lunes, junio 27, 2005

El escritor argentino y la tradición

viernes, junio 24, 2005

Fronteras, límites

Acoyte y Angel Gallardo: se impone la reflexión, ante la colisión de paradigmas estéticos y linguísticos. El margen apenas resiste la tensión inestable de las fronteras significantes. Caballito discute con Villa Crespo y ese par centrífugo se extiende en legítimas manifestaciones: el tren contra Corrientes, las mujeres hermosas contra las comunes, el burgués optimista contra la pauperización del kiosco, Rivadavia contra Corrientes, la cruz contra Yahvé, las cafeterías tradicionales contra las pizzas, el falsete futbolero contra la barra verdadera de Atlanta, territorialmente.
La lucha es incomprensible, porque ¿a quién se le ocurrió que podrían tocarse? Con el error consumado tratan de organizarse y preparan la próxima estocada, queriendo que sea la final. Desde el lejano mundo (son pocos los lugares que no presentan condiciones estéticas) les llegan noticias de otros conflictos de mente humana: Resistencia y Corrientes que se arañan y escupen proponiendo por otro lado cardos y esteros, pastizales y selvas; Rusia y Afganistán, milenaria puja del desierto y el polo. El país de la Ruta de la Seda se queja en la ONU de que con la llegada del capitalismo los moscovitas no hayan suspendido sus envíos de nieve y vientos helados. Los rusos, en especial los separatistas, niegan que en su país haya desiertos ardientes.
Otro foco a no perder de vista es el que marca la división de la provincia de Buenos Aires con la de Río Negro. Los habitantes de Viedma y Bariloche desconocen el derecho de los de La Matanza a compartir con ellos kilómetros de vida en común. El paisaje que los identifica es objeto de diversas interpretaciones, y la clave bonaerense apenas comprende el mensaje patagónico. En el mismo sentido, pero opuesto, el agua de los ríos compartidos es percibida con desconfianza por los del simbólico Sur.
Lo mismo sucede en la avenida Córdoba, entre Mario Bravo y Gallo: a unos les molesta vivir frente a Almagro, otros niegan vivir frente al barrio de la Recoleta. La fricción es a flor de piel, aunque muchos ignoran sin saberlo las pautas jurisdiccionales. El solo hecho de vivir en la zona los obliga a especificar de qué lado viven, siempre con orgullo (a veces acentuado inexplicablemente en los que se consideran de barrio). Cabe aclarar que, dentro del norte de la ciudad, estamos frente al barrio más caro y uno de los de nomenclatura más barata. La pregunta, que ya es por la rosa y por el Nilo, es si en las letras de Almagro está Almagro, y toda la Recoleta en la palabra Recoleta.
Hay quien jura que al terminar Coronel Díaz y transformarse en Mario Bravo (recordemos: la avenida Honduras a la derecha) el índice de refracción de la luz cambia y la materia se quiebra por unos pocos milímetros fugaces, dando lugar a todo tipo de interpretaciones y figuras.

viernes, junio 17, 2005

Total Interferencia

No escuché Influencia* pero espié la portada. Nos mira un Charly de frente a bigote, teñido de rojo, cómplice quizás. Es una mirada amenazante que ambiciona desnudez o miedo. Ya no estamos frente al glorioso fumador canchero e inquisitivo que se sienta contra el graffiti neoyorquino (ahora Absoluto) a pensar en el blanco del corazón. Ya no es todas las letras escritas a mano copulando en degradé con la realidad en las bateas y en la realidad de las estanterías, ni el Pianista Pirata. Charly nos mira, ¿torpemente?

