miércoles, julio 27, 2005

Fonfone

Apenas llegué a Barcelona (donde, antes, fueron a morir dos o tres genios argentinos casi posmodernos) fui sin saberlo a la Tripi Plaza. A los dos días ya la conocía y conocía a Fernando. Cara de serpiente, aura de reptil, iba siempre vestido con las mismas cosas tejidas a mano, a rayas violetas y negras, las rastas gruesas golpeándole sobre los hombros. Había venido de Nápoles. Uno de mis primeros fines de semana ahí rodé Rambla abajo por primera vez para participar una vez más de una ronda de hachís y aparecí a su lado. Le pregunté cómo era Nápoles, el único lugar que me conmueve de Italia: “Como aquí: la mala vida”, dijo, e hizo volar su mano avejentada de escamas por delante de una ciudad que parecía dibujarse detrás del humo que soltaba el porro apretado entre sus dedos.
Esa ronda de almas hostiles y solitarias me empezó a parecer una buena actividad para las noches del fin de semana, y tampoco tenía muchas más opciones de intensidad, así que asistía con regularidad. (Lo que más me importaba era llegar a conocer toda la fauna que fuese posible, todo formaba parte de mi educación, etcétera). La parte de armar el canuto, por ejemplo, me había impresionado desde la primera vez. La belleza de la escena, la sutileza de cada momento y cada elemento, me emocionaba. Sobre la palma de la mano, quien fuese, construía un pequeño colchón de tabaco. Encima de ese otoñal montículo inicial se posaba la china (ya dominaba yo los términos más importantes) y pasaba un segundo que el fuego hacía desaparecer con su magia. Este era el momento sublime (“el inefable centro de mi relato”). La llama daba pequeños círculos encima de la china que se ablandaba, y el tabaco protegía la palma ahuecada de la mano de una quemadura segura. El juego, que juzgo milenario, acababa siendo el simulacro de una minúscula caverna platónica, con sus paredes de piedra y su fogata eterna. Después alguien lo rolaba y el porro empezaba a girar. Así se me empezó a revelar, entre explícito y oculto, el secreto entre calles con piletas meadas y guitarras invisibles, desgarradas o alegres. Cada tarde era como la primera, y terrible. Seguían apareciendo caras que con sus palabras reproducían el rumor de ciudades imaginarias que por primera vez no pertenecían a la imaginación o la distancia. El mar mediterráneo había sido inventado para eso. El mar que une y separa, he leído, que yo no visitaba nunca porque nada odio más que una playa con lentes de contacto.
Sin buscarlo, empecé a tener una rutina semanal alrededor de la gente que conocía (como siempre, pero empezando de nuevo). Fernando, Marisol, el Konvento, Pachy y compañía vivían todos en el ghetto for export de los barrios bajos, paralelo al mar, que va de la Rambla del Raval al Arc de Triomf. Los domingos los veía a todos en el parque, en el límite norte del recorte que el ghetto significaba. Con el tiempo empecé a ir cada vez más temprano, antes de que el sol se pusiese a bajar, y las primeras horas pasaban leyendo un libro que Marisol me habría prestado.
Marisol llegaba cuando yo había leído cincuenta páginas, invariablemente con su sonrisa, su termo y su perra gigante, una gran danesa llamada Skunkie. Me veía de lejos, me iba rodeando y de repente aparecía con todos sus bártulos colgando, como vendiendo algo. Rodábamos por el suelo con sus cosas. Ella era brasilera, del sur, de Río Grande. Gaúcha, decía borracha, y en la pronunciación se le colaba un mini, un pseudo-orgasmo. Hablábamos del libro; escuchaba y era un recuerdo verla escuchar. El cielo desteñía, no sé si por ella o por mí, y los aviones (allá hay muchos aviones todo el tiempo: mirando el mar, de izquierda a derecha) se las tenían que arreglar entre pañuelos rosa y amarillo. Uno, dos, tres recuerdos y caía Pachy con su alegría rosarina, oculta tras el jardinero perenne, la barba impenetrablemente densa y las dos birras reglamentarias. Yo apenas había salido de la Argentina porteña, y conocerlo era asomarme al litoral nacional en estado puro, porque en dos años (primero en la uretral calle Códols, después en el Konvento) no parecía haber generado frase en catalán, ni híbridos, nada. Su relación máxima con la gent del lugar habrá sido en la taquilla del metro, en alguna ocasión particular de obligación ciudadana, y en general con los guardias que se le acercaban seriamente en el andén, siempre que no fueran extremeños, andaluces o murcianos.
