos besamos por primera vez. Después vimos la película, nos mezclamos entre la fauna que va a los preestrenos, tomamos algo, comimos algo y nos fuimos. Caminando por Callao hacia la parada del 29 nos cruzamos a Martín Mosquera. Lo saludé y le pregunté qué hacía. Su respuesta fue: “me voy a encontrar con Malena, hoy cumplimos tres años”. Entonces yo me pregunté en silencio cómo serían tres años con una chica, y si Trinidad y yo duraríamos tres años, y cómo sería.
Tres años después, Trinidad y yo no estábamos juntos. En realidad, no estábamos juntos desde hacía unos meses después de ese 20 de octubre. Después ella había estado con otro más de un año.
Cuando el 19/9/2006 hablamos, yo me puse un objetivo loco: salir con ella el 20 de octubre. Tenía un mes para dar vuelta el planeta. Pero el plan, como era de suponer, fracasó. Apenas me la crucé en la Facultad, y no tuve más ocasiones de acercamiento.
El 19 de octubre fui a un bar que está en la esquina de la Facultad. Entré, fui al baño y cuando salí la vi a Trinidad sentada, hablando con una amiga parada que estaba casi yéndose. Las saludé y me quedé parado en el lugar. Cuando la amiga se fue le pregunté ¿me puedo sentar?, y ella lo dudó un segundo y me dijo que sí. En ese bar habíamos tenido un momento importante, antes de salir juntos. Me pedí un café con leche y me dispuse al momento: esa chica que tenía enfrente era Trinidad. Trinidad toda estaba ahí, no había restos por el mundo.
Es difícil recordar y escribir lo que pasó en la charla, que duró quince minutos porque ella se fue a cursar. Sé que estaba muy linda, sé que estaba más grande, mejor vestida, con más color negro, que conjugó de manera muy chistosa el verbo “explayar”, que me contó que venía de una reunión de cátedra de Literaturas Eslavas, que me preguntó qué hacía, si estaba trabajando, que se acordaba de algunas cosas, que nos reímos varias veces y que el tono de la charla fue bueno.
Cuando se fue, me quedé en la mesa a cumplir mi plan original: estudiar. Me puse a leer la guía de Hodge y Kress. En un vaivén la vi por la ventana entrando a la Facultad, y en la hora que estuve leyendo reflexioné levemente sobre la silla en la que ella se había sentado, la taza de la que había tomado, la fecha, cuánto café con leche había dejado, si había comido el cubanito de nougat de cortesía o no, con una rara sensación como de tranquilidad y, al mismo tiempo, duda.


31/10/2006
Vino Gisela a dormir. Llegó media hora después de la medianoche (en rigor, ya era noviembre). Le bajé a abrir y pocos pasos después de empezar a caminar por el pasillo, hacia el ascensor, me di cuenta de que estaba muy linda y de que algo en ella me gustaba. Quizás una risa inaugural que vino acompañada por el cariño. La cuestión es que subimos y nos acostamos, vestidos, a escuchar el compiladito de La hija de la lágrima que yo me había armado para esperarla en una especie de siesta corta que más bien fue un descanso. “Orgasmo lumbar”, definió bien ella, cuando le expliqué lo que había sentido esperándola en la cama y escuchando un disco reparador. Ese sentimiento de que la espalda es todo un plano y una fuente de placer. Y hablando, escuchando el compilado, quizás muy rápido, me di cuenta de algo fundamental: olía como Trinidad. Olía como Trinidad, un aroma que yo no había recordado ni imaginado en estos años, pero que estaba ahí (ahí en Trinidad y en el mundo, hace años, y ahí en mi cama, en Gisela, en el presente). Oler eso fue reparador, tanto como el descansito previo escuchando «Kurosawa». Fue hermoso porque me estaba siendo dado algo que había sido perdido, de cuya existencia yo no era consciente, y el status de realidad del aroma de Gisela, razoné, no era inferior al status de realidad que había tenido el mismo aroma en Trinidad, en la piel y en el ser de Trinidad. Cogimos hermoso.