No hay que hablar poéticamente de la poesía, pero debo decir que escucho religiosamente varios discos de Charly. Piano bar, Yendo de la cama al living, Cómo conseguir chicas y Parte de la religión son planos de mi vida, películas que recubren y acompañan momentos muy claros o muy definidos de una rutina incalculable. Charly es, ya se ha dicho y mucho, la antena máxima de esta ciudad (Buenos Aires) y su obra, en tres décadas, se fue y se sigue fundiendo milagrosamente con otras obras, pequeñas y propias, que son formas individuales de un sustrato imaginario, de una experiencia intensa.
Escuchar sus mejores discos comporta una aproximación a su jugada perfecta, la de quien se para en el medio de la escena y planta la matriz que no puede dejar de convertirse, y de convertirlo, en centro. En realidad son dos las escenas: la artística y la emocional. Charly está en todos lados: los discos que uno escucha prefiguran y construyen las ciudades en las que uno elige vivir. Esas ciudades que se viven pero que no aparecen en las tapas de los discos. Son construcciones simbólicas, musicales, imaginarias. Escuchar es escuchar solo y es escuchar con nuestros amigos conocidos y desconocidos el planteo de lo implanteable, la respuesta que se confunde con la pregunta, que genera la pregunta, y la pregunta que altera todas las respuestas. Últimamente descubrí Cómo conseguir… y Yendo… En Yendo… hay una canción, Superhéroes, que dice toda las mentiras y toda la verdad. La fantasía es innegociable y es innegociable la realidad, y en esa sanata pop se reproduce invariablemente el mundo. “Formamos parte de tu realidad”, dicen los personajes de la maqueta.
Cuando escuché Piano bar, o cuando dejé de escucharlo, el sonido, el disco, fue lentamente ocupando el que para mí es el lugar de la música en (de) Buenos Aires. Quiero decir: esa música es la música de la ciudad (de la ciudad de mi clase), ése es el sonido que fue de Gardel y después de Piazzolla. Charly es nuestro Kafka (como Gardel fue Dante y Piazzolla Shakespeare) porque es difícil pensar, colectivamente, en otros términos emocionales que los que él derramó. (Transformador).
Me pregunto si el arte es universal; evidentemente no, y me cuesta creerlo. Porque esta ciudad está plagada de él y viceversa; hay un consenso. De noche, en los huecos de los edificios, se oyen los ascensores y se escucha Charly. Por lo menos eso me pasó a mí una vez, y creo que fue suficiente. La cópula es constante y realizamos la realidad en símbolos íntimos. Circula la realidad y circula la palabra: si no fuera así, estaríamos muertos y seríamos otros.
Juzgo que la relación de Charly con la música, con el sonido, no ha cambiado. O mejor: no ha empeorado. Aún en el último tiempo, sus producciones muestran una forma única de aproximarse a las posibilidades que ofrecen una guitarra, un sintetizador, un teclado o un disco. Sin embargo, me parece que por el lado de la palabra (del discurrir de la vida) Charly se perdió. Antes, en la oscuridad de la comunicación, nos obligaba al espejo, a vernos solos o multiplicados. Entiendo que ahora (El Aguante, Influencia) se resigna a posar desde una extraña y ambigua condición de rehén, a mirarnos desde lo rojo y no de reojo, a apelar al tono de un género y a lo general de lo explícito.


* Finalmente escuché Influencia, tiempo después de escrita esta nota. Me parece que Charly avanza en su regresión pop beatlesca, cada vez más apegado a fórmulas poéticas del género. En relación al sonido sus concepciones siguen siendo, entiendo, únicas.

viernes, junio 10, 2005

Tropos

Hay un par de ejes en los que estructurar el crecimiento que se cree haber tenido. Voy a notar dos, Corrientes y El amor después del amor, uno sintagmático y otro paradigmático.

a) La avenida Corrientes, el avance sobre el centro. Hice la primaria y la secundaria a la altura de Serrano. Pero viernes y sábados, a partir de los quince años, los pasé en Almagro, sobre Perón, precisamente entre Bulnes y Mario Bravo. Mis primeros recuerdos de este período adolescente tienen la inevitable luz y claridad de lo improbable o lo irreal. El sesgo del crepúsculo. Mis compañeros y yo formábamos –éramos- un grupo, una kvutzá, y una tarde de sábado (muy al principio de todo esto) nos empezamos a encargar del color de las paredes de nuestro jeder. Fuimos a una pinturería sobre Corrientes: teníamos de madrij al Chino. Gadi no sabía que viviría en Canadá. Recuerdo poco a mis compañeros: éramos chicos comparados con los que llegamos a ser (los que somos).
Varios años pasaron, hasta que conocimos Paraná. Recuerdo una vitrina con equipos e instrumentos de música, y una sensación de estar lejos, y de saber que sólo un colectivo me conectaba con lo reconocible de mi vida en la ciudad. Esa esquina, la de Corrientes y Paraná, era oscura. Llegamos ahí para cenar por un cumpleaños (ya teníamos diecisiete años) y encontramos un lugar de pastas barato caminando dos cuadras para adentro. En la oscuridad repleta de cosas, la libertad era oscura y tensa.
Nos hicimos más o menos grandes. Empezaron las noches “locas”. Salíamos muchas veces los chicos solos, sin las chicas. Muchas veces tirábamos la noche en la patética búsqueda de porro. Muchas veces terminábamos en la Nueve de Julio. El odioso McDonald´s de las horas de la noche me servía de metáfora para una adolescencia en la que no tenía lo que quería, en la que no estaba donde quería estar. (O sino rodábamos por las estaciones de servicio, amparados por las heladeras y las veinticuatro horas de televisión).
Digamos que el avance sobre el centro se precipita con el paso siguiente, que es el del descubrimiento. Reconocerse como porteño y como destino, pasar a establecer algún tipo de relación (metafórica, o sinecdóquica) entre lo interior y lo exterior, la palabra propia y el discurso autónomo, la parcialidad y la alegoría, lo propio y lo vasto, lo conocido y lo desconocido. (Corrientes y Callao y yo).
La llegada al Bajo está signada por, o mejor, es una maduración. Súbitamente el pasado (los últimos treinta y cinco años) es visible, posible, imaginable, y la tarea, vaga y general, consiste en definir sus categorías de todo tipo y a partir de la fantasía adaptar lo por vivir a esos cánones de conciencia. Por ejemplo, ser bohemios, ¿no? Descubrir el norte, el sur, las calles especiales para uno, las tardes de deriva, cuando nada te importa en la ciudad…