Pachy se sentaba, destapaba una cerveza (alguna vez, no recuerdo mal, abrió las dos en el minuto de bienvenida) y la hacía girar. Marisol se inspiraba y cebaba los mates. Yo no era muy afecto a ninguna de las bebidas, sin olvidarme de anotar que Marisol ponía, junto a la yerba, cáscaras de no se qué. Yo había conocido a Pachy en el Konvento, en una fiesta, revolviendo pasillos que no llevaban a nada, quizás por Fernando. Hablamos un rato en la rave del primer piso. Sus problemas de subsistencia se reducían a buscar, enamorar, satisfacer y dejar fácilmente a cualquiera de las ballenas nórdicas que pululan por el Gótico en busca de sol, cerveza y barbas ralas. De hecho en esa fiesta creo que había un conflicto en puerta, y él procuraba no juntar a sus islandesas.
El parque se ponía a eso de las cinco. Había llegado, mi primera vez, por el dato de un chico argentino, y ya no pude dejar de ir. No había, en todo el continente, menos en todo el mundo, lugar así. Con el tiempo se armó un pequeño mercado en el que muchos sudamericanos vendían sándwiches, artesanías, vino caliente, ropa y space-cookies. Con Marisol casi siempre compartíamos una. No tenía ningún gusto especial, pero a los cuarenta minutos yo vivía, mal lo puedo decir, en los dos planos, el de los tambores y la perspectiva sobre el lunes, la extraña relación que me unía a Marisol, abajo, y arriba una lejana noción de patria, un sinsentido planetario.
En medio de la turba aparecía Fernando con su perra Dalma, unidos por una correa rastafari. Nos apartábamos del círculo central y tomábamos juntos, los tres o cuatro (Pachy se iba por ahí, no estaba siempre) los últimos mates. A esta altura yo tomaba el mate porque no me disgustaba, era algo caliente, me ayudaba a apropiarme de la situación, y lo podía compartir con Marisol. Fernando parecía siempre en otro lugar, en un camino inexpugnable. Hoy digo que nunca confié en él. Vivía en una callejuela interna que comunica Escudellers con Códols.
Los lunes, si me decidía, me gustaba pasar por el parque más o menos temprano para verlo todo sucio del día anterior, lavado el aire por el mar y las ocho horas de la noche. Parecía el borde de una cama en la que no se estuvo solo. La ciudad lunática, ídem. (En verano el Gótico, que es hermafrodita, de noche, se fluidiza). La noche en el parque loco de la lunática ciudad tenía, además de palmeras que siguen por lo menos hasta Valencia, un cielo violeta por la cantidad de luces que la ciudad le tira. De día el cielo se normalizaba y podía ser el techo de cualquier lugar del mundo menos mi ciudad. El paisaje era normal, moros, policía a caballo, turistas buscando el zoológico en el año de la muerte de Floquet de Neu. Una escenografía casi perfecta para alguien que había vivido estacionado en el cajón de cemento del estuario eterno verde y marrón (“estuario cuyas aguas tienen el color del desierto”), como se lo ve desde el avión y se lo entiende en el delirio de antaño.
Pero en general me quedaba soñando hasta cualquier hora. A la noche iba a la jam del Jamboree, en la Plaza Real, reducto guiri y argento. Carlos (de Castelar; la modernidad al palo) una vez me dijo una frase que cada día me parece más sensacional: en Buenos Aires la gente se está poniendo mucho las pilas, están haciendo muchas cosas, muchas fiestas. El tipo que llevaba la jam era un gordo hiphopero con un inglés yanqui perfecto, odioso. Carlos, cuando el gordo se callaba, volvía a su ocupación central, las mujeres de escandinava estirpe, con leyendas que nada tenían que ver con su vulnerado suburbio. Carlos era “el hombre”. Una vez me ubicó en su piso del Borne, después de la jam, lo que yo llamaré una auténtica trasnoche barcelonesa, junto a una sueca amiga de su sueca. El amor sueco, el más ignorante, el mejor del mundo, es oxímoron disimulado, o por lo menos así fue mi sueco amor. Sangre que viene de la nieve, Adele era un hielo derritiéndose sin derretirse, cuando yo (no) entendía que el amor es fuego. Hervía, curiosa, inmaculadamente, en el living del tercer piso de un edificio sin ascensor, más como una zorra que como una perra. Luego nos juntamos las dos parejas a quemar. Carlos puso un disco de reggae moderno, desconocido, cuya tintura hiphopera me recordó al insoportable gordo. Al término del disco volvimos a quedarnos solos. Fue mucho mejor. El amor sueco ya estaba aceitado (lo que vendría a ser no sueco exclusivamente), y terminamos en el efímero balcón, mirando lo que yo siempre me figuré una La Habana boreal y europea, bajo las estrellas del hemisferio norte que le daban a ella, y a todas las otras cosas, cierta preponderancia sobre mí. Volviendo a casa, quizás en la intersección del passeig del Borne con alguna de las Sant Pere, me crucé con un vendedor de diarios. En la tapa de El País, el presidente argentino se sinceraba: “En la Argentina no hay seguridad jurídica para nadie”.