miércoles, noviembre 15, 2006

Las chicas del Interior

Las chicas del Interior vienen a Buenos Aires cuando tienen que empezar a estudiar Letras. Para esa época ya han madurado y están hechas unas flores. Llegan a la gran ciudad y establecen contacto con algún familiar. Buscan un departamento en Palermo o en Caballito (“cerca de la Facultad”) y empiezan a cursar. En Puan 480 las esperan los hombres nativos.
Los hombres nativos mantienen con las chicas del Interior una relación apasionada, porque no las entienden. Ellas parecen no darse cuenta de su belleza total ni de la consistencia de su estilo. Los hombres nativos inician una loca y velada carrera por apoderarse de las chicas del Interior.
Las chicas del Interior necesitan novio. En el comercio de las palabras, empiezan a notar el revuelo que causan. Se hacen adictas a todo aquello que más define, en su percepción, a la Capital: la vida cultural. Asisten al cine, a exposiciones, a presentaciones de libros, a recitales. Al principio, mientras la competencia entre los hombres nativos se está definiendo, se acompañan entre ellas o con alguna amiga nativa que las acogió y que, de ser lesbiana u hombre nativo, las manosearía.
Mientras dura la primera etapa, las chicas del Interior empiezan a notar que su presencia genera cosas. En los recreos de la Facultad nunca les falta compañía para tomarse el café de un peso o un peso y medio. Y su vestimenta, de repente, se modifica. Y aquí hay dos tipos de cambio posible para las chicas del Interior: o bien se acentúan a sí mismas o bien cambian. En el primer caso, se da la situación de que su aire provinciano es, para los cánones de la gran ciudad, cool. Y ellas, en ese comienzo de raciocinio femenino, se dan cuento de eso y se mantienen en su aire provinciano. Lo más innegable es que ellas son legítimas poseedoras de ese aire, y nada ni nadie puede criticarlas. En el segundo caso, las chicas del interior empiezan a cambiar su estilo: se ponen más cancheras, pero sólo en lo que refiere a la vestimenta. Su aire no lo cambian por nada del mundo, pero su cuerpo, su brillante cuerpo sin conservantes, se viste de color verde y quizás con algo de cuero.
Las chicas del Interior ya saben, por la multitud de hombres nativos que les hablan, que su carácter gusta. Tienen algo, no corrompido aún, que las hace distintas.
Las chicas del Interior consiguen novio.
Fin.

lunes, noviembre 06, 2006

Bazterrica

Para remontar el camino de mi admiración por Gustavo Bazterrica deberíamos retrotraernos a 1996, a una casa de la calle Aguilar, en la que con Javi escuchábamos a Calamaro todo el tiempo: Palabras más, palabras menos, Hasta luego (sobre todo) y Calamaro completo, que traía «Cartas sin marcar». En esa casa, una tarde, vi un disco de Los Abuelos de la Nada titulado, justamente, Los Abuelos de la Nada. Me acuerdo de la repulsión que sentí, similar a la que en esa época sentía por lo nacional ochentoso: así como prefería Hasta luego a Los Abuelos, prefería el Unplugged de Charly a Piano Bar y disfrutaba más escuchando «El jardín donde vuelan los mares» que con todo Ciudad de pobres corazones.
El siguiente capítulo es bastante más reciente: cuando en 2004 me fui a vivir solo, en la confusión de la mudanza volví a encontrarme con ese disco y, como irme a vivir solo era básicamente ir a escuchar discos y a entablar nuevas relaciones con ellos (en la casa de mi viejo yo no tenía pieza propia, por ejemplo) decidí llevármelo; o sea, robármelo. Lo nacional ochentoso ya no me parecía repelente sino más bien lo contrario, atractivo.
Ese disco, Los Abuelos de la Nada, fue uno de los grandes aciertos de mi nueva vida. Tiene toda la magia que se suele asociar con Los Abuelos pero no sólo eso: fue producido por Charly García, y se nota. Mi analfabetismo musical es casi total, pero en el sonido de ese disco está claro que hay algo demasiado fino, demasiado pensado, en la mejor tradición del rock argentino. Pienso en todo el disco pero, puntualmente, en la parte instrumental de «Te vas rica».
Con Los Abuelos de la Nada y Bazterrica me pasó algo que sólo me había pasado con Hijos del culo y Juan Subirá. Hablo de escuchar un disco y señalar un par de temas como los mejores, de sentir algo particular hacia esos temas, y después, con la información del disco a mano, enterarme de que todos los temas que uno había elegido fueron compuestos por la misma persona, que además sólo firma esos temas, y que no es la más importante de la banda. En el caso de Hijos del culo, «Desconexión sideral» es la narración perfecta (pero no perfecta-estándar) de una historia de amor triste, y «Negra murguera» es, más que una canción, una composición maravillosa, irrepetible, amplia y orgánica, conciente y creativa, que se acerca y se aleja de su objeto con una técnica pasmosa y que en ese vaivén único, carnavalesco, se zarpa. En el caso de Los Abuelos de la Nada, Bazterrica firma «Cómo debo andar», «Creo que es un sueño más» y, con Miguel Abuelo, «Te vas rica». Son tres temas en los que es posible ver algo en común.
La foto que hace de tapa del disco muestra las caras de los Abuelos: está Abuelo (es curioso que las locas del rock nacional siempre tengan apellidos obreros –Peralta, Rodríguez- y los cambien por otros más estilizados), está Calamaro, está Bazterrica. La cara de Bazterrica es de las que me gustan: mucho hueso, estructura ósea desplegada y soberbia vaga de rocanrol (mirada desenfocada).
Para mí, como para todos, Los Abuelos son un continente perdido. Y Bazterrica es uno de los nobles de ese continente perdido y fiestero: sus canciones, su breve poética puesta en esos tres temas, su cara de la tapa, alguna foto que vi de él tocando en vivo.