b) Hay como una ética de lo neutro que valora más la palabra “diferente” que la palabra “mejor”. Esta última es menos popular y más escabrosa porque supone la idea de un juicio definido y personal. Creo que ese juicio es inevitable, y que, finalmente, la tibieza de la indefinición es fingida y cómoda, y forma parte de una realidad impersonal a la que nos dirigimos.
Voy a tratar de ir en otro sentido. Creo que El amor después del amor es un disco que fue cambiando, y que el cambio es ostensible. Quizás en la adolescencia quedábamos fascinados ante La rueda mágica y Brillante sobre el mic. Después venía un pelotón de canciones también buenas o muy buenas (Dos días en la vida, Tráfico por Katmandú, Pétalo de sal, Un vestido y un amor, Tumbas de la gloria, Creo, A rodar mi vida) y después, atrás, canciones que pasábamos (bien dijo Mauro Libertella que El amor… es el paradigma del CD, en oposición a otros medios de reproducción, principalmente el cassette) incluso con alguna burla, como La Verónica, Sasha, Detrás del muro de los lamentos, Donna Helena.
Se puede matizar: alguna vez intuí, con menos de catorce años, que en la relación de “no sé si es Baires / o Madrid” con el sol que se escapaba sutil había algo que rompía el orden y creaba una palabra indescifrable. Quizás no esté de acuerdo con mi elogio de la madurez.
Pero suponiendo que sí, dado que es la condición de seguir, buscábamos en las canciones otras cosas. Partiendo de esta evidencia, creo que lo significativo o singular está en el hecho de que el recorrido es identificable más allá de lo individual, y no sólo tiene sentido sino que es entendible y traducible.
Por un lado está la cuestión de qué llega a partir de la misma canción en distintas vidas. Por ejemplo, Pétalo de sal o La rueda mágica. Qué se entiende cuando ya hay algo que se dejó atrás y que se mira, cuando hay un tiempo digerido, cuando naturalmente se vive más y mejor. Creo que esto puede ser una diferencia íntima, porque el matiz que diferencia se expresa tibia y sutilmente (aunque el efecto sea general y contundente).
Por otro lado hay un fenómeno más bien material: qué partes del disco, que antes se salteaban, ahora son centrales. En mi caso, sin dudarlo, puedo decir que La Verónica se define por haberle dado al mundo una vuelta que no conocía. Definir esta óptica es imposible: la distorsión es la única manera de acceder al destello. Sé que están involucrados el mar, el amor, el sol, la cultura, pero no sé cómo. O sí: utópicamente, es decir, negados de su realidad inmediata.
Detrás del muro de los lamentos es otro de los descubrimientos tardíos. Alguna vez, a esto me refería antes, incluso me burlé simulando o exagerando un aburrimiento. La canción, sin embargo, propone un muy buen Páez, algo marítimo, con la cuota de luz y velas al viento. (Son varias las partes en las que el disco tiene un aire mediterráneo).
Sasha… es quizá el último descubrimiento de importancia, ahora que es posible escucharla sin la partícula de esnobismo que siempre la acompañó (masivo bautismo de mascotas). Esa guitarra… La canción está en ese confín orientalista de la obra de Páez en el que la mirada está, como dice la receta clásica, más allá de la aurora y el Ganges. (Pensar en Cacería, en esa reproducción salvaje de los barrios y la tarde).
Y llegó hasta el bar.
Cuando salió, me lo compré y también me lo regalaron.