Los martes, en el Konvento, sesiones de espiritismo de quince horas. Como yo no podía acceder me quedaba, casi todo ese tiempo, en el bar. Todavía no se les había ocurrido cambiar la b por una v. Todavía no habían podido avasallar mis referencias porteñas. En Buenos Aires no voy a conventos. En el bar del Konvento, carrer Sant Pere més Baix, había tertulia okupa en continuado. Los presentes eran como siempre, además del elenco estable, los chilenos, Marisol, Fernando, Pachy, Yaiza, Carlos quizás. El problema de la tertulia okupa para mí es que es difícil no decir cosas pelotudas, cosas que no suenen a clase media, a living (y yo tengo mucho living). Por lo tanto hablaba poco. A veces Marisol me parecía distante, y cuando en los intervalos salían los internados con los alfileres clavados yo trataba de mezclarme en la turba para entenderla, alejarme un poco, cosa que siempre terminaba sin suceder. ¿Y si Marisol no existía? Podía perfectamente ser el disimulo de la ciudad, de mi ciudad, y que cierto tipo de soledad había venido, la carne caliente que necesitaba para no morir en vida, perfectamente. La miré: ella estaba abajo mío, también con los ojos abiertos. Me preguntó qué me pasaba. Qué chico tan lindo, y pensé que me clavaba agujas en los ojos. Pero qué te pasa. Así fue como por una vez me hice mujer, ¿es tan obvio? le dije. Me dijo que sí, y le excavé los huesos otra vez, los huesos del cuello y la cadera sin pensar en nada. Los internos flasheaban bien o mal, nunca se sabía, pero entraban de nuevo al salón del primer piso, cerraban con llave y se rearmaba la charla, en la que yo me sentía un exiliado de mí mismo. Bajaba al barrio y aunque ya no era un turista ni un aventurero seguía paseando, feliz o como un idiota fantasmal, por la lunática ciudad. Había, como habrá, un pequeño bar. Pasé ahí muchas tardes feliz por la lluvia y la radio. Decidí que quiero tener un bar, como todos y todas (“yo soy muy de bar”), aunque una vez hablé con el buen tipo y negó que ese trabajo le gustase. Muchas veces hay que ser hipócrita ¿entiendes? Le pregunté por Marisol y me dijo que yo moriría por ella.
Los miércoles nadie sale de su casa, así que muchos de esos días, todas las veces después de instalarme, me quedé sin hacer nada, leyendo en la habitación, quemándome los labios alternadamente con té y café con leche. Sólo un día de estos vino Marisol a alivianar la cueva. La encontré del otro lado del timbre, sin animarse a sonreír, subiendo los tres pisos por escalera y aceptando mi infusión. Su lesbianismo o bisexualidad, aunque nunca supe imaginármela, seguía siendo cosa de chicos. Le gustaba una pequeña habitación anexada a mi cuarto, donde apenas cabía una bañadera. Chapoteamos apretados, ese día, comentando que en la calle el barro rebalsaba el glamoroso invierno de ellos, los europeos. Qué idiotas. Cada gota de su cuerpo brillaba, y me miraba a través de su sonrisa brasilera (la sonrisa de los blancos que viven en las ciudades del Brasil). Es hermosa, pero yo no me podía olvidar de nuestro canal torcido, nunca. En el cuarto la puse bajo las sábanas. Y así, soñando que es un asco o es genial, llegó la cena de comida china que ella me preparó. Quería saber si me había gustado, si me gustaban sus besos. Vino, puso la silla de mi lado de la mesa y quedó a mi lado. Yo apoyé mi cabeza en sus rodillas. Lo cierto es que quizás me gustaba más mirarla a los ojos, a pesar de que sólo a mí se me podía mentir bien.