Estaba en el trabajo, leyendo el Página/12, y al lado de una nota sobre Cachorro López y su éxito como productor (“Yo no busco un franchising de sonido”) había una nota, más chica, a Gustavo Bazterrica. Como yo ni sabía si estaba vivo o en qué andaba, me puse a leer. Lo imaginable: el tipo estuvo tirado los últimos veinte años y el periodista decía que estaba medio mal. O sea, daba a entender que el tipo, más o menos, no se puede mantener en pie. También me informé de su pasado lejano: lo echó García de La Máquina de Hacer Pájaros porque era demasiado tranquilo, y lo echaron de Los Abuelos en 1985 porque era un descontrolado. El copete de la nota era: “Actúa hoy en el Bar ´Urbano´”.
Llegué al Bar ´Urbano´ a las once de la noche. El Bar ´Urbano´ es un lugar bastante choto, similar a los que me ven tocar, en mi barrio de la infancia y adolescencia: Lacroze y Álvarez Thomas. “¿Hay un recital acá?”. “Sí. Toca Bazterrica”. Crucé, me comí una porción de napolitana y volví a la media hora listo para acceder a la figura platónica de un Abuelo de la Nada. Le entrego a la chica de la entrada los diez pesos y la entrada es un papelito que dice “Gustavo Bazterrica, 18/10… Clases de Guitarra”.
“Es un mito, es un mito”: el tipo de al lado, mi vecino de flash, está emocionado. Uruguayo, concordamos. Jamás lo lograré se llama el próximo disco de quien ahora toca «Sin gamulán» e «Ir a más». Un bajista hace la base desde una silla, mezclado entre el público. Por público imagínese quince personas, que en general parecen conocerlo al Vasco. Se ríen de todos los chistes, por malos que sean. La noche avanza y una rubia muy rockera vuelve del baño justo en «Guindilla ardiente» y se contorsiona toda durante dos segundos. Mis espasmos duran lo que tardo en saber que esa rubia es La Vasquita, la hija de Bazterrica: Lady Bazterrica. (Hace un año conocí en un CGP a la hija de Daffunchio, el de Las Pelotas, y me animo a afirmar que el rock –como energía de vida, no como reviente- es algo dinástico, acumulativo). Algunos hacen palmas, Lady Bazterrica se acerca a su padre y le da un besazo en la mejilla. Intermedio. Suena La Máquina de Hacer Pájaros, otro grupo del que esta noche tenemos una parte. Me acuerdo de marzo de este año, cuando en Corrientes vi que tocaba Pajarito Zaguri, otra leyenda. Salgo a la calle: todos se fuman un pucho, Lady Bazterrica lo hace dándole la espalda a El Teatro de Colegiales, el uruguayo amigo me habla y me habla, y su gente se mete en un autito a quemar. El tiempo pasa y volvemos a entrar. Andrés Calamaro, parece, ya no vendrá. Bazterrica dice “ya no tengo cuerdas vocales, ahora son locas vocales”. Canta «Tristeza de la ciudad». “Yo lastimé mucho a una persona que está acá… Que soy yo”. Brindamos por él (yo no tomo, pero acompaño). No todos pueden ser Calamaro, pienso. Por cada Andrés tenemos varios de estos perdidos eléctricos. Toca un tema de La Máquina pero ya es bastante tarde y al día siguiente hay que trabajar.