a Ica, por el último gran disco.




viernes, junio 03, 2005

Calamaro

Cosquín. En una atropellada maratónica que nos dice, sensacionalmente, que ésta música viene sonando hace años río arriba, la batería marca que el umbral de la canción, en un instante, quedará atrás. Los ritmos de las guitarras de El Salmón identifican lo que sucede. Me siento igual que en el medio de las peripecias de la satisfacción sexual. ¿Es ésta una peripecia ajena, una experiencia ajena? Una voz emerge de la incertidumbre: inexplicablemente, porque lo que tenemos enfrente demuestra infinitamente su posibilidad vital antes que su naturaleza musical. La garganta derramada del Cantante es casi irreal. Se traduce instantáneamente un mapa grabado en el aire de la estrella. Calamaro presente es un mínimo y un cómodo oxímoron, en cualquier acepción. Su voz es un hecho y un recuerdo que olvidamos y nos sorprende. Recuerdo leer en el pasillo de izquierda de una Facultad en Buenos Aires: “Hoy: Fidel Castro”. Es sencillamente como pensar la presencia de Jesús en una misa.

El Salmón. La primera canción de la noche explica, ella sola, estos años del Salmón. Las mismas palabras, que ya son otras, girando en un contexto atravesado por la fuerza del tiempo, hablando de algo distinto, más denso. Cantar lo que se cantó que iba a pasar
[1]. La pátina de trivialidad calamaresca se hace heavy. Una canción liviana que se estuvo transformando, añejando, hasta hacerse otra. Los verbos en pretérito perfecto cambian, los cantados esta noche hablan más y mejor de la vida que los del lejano y recién estrenado disco. ¿Qué hicieron Calamaro y el tiempo para que el día que Andrés cantó en vivo El Salmón este hit sonara semi-bíblico? “Quiero arreglar todo lo que hice mal / todo lo que escondí hasta de mí / Quiero contar lo que sólo yo sé”. Cuesta entender lo que sucede. Lo último que vimos de Andrés (sin contar su épico momento en las pantallas de Crónica TV, un día gris, cuando, de incógnito en la marcha del 24/3, lanzó solamente las siguientes palabras: “situación de barbitúricos en sala de ensayo”: única aparición público en cuatro años) fue aquel video en blanco y negro, caminando en un campo a cielo abierto, y así lo imaginamos hoy, años después: cowboy cocainómano cabalgando en la noche cordobesa, y un teclado. Hay un anacronismo evidente y una nueva clave. Quizás la voz más raspada y menos arenosa nos permite la razón de un tiempo transcurrido entre sombras, no sólo para él. La imagen subterránea de una música pasada invade la vida con su silencio de años.

La tristeza. El mundo imaginario de la vida privada y emotiva de Calamaro se esconde, por ejemplo, en una frase de Gaviotas: “Y me quedé / sin tu foto en el cajón”. La tristeza es su marca, por cómo está planteada, de autenticidad. Esta condición indecidible, este juego doble de brillo patético, lo condena (dulcemente) a ser, del estrellato, el paroxismo, la paradoja y la parodia: una exacerbación, un acceso violento (recordar el episodio de Tower, jugando al béisbol con los discos de García), una imitación burlesca, una aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera.
Si lo que se narra es cierta temática social (En un hotel de mil estrellas), la perspectiva es siempre la del recuerdo, el pasado, la miseria sentimental. Todo presente es circunstancial o individual. “A los amigos ausentes” es la línea fija que vive en los textos, en las dedicatorias de Andrés
[2]. Palabras atemporales que leen y se leen.