Mi trabajo me alcanzaba para tomar clases de danza contemporánea los jueves. Un español, yo, y todas chicas. Era una buena forma de hacer ejercicios. Dos o tres pájaros de un tiro. La ducha salía con una presión nunca vista, el español era muy bruto. Me hicieron descuento algunos meses. Una parte de la clase era tocarnos a partir de las indicaciones, y empecé a precaverme de esa naturaleza desatada con calzoncillos slip. Teníamos una sala amplia, aireada, con espejos en las paredes de los extremos, un piso de madera clara muy nuevo, un equipo de música, dos ventanales a la calle y cortinas blancas, casi transparentes. La primera clase me toqué con una chica alicantina, Natalia, y después la cosa fue variando pero siempre, a partir de entonces, con mujeres más grandes y adultas. Pronto el español se fue y quedé como el único hombre. De todas formas nos fuimos profesionalizando y los ejercicios preparativos, sugestivos, le dejaron su lugar a faenas menos instructivas. Llegamos a preparar un par de coreografías, pero un par de meses antes de la presentación de verano se acercó el fin y la fecha del avión, así que no sé cómo terminó todo eso. La profesora (la conocía porque ella pasaba por el parque por su ex, a explicarle que la edad no era un problema, y me hacía el descuento) Eleonora propuso un almuerzo bastante improvisado y fatalmente europeo en su departamento de Avinyó, y ahí fuimos, antes de la interrupción, ella, Natalia, una danesa normalmente deprimida, Nuria y Alejandra. MTV Latino fundó México DF, y Almodóvar fundó Barcelona o la España de los ´90, como esa casa. Lo único gris, ajeno o lo contrario, era la lluvia del fin del invierno (se acercaba mi viaje) a través de la ventana y la oscuridad. Pronto llegó Eleonora (con Natalia y una entradita) y anaranjó todo. Le alquilaba habitaciones a conocidos en común (en Escudellers lo mismo: resultaba ser que yo ya conocía por fragmentos las poblaciones de los departamentos) y tenía el corazón no partido sino pulverizado; a lo que yo callaba, como todo el mundo aprende. Eleonora no tenía problemas en pedir que yo intercediese para aliviar su situación, lo cual no me parecía ni pertinente ni ridículo ni mucho menos ajeno.
Los viernes, aprendí que ser judío puede ser muy cool, tratábamos de hacernos un tiempo, con Marisol, para salir de excursión. Conocimos ciudades y pueblos medievales catalanes. Tener chica es más o menos tener carpa, soñaba; es una relación de necesidad y determinación. Nos encontrábamos en un banco de Plaza Catalunya, de cara al gran reloj alucinatorio, a las once de la mañana, y a las tres estábamos teóricamente entre las montañas. Conocimos varias provincias (el sistema de trenes es muy desarrollado y funciona muy bien), algo así como el alma de Cataluña, con los mismos supermercados que se ven en mi barrio en Barcelona (Bonpreu, Lidl, Champion). Los paisajes pirenaicos (esencialmente, lo que yo buscaba, esos rayos –inclinados veinte grados- dorados sobre la piedra amiga) no eran para nada como nosotros, no reflejaban nada, no había tal descubrimiento paralelo. Cada lugar era indudablemente más sereno y hermoso, más evocativo, que el anterior. En general tenían la forma de aldeas que existen insistentemente. Diez casas, un almacén, una o ninguna oficina gubernamental. Del otro lado de las montañas, quizás, restos del exilio español, ese que describía el sol del otro lado. Aquí, Marisol y yo, plantábamos la carpa entre estos colores invernales. Siempre me tentaba entrar en las pequeñas dependencias de la seguridad social, conocer a los doctores, los pequeños y nuevos consultorios (en Barcelona el sistema está atestado, la gente rebalsa, los doctores nos miran como a locos y no tienen tiempo para nosotros). En Cadaqués, la recepcionista uruguaya me hizo un sobreturno y a la madrugada compartimos un mate, los tres. Toda la delegación en el Alto Empordá era muy amable: no así el grueso de la de Girona; nos fuimos unos kilómetros más allá. Marisol, vivísima. Los malabaristas, dicen, los hay de aire y de tierra, y las parejas se arman con cargas homólogas. En fin, nos tirábamos bajo las nubes, Girona creo, un lugar a cielo abierto como una daga para sangrar, los cuerpos cansados. El cansancio de la culpa y la inocencia, campamentando al atardecer. Sendas imágenes, la desmaterialización de un enfrentamiento indeciso, imagen de dos sendas. Acostados en un parque, temerosos de la feroz policía pirenaica (famosa por su tendencia a la corrupción, el anarquismo y la tortura), amagando una felicidad sexual bajo el tsunami del miedo. Le dije, nena, ¿hoy…? A lo que ella claro, sonrió, funcionando como azafata o encargada de embarque, metáfora idiota y más sabia, del futuro y más del pasado.