Discursividad. Será obvio, pero es parte del razonamiento: Calamaro no es García (que nunca escribiría “lo importante es que nunca pude hacerte sentir mal”) o Páez. Si se lo escucha en esos términos de comparación, probablemente no lo entendamos o lo entendamos con una sensación de pobreza, viéndolo como un amplio conjunto de armonías simples, de rimas por momento irritantes. (No es su obra siempre así, pero suele serlo aquello que se difunde). Paradójicamente, es fácil encontrarle (tanto en los discos como en la charla social) una poética inconfundible. Calamaro es un artista que no depende particularmente de su música. Inversamente, sus canciones dependen mucho de él. Dice Michel Foucault en ¿Qué es un autor? que el nombre de autor es el equivalente de una descripción: el nombre de autor aparece circulando irremediablemente en el texto. El autor es clave de interpretación y es clasificación, en este caso, sentimental. La que tiene autor es una palabra que debe recibirse de cierta manera. Calamaro quizás sea esa manera, ese código emocional de frustración, alegría y generosidad. Y más: Calamaro no sólo produce sus textos, sino que además se lo puede ubicar en relación a toda una serie de autores y canciones que llevan su marca. Es lo que se llama fundación de discursividad. Además de su propio repertorio, su obra produjo y produce la posibilidad y la regla de formación de otros textos, de otras canciones. Todo el mundo reconoce que es fácil copiarlo, pero nadie (éste es mi intento) puede plantear (ni creativa ni críticamente) la clave de recepción de la que él es sujeto. Hay una forma que se difunde y se aplica sobre la experiencia: ese haber podido nombrar (y bancarse, en esto, no ser un genio incomparable) es el mérito de Calamaro.

Madrid. La particular lucidez de las realidades oníricas. Con uno, las canciones pasan del otro lado, y aquella luz lejana que de algún lado nos llegaba (escuchándolo en Buenos Aires) ahora nos quema los ojos. Propongo, si se lo quiere y puede experimentar, Hasta luego: 1991-1996. No tiene esto que ver con qué tipo de vínculo concreto tenga Calamaro con Madrid, por ejemplo. La pregunta es por cómo se construye la imagen de un lugar desconocido, y de alguna forma querido, a la distancia
[3], y del encuentro con esa imagen personal. La voz de Andrés se nutrió siempre, entre otras cosas, de la alucinación recurrente sobre un país, y su carácter fue doble. La conjunción de esa voz con la evidente realidad de la alucinación (porque España es singularmente lo que parece) produce efectos indudables, como el de querer, como prueba, salir de esa realidad perfecta, ese anverso, y no conseguirlo.

El Luna. No es Madrid. Varios miles de almas, como yo, respiramos el aire del día yéndose con alguna tensión. A la mañana, alguna niña se despertó feliz. Para la popular (de cuarenta pesos), para el campo, vuelve Andrés esta noche. Se viaja (la mirada es lo primero) por una ciudad colocada. Es, digamos, una visita. Una coincidencia.
El inconfundible aire viciado del Luna Park se nutre de chicos y chicas (oscilan entre los cinco y los quince puntos) que hacen un pogo pop para pasar el rato y la impaciencia. De aquí para allá, lentamente, se empujan las masas. Es (somos) el tipo de público que compra remeras a la salida. (De hecho, al salir del subte, los gritos de los vendedores emulaban el canto de una congregación nueva, raramente explícita).
Las luces se apagan y el pogo pop se convierte en pogo rock, con sus necesarios ingredientes de violencia y desesperación. Él, que es El Cantante, es la máxima expresión de ternura posible cuando intercala, en los coros finales de Te quiero igual, cierta estrofa de El día que me quieras. “El día que me quieras / endulzará sus cuerdas / el pájaro cantor / florecerá la vida / no existirá el dolor.” Su sonrisa inolvidable se repite ante los versos del Martín Fierro que se cuelan en algún lugar de Estadio Azteca: “Gracias le doy a la virgen / gracias le doy al Señor / porque entre tanto rigor / y habiendo perdido tanto / no perdí mi amor al canto / ni mi voz como cantor
[4].” Calamaro, ofreciéndonos (junto con las canciones que en algún momento de su vida fueron oscuras, dice) los brazos como un torero del corazón, por momentos redoblando con su presencia la de la fantasía[5].

Tu pelo enredado. Hace un tiempo, en un recital de Fito Páez, me impresionó cómo el verso de “y eran / los días de la primavera” estimulaba la emoción de la gente. Me impresionó, como una sensación de comunión, entender que un par de palabras que a mí me servían como ilusión (en relación con la valoración del pasado, pero eso no es lo importante) fuesen también excitantes para un momento social que yo, creía, no estaba interesado en esa óptica de la realidad.
El hecho de que Calamaro esté tocando Para no olvidar dice mucho. La gente se exalta y salta. ¿Cómo funciona esa canción? Creo que es la cifra de la cifra (y así, si se quiere, al infinito) de la vivencia del amor en nuestra cultura, en nuestro medio. El verso “de una tarde de lluvia / de tu pelo enredado” es un signo del que no se puede retornar. La energía liberada por todos en ese momento del concierto me hizo entender que ésta canción, y esa frase, llegan. “Para qué contar el tiempo que nos queda / para qué contar el tiempo que se ha ido / si vivir es un regalo y un presente / mitad despierto, mitad dormido / mitad abierto, mitad dormido”. Es, parece, fácil sentir.

El cantante (Mamá). Es graciosa la última canción, la de Rubén Blades, que da título al disco. Un Calamaro que agita su voz en plan caribeño parece reírse de todo. Y no hay nada, para entenderlo, justificarlo o admirarlo como marca de intérprete, como las ya antológicas definiciones de Borges al respecto: Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos; porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara
[6].

Deep Camboya. En un reportaje publicado a principios de 2001 en el suplemento No, realizado en una habitación de la calle Suipacha en pleno verano porteño, se lee esto: Andrés Calamaro está ahí, por supuesto, parado, sentado o acostado, poniendo y sacando cd´s propios y caseros que ostentan títulos tales como Enemigos, 2000 qué… (…) Cada uno exhibe su correspondiente arte de tapa, responsabilidad del artista, con collages que reúnen fotos recortadas de la revista Gente, cinta adhesiva plateada, papel glacé brillante (!), imágenes de Marilyn Monroe, Alberto Olmedo y Ringo Bonavena, e incluso la tapa de Honestidad Brutal reciclada con el sticker adhesivo del doble Before the flood (Dylan en vivo) encima. Esta anécdota podría ilustrar el carácter de su status artístico: artista de masas (discográfica multinacional, conciertos multitudinarios) / artista de entrecasa. El collage es una práctica extendida en la fauna rockera local (por lo menos podemos pensar en Charly). El collage hecho con la propia máquina de propaganda ya es otra cosa: muestra de la tensión entre, por un lado, la reclusión íntima y exclusiva, y por otro, la imagen siempre disponible en el mercado. Ya se ha dicho: Honestidad Brutal y El salmón (anticipado en la versión low-fi de Catalina, bahía) son logrados intentos por desfigurar su imagen pública (lo que tuvo un contrapeso en apreciación crítica), tan estandarizada después de Alta suciedad. Él lo resumió por aquellos días de éxito: “Perdí la elegancia” se titulaba en Clarín un reportaje en el que se conversaba sobre su por entonces altísima exposición mediática. Esa elegancia que luego se deformaría anoréxicamente hasta llegar a los días de El cantante: la aparente paz del buen gusto.

No te olvides que soy grande. Por lo que sé de distintas bocas, Calamaro es más soberbio y egocéntrico de lo que puedo creer experimentar. Es, dicen, increíble. Lo cual me mueve a pensar. Quiero desechar el primer razonamiento, el de que “es creído” porque “tiene con qué”. Eso no sería interesante. Sería básicamente separar el rasgo en cuestión de sus canciones. (“Hay canciones, hay estampa, hay éxito, luego hay soberbia”). En cambio, propongo espiar la imagen de esa personalidad pensando en la unidad de lo que parece contradictorio, enriqueciendo no los opuestos sino las distintas manifestaciones de una subjetividad poco obvia. Conjugar, por ejemplo, el desprecio y la guapeza del que tiene guardaespaldas con Aquellos besos o Negrita. Intentar pensar con la cabeza del tipo que invita de mala manera pendejas a hoteles y después se sienta y escribe y tiene algo de noble. Construir una imagen posible de eso. (Eso ya está construido: allanarla).

La canción sin forma. No son horas sólo es clara al principio: un piano, una guitarra, y se larga. Artesanal, confusa, la canción parece puesta atrás de un telón. Los instrumentos se mezclan: órganos, palmas, guitarras, efectos, ¿percusión? La canción avanza como una masa amorfa, como una bola de sonidos y corrientes que se unen y separan y acercan. No se sabe gracias a qué camina, no le vemos los brazos. El cuerpo musical es uniforme pero no como formato estándar sino sólo como expansión de un núcleo teatral e intenso, sintomático y dramático, como una navegación o una caída.