El sábado era el día del alivio y la depresión. Cada siete días jugaba a volver. A veces simple fantasía, a veces ordenaba un poco la ropa, a veces la metía en una mochila, a veces bajaba a la calle y me metía en el andén del tren. Todos sabemos cómo ir del centro al aeropuerto del Prat. A veces escribía un poema, o lo continuaba, el mismo, que decía “algún día voy a volver” y luego alegorías y analogías, “lo único que tengo en la vida”, lo único que veía en las uniones de Corrientes con Rivadavia y las de la Rambla con el Montjuic y el Poble Sec. La misma luz nocturna, la misma orientación de apertura. Volví, volvía, siempre a casa, a seguir imaginando. No extrañaba, porque extrañar es lo que pasa en la infancia, cuando a uno lo dejan, etcétera. Me imaginaba la Nueve de Julio a oscuras, el centro de una aldea precaria en lucha contra el río (lo anti del reposo pirenaico). En realidad, cada sábado a la noche salía a llorar por las plazas a oscuras, con mi libreta de anotaciones, de doce centímetros por ocho. Atrás de la Catedral, en los escalones, me trasladaba abstracta y mecánicamente a otra ciudad, la ciudad de la que me había ido infeliz (nunca una condición como un plano) y a la que volvería el día que el amague se me fuese de las manos. Arrancaba entre la una y las tres (hora de cierre de todo en la superficie) y volvía cuando venía el día, limpio por contraste.

Hoy, en Paraguay y Coronel Díaz, me entero de la muerte de Fernando, quien tampoco mereció mucho, sobredosis en el tercer piso del Konvento.

jueves, julio 14, 2005

El comienzo de Diciembre

El comienzo de diciembre marcaba siempre para Lalo el comienzo de una gran ficción. El término final de los años, el espacio vacío donde todo se confunde, significaba en él una lenta pero decidida vuelta a un imaginario que con la vida se le había asentado en algún lugar de la visión. Cada nuevo año lo que le sucedía mezclaba el sabor endulzado de su vida pasada, decía él, con la vida que, cambiando, aún era pasible de ser traducida a tales viejas formas. Ese angustioso tiempo fijo le parecía de una belleza indescriptible. Era la puesta escenográfica, hecha de trazos y colores justos y perfectos, de el comienzo de su vida. Lalo situaba este comienzo más o menos en sus diecinueve o veinte años, en el cuadrado recortado de las calles Dorrego, Santa Fe, Canning, y Córdoba.
Cómo contar, cómo estructurar ese caleidoscopio, complejo como el de una población, apenas le importaba. Cuando era el momento se dejaba abrazar por ese bosque móvil en el tiempo e inmóvil en el espacio. La calle Gorriti, cruzar Juan B. Justo tratando de mirar lo más posible los terraplenes y doblar en Serrano, hablar de las mujeres que empezaba a conocer. ¿Cómo contar eso? Sin motivos concretos, ya hacía años que a los cuatro vientos gritaba:
- En Buenos Aires los veranos son perfectos: bicicletas, porros y amigos.
Y eso que él llamaba “veranos” eran dos o tres recuerdos indelebles, únicos, quistes de angustia alegre que en su momento le habían dado la impresión de salir a un mundo nuevo. Cierta tarde en que, imprevistamente en lo de Nico, se encontró con un nuevo plano de la tarde posible. En la casa del pasaje (que hoy ya no alquila) el anfitrión y Ernesto quemaban velas marihuaneras, escuchaban reggae. Esa noche había un recital inmenso en Vélez de un grupo californiano. Se estaban entonando para el debut de la pepa en sus vidas. Entré y, creo, nunca había estado en esa casa habiendo luz natural. El techo de chapa verde nos dejaba nadando en una claridad opaca, en una idea de ciudad naciente y atemporal. Ernesto y Nico flotaban en la realidad, y formaban parte de ella. Era la época de lo que tiempo después se calcula como inocencia. Lalo comenzaba a mirar la realidad con cierta alegría, cierta atmósfera femenina que se plegaba una y otra vez sobre el sustrato gris. Todos los cruces de las vías que dan a Juan B. Justo eran fuentes de felicidad, pepitas de oro.
- Si se pudiese ser invisible, yo caminaría por acá.
Eso decía mirando el fondo de las torres más exquisitas de la ciudad, sobre el turbio escenario de las casas tomadas y la vagancia perdida entre taxis y las casas tomadas. Caminar absorto en el silencio desierto de los oasis ferroviarios, chupando el cáliz solar.
Realmente no había acción, sólo el falso momento presente del aire con lluvia a un día, el extremo sabor a pared de casa. Una noche se pegó como idiota al parlante, era Mick susurrándole a las generaciones, y se desesperaba de no poder ser eso. Los chabones se enorgullecían (u orgulloseaban) de cuánto porro fumaban, patético. Era una esfera a veces patética. Se compró dos camisas. Llamó a Mariela, que vivía en lo desconocido, atrás de Warnes, y por primera vez sintió una tarde dándole vueltas por el cuerpo: una tarde gris, de nubes que no importaban, o que importaban para bien (como en Londres). Llegó y los co-madrijim se despidieron haciendo bromas. Era esa una nave sentimental, aunque con ella no le pasara nada. Miraban videos y franeleaban hasta que el padre de ella llegaba y bajaban a cenar, él distendidísimo y juguetón, ella tensa. Se tomaba el 15 de vuelta a su casa. Preparando un viaje, en busca de artículos de montaña, viviendo en el cemento veteado de Canning. Pasó Nico en un auto y no le vio las rastas. Todos en el Uruguay, en la terminal empedrada de Buquebus, lamiendo el oro secreto de la ciudad. Él tomaba Corrientes en Chacarita, Shoyjoy se sumaba en Juan B. Justo, El Náufrago en Angel Gallardo, Slatcha en Lavalleja, Dami en Callao, y bajaban hasta el fondo, los diques, la noche casi siempre vacía, y tomaban helado, llegando sobre la angustiante hora de cierre, para volver por Córdoba juntitos y enloquecidos, toreando colectivos. Luego la escisión. Córdoba se abría en Angel Gallardo como el mundo en dos mitades, y algunos, o todos, se iban para la izquierda, para las tierras del centro, y él a la derecha, estoicamente. Paraban en la gasolinera que divide, se bajaban unos minutos.
El juego se dejaba mostrar con el tiempo.
Si se pudiese atravesar el calor y volar a diez metros, agarrar un excedente de lo que el día dejaba. Las mujeres abrían sus piernas, creo, y dejaban el perfume austero en el aire. Estuvo girando por San Telmo con Claribel, cuarenta y dos, ciudadana de Miami, argentina. Subieron al delicado loft sobre Chile, chocaron, sin entenderlo, le chupaba la pija y besaba sin lengua. No te vayas, no te vayas, decía y susurraba la pintora del financista. Esperando el 152 en Paseo Colón, loco por contarle a los pibes, comentaba con ella el suceso contravencional sobre la magnífica avenida Independencia. Claribel querida, después pagó un telo en el infinito encierro de Congreso. Buenos Aires se definía, desde ese lugar, porque la cúpula verde del parlamente era visible bajo el agua de todas las duchas de la zona. Tomarse encima una Coca en pelotas, sobre el plástico cortante de los vasos, rentada por las acciones de Jimmy, pasar la tarde suave y rajar a Constitución, a Mar del Plata, a ver navidad desde el tren y contarle a los pibes. Los suburbios pobres y sus cuotas de pólvora, el brindis con las familias de la clase turista, el caño en el baño con el compañero súbito. A veces el tren frena en el medio del campo. Bajaban y apenas el vagón se movía había que subir, enseguida porque a los diez segundos ya iba rápido. Riéndose asustados se empujaban, porque el peligro de quedar abajo existía. En Mar del plata (donde cinco días al año regían estas leyes) todo, para Lalo, era caminar, comer engolosinado, fumar. Salían por separado, dos grupos, y las noches con su ir y venir constante los juntaba y los dividía, y a veces Lalo quedaba milagrosamente solo, y pelaba una tuca y tocaba la guitarra. Hasta que caían todos o algunos y la noche se rearmaba, buscaban comida y todo volvía a empezar. Cinco días y el último día del año volvían a la ciudad. Esa noche la fiesta era larga, se cruzaba gente antigua y el sol del próximo año llegaba con su carga de tiempo. Por eso y por los petardos no se podía usar ojotas, como correspondería a toda época de ficción, sino zapatillas y pantalón largo de una tela que al tiempo estaría rota y podrida o gastada. El 168 lo devolvía a la cama, porque todavía no se estilaba caminar como locos hasta el sol del mediodía. Esa noche reverberaba en barrios multiplicados, y un par de semanas duraba la explosión.