La Plata. Cualquier persona que haya seguido, o sea idealizado, a Calamaro en la última década (desde Palabras más, palabras menos) puede sentir algo único, igual a todas las nostalgias indescifrables, cuando piensa en la Calle del Pez. El hogar madrileño del viejo Andrés (ya no vive ahí) es una Meca a la vez bohemia, rockera y sentimental. Es, claro, mucho más imaginaria que real. Ahora, de todas formas, ya no existe, y Andrés es “otro”, con otros “otro” en el medio.
El juicio en La Plata, el día del primer Luna Park, tuvo un momento altamente poético. Andrés se negó a declarar, pero respondió inevitablemente las preguntas sobre su identidad. Cuando le preguntaron su domicilio (en la capital de la Provincia de Buenos Aires, un lunes al mediodía soleado) dijo al micrófono: “Calle del Pez número 6, Madrid”. El novio del olvido.

Nadie sale vivo de aquí. Actualizo gracias a este disco el viejo dilema de los discos queridos y hechos propios. Inútil pregunta: ¿cuándo y cómo es el pasaje del disco-objeto al disco-vida? Digamos que compré Nadie hace ocho o nueve años. En general lo escuché poco, y no representó nunca, como sí lo hace ahora, un pasado verdadero, personal y rico. Pasó del objeto a las grabaciones correspondientes, al inimitable (y desconocido) Buenos Aires de fines de los ´80, a la amistad y el amor como experiencias ajeno-propias. De repente descubro una canción (No me vuelvas la espalda por eso), una pandereta constante (la de Dos Romeos), y un pasado, un color del pasado que está como templado, totalmente individual. Nadie se ganó el encanto de sentir que escucharlo es vivir, y haber vivido.
Nadie tiene una ventaja: además de la capacidad maestra (Vietnam, Pasemos a otro tema, Adiós, amigos, adiós, No me vuelvas, Dos Romeos, Ni hablar) confirma las incapacidades o precariedades (Señoritas, Una deuda del corazón (traicionero), Pero sin sangre) de un joven Andrés. Esto le garantiza un caudal de cariño que parecen merecer (terminan mereciendo) todas las cosas con esta tensión.
Nadie parece un disco muy viejo. Si salió en 1989, es sólo un año anterior a Tercer mundo, que le saca más de 350 días de atmósfera argentina. Nótese que con cambio de década incluido.´89/´90: ¿los discos son precursores de sus tiempos o los tiempos son precursores de sus discos? ¿Los tiempos desvían nuestra lectura de los discos, o al revés? ¿Cada disco crea su tiempo, modificando nuestra concepción del pasado
[7]? Es algo misterioso. Ya se habló en algún lado, en otro sentido, de la música como una forma más verdadera del tiempo.


[1] El salmón, disco, la situación que propone, se proyecta sobre un tiempo que no es el suyo: la narración parece ocuparse de la etapa posterior a su propia edición. Quizás porque mientras lo escuchábamos sabíamos que en algún lado ese cuarto seguía existiendo.
[2] Reproduzco ahora el final de la de Honestidad Brutal, por su emoción y singularidad: “(…) a la gente que me sigue y me canta, que me quiere y me cuidan, y como soy un caballero sin memoria: a ustedes, debajo de la alfombra de mi corazón, y a todos aquellos que de alguna manera me ayudaron a llegar donde estoy: entero. emocionalmente suyos (para siempre) / dice el corazón: A LA MEMORIA DE CHARLIE FEILING (love is a long song), VIRGILIO EXPOSITO Y PEPE RISI… * A LOS AMIGOS AUSENTES * FRANK SINATRA: CONTIGO TERMINÓ EL SIGLO ** POR MONICA ** andrés”
[3] Él, ajeno a estas trivialidades personales, dice que esas ciudades son departamentos.
[4] El hecho de que pueda cantarnos (esta metáfora del Fórmula 1 que guarda sus secretos saliendo del garage) explica el concepto de molécula; es él, el núcleo indivisible; es la unidad que resiste al fluir de la vida.
[5] Y sin embargo, miente. Repite estos detalles de funciones anteriores como si entonces la emoción no fuese mentira. Es falso pero llega. ¿Estará triste por mentirnos? No nos gusta Calamaro, nos gusta lo que le da vida a Calamaro. (El camino de la devoción no es simple).
[6] El escritor argentino y la tradición. Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, págs. 273-274
[7] Kafka y sus precursores. Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, págs. 710-713