En vez de Mariela Lalo podía prenderse de otra, e intentar estacionar viendo. Magdalena, la del reciente y tardío debut, confesora de promiscuos veranos. Habían entrado en el cuartito de ella, en Punta Mogotes, y ni la luz se le ocurrió apagar del susto. Luego la rotura del profiláctico. Lalo dormí, se decía, se rogaba mientras ya veía una parrilla de luz sobre la pared. Magdalena era morocha, oscura, cristiana. Una chica dispuesta a proponerle su departamentito alquilado con dos amigas (que se quedaron con los pibes, buscando) en Punta Mogotes, a abrazarlo para dormir y a ubicar su culo en el miembro de Lalo. Después resultó ser algo así como la mejor amiga de una conocida, que viendo fotos se habrá enterado de que Lalo era o había sido virgen. Magdalena, abanderada discursiva, para Lalo, de lo erótico anal. Tenés bastante información, le dijo, con la luz amarilla del techo prendida, al flaco que con alucinada intriga veía una cercana penetración hacia sus pies. En Mar del Plata los pibes se obligaban a no ir sólo al casino, con lo cual la hora fijada para poder empezar lo que de cierta forma era la verdadera noche era las dos de la mañana. Helados, cualquier cosa hacía pasar el tiempo con el fondo de playa. Se balanceaban, Lalo y sus amigos, en una peatonal lunática revuelta con polvo cósmico, de estrellas. Un fast-food cerrado sobre la peatonal había facilitado el debut de Lalo, de hecho. Cartas sobre servilletas resbalosas con estampilla de tuco certificado. Un abordaje lento. Un primer beso frente al amanecer azul de la Bristol. Y a las dos marchaban distraídamente rumbo al mar, al casino, arriba los valientes y abajo los modestos. Una fiebre los embargaba. Salían contándose los saldos y armando un porro, que con escala en el departamento (el departamento de la abuela de Lalo, además) se hacía churros en una ventanilla para servicio nocturno. Lalo y sus amigos amaban a ese hombre, fuese siempre el mismo o cambiase. Sumaban con dificultad la distribución de las variables: chocolate, dulce de leche o crema pastelera. De vuelta en el departamento Slatcha preparaba café (de existir, con una tuca entre los dedos) y medio sumergidos se iban a dormir. Quizás el hecho capital, la parada del 168 de Zapiola y Lacroze: ahí había pasado el liviano tiempo de la adolescencia, a metros de una lujosa rotisería y casa de comidas para llevar. Ahí le había robado el punga, ahí despedía a los amigos que poblaban el sionismo de Villa Crespo, ahí llegaba en el drama de los domingos horribles. Como el infinito, los cambios la mantenían inalterable, y a lo lejos, si se encontraba de paso en otro país, Lalo la recordaba linda, como sus televisores usados y sus cajones de verdura, en la única realidad posible de Colegiales. Realidad que se desplazaba con su eje de calles Matienzo y Jorge Newbery, donde hay plazas y baldíos donde ver el atardecer, hacia Dorrego con el punto límite del Mercado. Ya eso se hacía zona de Juliet. Juliet era muy importante en la ficción y había sido alguna vez importante para la realidad. Rubia, celestes los ojos, dueña de una personalidad nada maternal y de unas tetas inmaculadas. Hablaba con lo lánguido del lenguaje salvo cuando se reía, y uno de los sueños más perfectos era éste: verla desperezarse en un colchón comodísimo, entre sábanas blancas y plumas de ganso. La luz, limpia, entrando en la mañana, en un piso paquete de ventanales amplios. Se le verían la cara, el pelo, los dos brazos y la espalda. Sería una gatita, una cachorra felina. Vivía (como hoy mismo) en una casa en la calle J. A. Cabrera. Allá solía recibir amigas, tomar el helado de frutas más caro de la ciudad y tocar la flauta. Podía ser un barrio en el cielo. La miraría con un café con leche de color perfecto, cuyo vapor se haría ver al pasar cerca del rayo, sentado en una cómoda silla de mimbre y acomodando las patas flexionadas en un mueble. Ella, con lo poco importante que era, tomaría un té liviano en una taza redonda y blanca, aún recostada, mientras afuera en la ciudad todos los hombres vivirían escenas parecidas con mujeres no tan hermosas. Un barrio como el verdadero, en las orillas del ser. Lalo veía crecer proyectos gastronómicos y niños limpiaparabrisas como en un sueño, como en el tiempo. La calle era vertiginosa y pronto llegaba el cruce de vías. La sombra de los sauces muertos que era invisible. Juliet siempre quedaba del otro lado de la puerta, blindada, pero como dato era menor. Ya subir la cuesta del paso a nivel, bajarla, oprimir la luz que tapaba las casas sin enfrente, era Juliet. Por eso, y por cosas más graves, entiendo, se ha dicho que los significantes quedan y los significados pasan. Ella era lo que la rodeaba, los lugares en los que no aparecería de casualidad junto a él, o donde en ese caso hablarían cinco minutos. Luego seguiría, él, en las sendas perdidas de los supermercados, del futuro, de la intriga de las amistades y del propio lugar.

viernes, julio 08, 2005

Anthology

Con los años, la búsqueda de metáforas, de predicativos subjetivos, de analogías, parece agudizarse. En este caso se trata del principio de los Anthology.
No es, como yo creí en la adolescencia, un hit, canciones cronológicamente ordenadas y voces prolijamente repartidas y documentadas que hablan. Puede ser eso, pero es mejor, más entretenido, pensarlo como una verdadera arqueología. Primero esa canción, Free as a bird, que barre inmensas masas de tiempo. La voz de John desde un tape encontrado, los muchachos tocando, todo bárbaro. Sonido perfecto para conocer el mundo en el que vivimos y la confirmación de que el balazo fue real.
Luego John habla, cuenta la despojada historia, éramos 4, nos fue muy bien, etc. Las épocas de los dos primeros tracks son como la muerte, el vacío marcado y un silencio, una tranquilidad, una ciudad de noche (exactamente diez años antes: 8/12/70) que todos escuchamos que va a explotar.
El tercer track empieza con un instrumento que no reconozco, pero que interpreto: una melodía anacrónica, 1958, los cimientos bajo tierra de la maquinaria beatle. Una canción de Buddy Holly y una segunda voz que ya es cualquiera de las de la gloria.

viernes, julio 01, 2005

Superchango

El rock es, también, las condiciones del rock. Toda gran propuesta rockera-musical es entendida al mismo tiempo como una propuesta y una muestra acerca de una forma de vida. Escuchamos a los Doors y escuchamos que vivían en L.A. en una especie de pecera de fiestas y drogas. Escuchamos a los Ramones y están en un sótano de Nueva York. Sumo es el posible sótano reggae de Buenos Aires. Calamaro es el sentir burgués de una tarde-noche y los Piojos es la vivencia del anochecer en el conurbano.
Así las cosas, ¿era posible hacer rock en la Argentina en 1996? No me refiero al rocanrol futbolero ni a un disco de los consagrados del rock nacional. Me refiero a la posibilidad de que una banda nueva saque un primer disco que, además de escucharse en la línea clásica del rock, postule una forma vital (y por supuesto genuina) del género. Un territorio tomado por Mauro Viale, por Bernasconi, por Menem, por Salas, ni siquiera parece algo contrario al paraíso, ni siquiera ayuda en ese sentido.
La respuesta afirmativa que posibilitó la pregunta es Superchango, de Superchango. Cinco muchachos en el Tren de la Costa que con catorce canciones dibujan una Buenos Aires creíble y descontrolada. Al comando van Andy Fejerman (luego Andy Chango) y Pol Medina (luego Pol Chango). Del tecladista Absatz se sabe que en ese momento enseñaba en la ORT… El flujo es canchero, beatle. La ciudad (amigos) es el paraíso (chicas) a construir entre drogas y departamentos.
Pasaron nueve años. Superchango permite fantasear una fuerza posible y también tiende al pensamiento llano: el ´96 era una mierda. De lo que se habla, entonces, es siempre de batallas ganadas.

El disco aún se vende a $3 en algunas disquerías de la zona del Obelisco y Avenida de Mayo. Una vendedora, mientras revolvía la mesa de saldos, me dijo: “Siempre tuve ganas de escuchar ese disco, porque viene cada uno a buscarlo…”.